Durante la noche, Lisa Ryan no paró de dar vueltas en la cama, inquieta, atenta a los sonidos familiares del exterior que llenaban la noche. Algunos de ellos eran reconfortantes, como la brisa susurrando entre las hojas de los arces en el patio anterior. Pero también había oído a su vecino de al lado, un camarero, aparcando su coche ante el garaje a primera hora de la mañana y, luego, el fragor del tren de mercancías circulando por las vías cercanas.
Hacia las cinco ya había renunciado a tratar de dormir. Saltó de la cama y se puso su bata de felpa. Mientras anudaba el cinturón, se dio cuenta de que había perdido mucho peso desde la muerte de Jimmy.
«Ahí tienes una dieta eficaz, se dijo sombríamente.
Lisa no dudaba de que, después de que Nell MacDermott hablara con los inspectores que investigaban el caso, les faltaría tiempo para venir a interrogarla. En los meses que había pasado trabajando para Sam Krause, Jimmy colaboró en diferentes proyectos de construcción. Ahora quería tratar de averiguar en qué emplazamientos lo había hecho y cuándo. Quizá de ese modo, Lisa podría decirles a los inspectores dónde estaba trabajando en el momento en que lo asaltó la depresión. Sabía que la ubicación era clave para aquello en que Jimmy hubiera intervenido, o no, a fin de aceptar el soborno.
Antes de bajar, entró a ver cómo estaban los niños. Kyle y Charles dormían profundamente en sus literas.
Bajo la leve luz matinal examinó sus rostros. La mandíbula d Kyle empezaba a dar muestras de su inminente entrada en la adolescencia. «Será siempre delgado, como toda mi familia», pensó.
Charley tenía una constitución más robusta. Sería un chicarrón como Jimmy. Ambos habían heredado de su padre el pelo rojizo y los ojos color avellana.
Kelly dormía en el más pequeño de los dormitorios; «un armario consagrado», como lo denominaba Jimmy. Su cuerpo esbelto estaba acurrucado en postura fetal. Algunas mechas del pelo rubio claro le tapaban la mejilla y se deslizaban por los hombros.
El diario personal en el que escribía cada noche se hallaba bajo la almohada. Kelly lo empezó como una tarea escolar y luego había proseguido por su cuenta.
—Es una cosa muy íntima —dijo en su momento con solemnidad—, y la maestra dice que nuestras familias deben respetar esa intimidad.
Todos prometieron no leerlo nunca. Jimmy, receloso ante el intercambio travieso de miradas entre Kyle y Charley, construyó una pequeña caja fuerte para ella, que solía tener sobre la cómoda. La caja tenía dos llaves. Una que Kelly llevaba anudada al cuello y otra que guardaba Lisa, escondida en un cajón, por si la primera se perdía.
Kelly hizo prometer a su madre que jamás usaría la llave para abrir la caja, y nunca lo había hecho. Pero, en aquellos momentos mientras observaba a su hija, Lisa sabía que iba a romper esa promesa.
No lo hacía únicamente porque necesitara saber lo que Nelly, la «niña de los ojos de papá», pensaba y sentía en estos momentos tan difíciles. Era también por lo que Kelly —siempre atenta y sensible a los cambios de humor de su padre— pudiera haber escrito acerca de Jimmy en el momento en que éste se sumió en la depresión.