Dina Crane, la última novia de Sam Krause, no se alegró en absoluto cuando éste la llamó el viernes por la mañana para anular su cita de aquella noche.
—Podríamos vernos en el Harry's Bar cuando hayas terminado —sugirió.
—Oye, estoy hablando de trabajo y no sé cuánto va a durar —dijo bruscamente—. Tenemos que revisar un montón de cosas. Te llamaré el sábado.
Colgó sin darle la oportunidad de añadir nada. Estaba sentado en su despacho de la Tercera Avenida con la calle Cuarenta, una estancia espaciosa y aireada cuyas paredes aparecían cubiertas de recreaciones artísticas de los rascacielos construidos por la Compañía Constructora Sam Krause.
Eran las diez de la mañana y su inquietud se había visto agravada por una llamada de la fiscalía del distrito solicitando reunirse él.
Se levantó y fue hacia la ventana, donde se mantuvo observando, con aire sombrío, la actividad callejera que se desarrollaba dieciséis plantas más abajo. Contempló un coche que sorteaba hábilmente el denso tráfico y sonrió maliciosamente cuando se vio obligado a detenerse, encajonado tras un camión que se había parado de pronto y que bloqueaba dos carriles.
La sonrisa se desvaneció en el momento en que Sam se dio cuenta de que, en cierto modo, él era como aquel coche. Había superado una serie de impedimentos para llegar a este punto de su vida y, ahora, aparecía un obstáculo casi insalvable en su camino que amenazaba con bloquearlo completamente. Por primera vez desde su adolescencia, un procesamiento criminal se cernía sobre él.
Era un hombre de cincuenta años, de recia osamenta y peso medio, piel curtida y pelo menguante. De naturaleza independiente, nunca se había preocupado mucho por su apariencia. Resultaba atractivo para las mujeres por su aire de absoluta confianza en sí mismo, además de una cínica inteligencia, que se reflejaba sobre todo en sus ojos de un gris pizarroso. Había gente que le respetaba, pero mucha más que le temía. Muy pocos le apreciaban y, en cualquier caso, Sam sentía el mismo desdén regocijado hacia todos ellos.
Sonó el teléfono, seguido del zumbido del intercomunicador.
—El señor Lang —anunció su secretaria.
Sam hizo una mueca. Empresas Lang era el tercer factor en el negocio del proyecto de la torre Vandermeer. Sus sentimientos hacia Peter Lang iban de la envidia, por el hecho de que fuera el vástago de una gran fortuna familiar, a una admiración reluctante por su talento a la hora de hacerse con propiedades, aparentemente devaluadas, para más tarde reconvertirlas en minas de oro inmobiliarias.
Se acercó a su escritorio y cogió el auricular.
—¿Sí, Peter? Pensé que estarías en el golf.
Peter llamaba desde la hacienda costera de Southampton, heredada de su padre.
—Sí, estoy allí. Sólo quería asegurarme de que la reunión sigue en pie.
—Sigue en pie —respondió Sam y colgó sin decir adiós.