Con un solo gesto, Liz Hanley llamó y abrió la puerta del despacho de Cornelius MacDermott.
—Ya me voy —le dijo.
—Sólo quería recordarte que te vayas preparando. Son las dos y media.
—Tengo hora a las tres.
—Liz, me siento algo culpable por haberte pedido esto, pero es muy importante para mí.
—Mac, si la mujer me echa mal de ojo, será culpa tuya.
—Vuelve enseguida, cuando hayas terminado.
—O cuando ella haya terminado conmigo.
Liz dio la dirección de Bonnie Wilson al taxista; entonces se reclinó y trató de calmar su excitación.
«El problema —admitió— es que, de hecho, creo en que algunas personas tienen facultades psíquicas verdaderas o como quiera que las llamen». Mac sabía de sus reparos pero, como de costumbre, ya tenía lista una respuesta.
«Mi madre no pensaba que tuviera facultades psíquicas, pero estaba absolutamente convencida de poder discernir las señales de mal agüero —le había dicho él—. Tres golpecitos en la puerta mitad de la noche, un cuadro que se caía de la pared o una paloma volando hasta la ventana, y ya te sacaba el rosario del cajón. Creía que cualquiera de aquellas señales eran un claro indicio de una muerte inminente». Entonces hizo una pausa, enormemente satisfecho con su monólogo.
«Si recibía una carta de Irlanda expresando que su tía de ochenta y nueve años había muerto, le decía a mi padre: "Lo ves Patrick, ¿no te dije cuando oí esos tres golpes en la puerta que íbamos a recibir malas noticias?"».
«Mac es un hombre convincente y hace que todo esto suene ridículo —pensó Liz—, pero hay cientos de casos documentados según los cuales personas recientemente fallecidas visitaban a sus seres queridos para despedirse. Hace años, en el Reader's Digest leí una historia acerca de Arthur Godfrey, la vieja estrella de la televisión. Cuando era un crío, mientras navegaba en un barco de la armada americana, en tiempos de la Segunda Guerra Mundial, soñó que su padre se encontraba al pie de su cama. A la mañana siguiente conoció la noticia de su muerte, que se produjo en aquel momento preciso. Me haré con ese artículo y se lo enseñaré a Mac —pensó Liz—. Quizá sea capaz de creerse lo de Arthur Godfrey.
»Aunque no serviría de mucho —admitió, al tiempo que el taxi se aproximaba al bordillo—. Mac ya encontraría un modo ocurrente de echarlo por tierra».
Su primera reacción ante la presencia de Bonnie Wilson fue parecida a la que Nell le había descrito durante la cena en Neary’s. Bonnie era una mujer asombrosamente atractiva y más joven de lo que Liz había supuesto. De todos modos, la atmósfera del apartamento se mantenía en línea con lo que se esperaba. El vestíbulo sombrío contrastaba vivamente con la tarde brillante de junio que acababa de dejar atrás.
—Están arreglando el aire acondicionado —se excusó Bonnie— y el único modo de que el apartamento no resulte irrespirable es mantenerlo bien cerrado. Estos edificios disponen de grandes y hermosas estancias, pero están envejeciendo y se nota.
Liz estuvo a punto de decir que ella vivía en un apartamento muy parecido en la avenida York, cuando recordó que la cita concertada era bajo el nombre de Moira Callahan, de Beekman Place. «Nunca seré una buena mentirosa —pensó con nerviosismo— y a los sesenta y un años ya es un poco tarde para empezar a practicar».
Dócilmente, siguió a Bonnie Wilson desde el vestíbulo hasta su estudio en el lado derecho del largo pasillo.
—¿Por qué no se sienta en el sofá? —Dijo Bonnie—. De ese modo, puedo acercar la silla. Quisiera cogerle las manos durante unos segundos.
Sintiendo cómo crecía el nerviosismo en su interior, Liz se sentó y obedeció.
Bonnie Wilson cerró sus ojos.
—Veo que aún lleva su anillo de bodas, pero percibo que enviudó hace largo tiempo, ¿es verdad?
—Sí.
«Dios mío, ¿cómo ha podido captarlo tan deprisa?», se preguntó Liz.
—Acaba de pasar por un aniversario muy especial. Veo el número cuarenta. Ha estado sumida en la melancolía estas dos últimas semanas porque se hubieran cumplido los cuarenta años de casados. Se casó en el mes de junio.
Atónita, Liz no pudo sino asentir.
—Oigo el nombre de «Sean». ¿Había un Sean en su familia? No creo que se trate de su esposo. Más bien, un hermano, un hermano más joven. —Bonnie Wilson alzó una mano hasta la sien—. Siento un dolor intenso aquí —murmuró—. Creo que significa que Sean se mató en un accidente. Un accidente de coche, ¿verdad?
—Sólo tenía diecisiete años —dijo Liz, atragantada por la emoción—. Iba muy rápido y perdió el control del vehículo. Se fracturó el cráneo.
—Está en el otro lado, junto a su marido y todos los miembros de su familia que fallecieron. Quiere que sepa que le mandan todo su amor. No está destinada a unirse a ellos en mucho tiempo. De todos modos, eso no significa que no estemos constantemente rodeados de nuestros seres queridos, o que no se conviertan en nuestros guías espirituales mientras permanecemos aquí. ¡Consuélese!, convénzase de que es así.
Más tarde, como en una nebulosa, Liz Hanley siguió a Bonnie por el sombrío pasillo. Una mesa con un espejo encima estaba dispuesta contra la pared opuesta en la esquina del vestíbulo. Una bandeja de plata sobre la mesa mostraba las tarjetas de visita de Bonnie. Liz se detuvo y cogió una. De pronto, su sangre pareció congelarse y se paralizó. Se miró al espejo, pero allí había otro rostro, una cara detrás de la suya propia, mirándola. Fue una impresión fugaz, desvanecida casi antes de poder capturarla.
Pero en su camino de regreso al despacho, Liz, aturdida y espantada, reconoció sin ningún género de dudas que Adam Cauliff era la imagen materializada en el espejo.
Se juró que nunca jamás confesaría a nadie la aparición que acababa de contemplar.