Mientras corrían juntos por los senderos de Central Park Nell percibió que había algo muy reconfortante en la presencia de Dan Minor a su lado. Exudaba una fuerza innata reflejada en el perfil definido de su mandíbula, en la disciplina de sus movimientos y en el fuerte agarrón de su mano para sujetarla en el momento en que estuvo a punto de tropezar.
Corrieron al norte hacia el embalse y lo rodearon hasta quedar en el lado este, a la altura de la calle Setenta y dos. Jadeando, Nell se detuvo.
—Aquí es donde yo termino —anunció.
Tras haberla encontrado por casualidad una segunda vez, Dan no tenía intención de dejarla marchar sin saber dónde vivía y cuál era su número de teléfono.
—Te acompaño a casa —dijo rápidamente. Por el camino, distraídamente añadió:
—No sé tú, Nell, pero yo empiezo a tener mucha hambre. Estaré mucho más presentable después de ducharme y cambiarme de ropa. ¿Aceptarías salir a cenar conmigo en una hora o así?
—Oh, me parece que…
—¿Tienes planes? —la interrumpió.
—No.
—No olvides que soy médico. Aunque no estés hambrienta, tienes que comer.
Tras unos minutos de amable persuasión, se separaron tras acordar encontrarse en el Il Tinello en la calle 56 Oeste.
—Dame una hora y media —sugirió Nell—. A menos que todos los semáforos se pongan verdes cuando te vean venir.
Ese mismo día por la mañana, tras regresar de la oficina de Adam, Nell había pasado varias horas clasificando y doblando la ropa de Adam. Ahora, la cama y las sillas de la habitación de invitados estaban cubiertas de pilas de calcetines, corbatas, bermudas y camisetas. De paso, trasladó sus pantalones y trajes al armario de ese cuarto.
«Trabajo inútil, se dijo, mientras iba y venía acarreando colgadores. Pero una vez inmersa en la tarea de sacar las cosas de Adam del dormitorio principal, quiso terminar el trabajo.
Cuando la cómoda estuvo vacía, hizo que los encargados de mantenimiento del edificio la llevaran al almacén. Entonces volvió a disponer del mobiliario del dormitorio tal como había estado antes de su boda.
Ahora, después del ejercicio físico y apresurándose por llegar al dormitorio a la vez que se sacaba sus pantalones de deporte y la camiseta, Nell advirtió que la estancia adoptaba una familiaridad renovada: recuperaba su condición de santuario.
«Supongo que mirar en la cómoda de Adam, abrir el armario y ver su ropa me hizo pensar en el modo, tan abrupto, en que murió, sin ni siquiera opción a decirme adiós. También rememorar esos últimos momentos de enfado que pasamos juntos, antes de que huyera de casa y de mi vida para siempre».
Ahora que todas esas imágenes se desvanecían supo que, menos, cuando regresara a casa después de la cena, sería capaz dormir.
Se dio una ducha rápida; miró en su armario, ahora más espacioso, y optó por ponerse un traje pantalón de seda turquesa de final de la temporada del año anterior y del que ya se había olvidado. Al reorganizarlo todo, allí estaba. Entonces, le vino a memoria lo mucho que le había gustado cuando lo compró.
Lo mejor de todo, además, era que no tenía ningún vínculo con Adam, que siempre apreciaba lo que llevaba puesto.
Cuando llegó a Il Tinello, Dan Minor la esperaba sentado a la mesa. Estaba tan ensimismado que no la vio hasta que casi la tuvo encima. «Parece preocupado por algo», pensó Nell. Pero cuando el maître se presentó para retirarle la silla, Dan se puso en pie sonriendo abiertamente.
—Todos los semáforos se deben haber puesto verdes ante ti —dijo Nell.
—Casi todos. Tienes un aspecto espléndido, Nell. Gracias por venir. Me temo que te presioné un poco para que aceptaras. Ese es el problema de ser médico. Siempre esperamos que la gente haga lo que les decimos.
—No me presionaste. Estoy contenta de que me persuadieras para salir y, para ser honesta, estoy realmente hambrienta.
Era verdad. El incitante aroma de cocina italiana invadía restaurante y, al mirar a su alrededor, percibió que procedía del plato de pasta que el camarero estaba sirviendo en la mesa contigua. Se volvió hacia Dan y rió.
—Estoy a punto de señalar ese plato y decir: «Quiero eso».
Mientras tomaban su primera copa de vino, fueron descubriendo los amigos mutuos que habían dejado en Washington. Durante el melón con jamón hablaron de las inminentes elecciones presidenciales y descubrieron sus simpatías por el mismo candidato. Cuando se sirvió la pasta, Dan le contó todo lo relacionado con su decisión de trasladarse a Nueva York y de las razones que le habían motivado a ello.
—El hospital está invirtiendo en una gran unidad de quemados pediátricos y, dada que ésa es mi especialidad, es una gran oportunidad para mí colaborar a que el proyecto se lleve a cabo con efectividad.
También sacó a relucir el tema de la búsqueda de su madre.
—¿Quieres decir que así fue como salió de tu vida? —exclamó Nell.
—Padecía una depresión crónica severa. Se había convertido en una alcohólica y creía que yo iba a estar mejor con mis abuelos. —Vaciló un momento—. Es una larga historia. Si algún día estás interesada te la contaré entera. El caso es que mi madre está envejeciendo. Dios sabe, su cuerpo se habrá ido ajando y corrompiendo a lo largo de todos estos años. Estar en Nueva York me permite buscarla en persona. Hubo un momento en que pensé tener una pista, pero ahora ya no es viable y nadie la ha visto desde el pasado otoño.
—¿Crees que quiere que la encuentres, Dan?
—Huyó porque se culpaba del accidente en el que casi morí. Y yo quiero demostrarle que aquel accidente acabó por no ser algo tan negativo y, de hecho, incluso muy productivo para mi futuro.
Acto seguido, le contó su visita a la Oficina de Personas Desaparecidas.
—Pero no tengo esperanza alguna de sacar nada en claro de allí.
—Mac quizá podría ayudarte —propuso Nell—. Tiene influencia y sé que registrarían los archivos si hiciera unas cuantas llamadas. Hablaré con él, pero pienso que no estaría de más que te presentaras en su oficina.
Al llegar los cafés, Dan expuso:
—Nell, te he estado atormentando los oídos con mis historias. Supongo que no tendrás ganas de hablar del tema y perdona si soy algo inoportuno, pero quería preguntarte cómo llevas toda esta situación.
—¿Quieres saber la verdad? —Nell dejó caer una piel de limón en su taza de café—. No sé cómo responder a eso. Cuando un ser querido muere y no tienes un cuerpo, ni un ataúd, ni una procesión hacia el cementerio, llegas a creer que esa muerte no sea definitiva. Parece como si esa persona siguiera en alguna parte, aunque sepas que estás equivocado. Así es como me siento: profundamente acosada por esta impresión de irrealidad. No hago más que repetirme «Adam está muerto, Adam está muerto», pero esas palabras parecen no tener mucho sentido.
—¿Te sentiste del mismo modo cuando perdiste a tus padres?
—No. Entonces acepté su pérdida. La diferencia es que murieron en un accidente. Y en cuanto a Adam, no estoy segura. Piensa en ello… Cuatro personas en un barco. Alguien pretende desembarazarse de alguno de ellos, quizá de todos, ¿quién sabe? Esa persona permanece en libertad en las calles, gozando de la vida, quizá incluso cenando en un restaurante igual que tú y yo ahora. —Hizo una pausa, mirándose primero las manos y luego a Dan—. Dan, voy a averiguar quién lo hizo y no sólo por mí. Lisa Ryan, una mujer joven, ha quedado viuda y con tres hijos y también necesita respuestas. Su marido estaba en el barco con Adam.
—Supongo que te das cuenta, Nell, de que cualquiera que sea capaz de planificar el asesinato de cuatro personas, debe ser alguien muy peligroso.
La cara de Nell MacDermott se retorció en una mueca, ojos abiertos por completo, fiel reflejo de una súbita expresión de pánico.
—Nell, ¿qué sucede? —preguntó Dan, alarmado.
Sacudió la cabeza.
—Nada, está bien —dijo, para convencerse a sí misma y al propio Dan.
—No, no está bien, Nell. ¿Qué sucede?
Por un instante se sintió como en aquellos terribles momentos en que se vio arrastrada por el remolino. Atrapada, luchando en busca de aire. Pero esta vez, en lugar de tratar de nadar, se esforzaba por poder abrir la puerta. Y en lugar de agua fría, sentía calor. Calor abrasador y la absoluta certeza de que iba a morir.