Dan Minor reorganizó su agenda del martes por la tarde con el fin de disponer de tiempo suficiente para poder ir a la Oficina de Personas Desaparecidas, en la jefatura Superior de la Policía ` de Nueva York.
Sin embargo, no tardó mucho en darse cuenta de lo inútil que resultaba tratar de obtener información sobre Quinny en aquel lugar. El agente con el que habló se mostró comprensivo, pero ex¬puso los hechos de manera realista y convincente.
—Siento mucho decírselo así, doctor Minor, pero usted ni siquiera está al corriente de si su madre se hallaba en Nueva York cuando inició su búsqueda. Tampoco sabe con seguridad que esté realmente «desaparecida». Sólo que ha sido incapaz de encontrarla. ¿Tiene idea de cuántas denuncias de personas desaparecidas se reciben cada año en esta ciudad?
Abandonó el edificio y tomó un taxi con un sentimiento de derrota absoluta. Lo mejor que podía hacer, decidió, era rondar por la zona de la calle 4 Este.
Desconocía el procedimiento a seguir para contactar con los grupos de vagabundos que vivían en los edificios abandonados «No puedo entrar allí sin más —razonó—. Supongo que debería tratar de entablar una conversación amistosa con alguno de ellos y mencionarle el nombre de Quinny para ver qué sucede. Lo de mostrar una vieja foto funcionó con Lilly —recordó, tratando de animarse—. Al menos, ya sé cómo la llaman sus amigos».
Se puso un chándal ligero y unas zapatillas de deporte. En el momento de salir de su edificio, se topó con Penny Maynard, que estaba a punto de entrar.
—¿Una copa en mi casa a las siete? —le propuso, brindándole una tentadora sonrisa.
Era muy atractiva y lo había pasado bien con ella y los otros vecinos la noche en que compartieron un plato de pasta y unas bebidas. No obstante, Dan declinó la oferta, aduciendo que ya tenía planes para la noche. «No quiero entrar en la dinámica de dejarme caer por casa de alguien que vive tan cerca», se auto convenció mientras atravesaba la ciudad a pie.
A medida que aceleraba el ritmo, el rostro de Nell MacDermott levitó vaporosamente en su cabeza: era algo que le sucedía a menudo desde el día en que coincidieron en el parque.
Sabía que su teléfono no estaba en el listín porque lo había comprobado. Pero sí el de la consultoría de su abuelo, y pensó que quizá podría llegar a ella a través de alguien que trabajara allí.
«Podría llamar y pedirle su número a MacDermott —pensó Dan—. O quizá sería mejor pasar por allí y verle directamente. Ya nos encontramos una vez, en la recepción de la Casa Blanca. Así se verá que no soy un acosador o un tonto sentimental».
La posibilidad de ver a Nell MacDermott mantuvo a Dan animado durante el par de horas que duró su caminata, una manzana tras otra, en la zona de la calle Cuatro, tratando de recoger información sobre Quinny.
Al salir de casa cogió un montón de tarjetas personales que entregaba a casi todos aquellos con quienes hablaba.
—Cincuenta dólares para quien me dé una pista de dónde puede encontrarse —prometió.
Finalmente, a las siete de la tarde se dio por vencido, tomó un taxi en dirección a la parte superior de Central Park y se puso a correr. En la calle Setenta y dos volvió a toparse con Nell.