Lisa Ryan regresó al trabajo el martes. Soportó pacientemente la reacción ya esperada de sus compañeras y clientas: una mezcla de solidaridad auténtica y ávida curiosidad acerca de los detalles de la explosión que había acabado con la vida de su esposo.
Llegó a casa a las seis y encontró a su mejor amiga, Brenda Curren, en la cocina. El tentador aroma de pollo asado flotaba el aire. La mesa había sido puesta para seis y el marido de Brenda Ed, intentaba ayudar a Charley en sus tareas de lectura.
—No lo puedo creer —dijo Lisa pausadamente.
—No es nada —dijo Brenda, animada—. Sólo pensamos que un poco de compañía te vendría bien después de tu primer día de regreso al trabajo.
—Me viene bien.
Lisa fue al baño y se mojó la cara con agua. «No has llorado en todo el día —se dijo a sí misma—. No empieces ahora». Durante la cena, Ed Curren sacó el tema del material de trabajo del taller de Jimmy.
—Lisa, tengo una ligera idea de lo que Jimmy estaba haciendo allí últimamente, y sé que tenía algunas herramientas bastante sofisticadas. Creo que las deberías vender ya o perderán su valor enseguida.
Empezó a trinchar el pollo.
—Si quieres, yo podría examinar el taller y seleccionar los utensilios.
—¡No! —exclamó Lisa.
Entonces, al ver los rostros sorprendidos de sus amigos e hijos sentados ante ella, se dio cuenta de lo vehemente que había sido al rechazar aquella amable oferta.
—Perdona —dijo—. Sólo que la mera idea de vender las cosas de Jimmy me obliga a pensar que ya no va a regresar. Y no me siento con ánimos de batallar con eso en este momento.
Observó las miradas de tristeza que ensombrecían los rostros de sus hijos y trató de templarlas bromeando un poco.
—¿Os imagináis que papá regresara y encontrara su taller vacío?
Más tarde, cuando los Curren ya se habían ido y los niños dormían, se deslizó hasta el sótano, abrió el cajón del archivador y ojeó de nuevo el paquete de dinero. «Es como una bomba de relojería —pensó—. ¡Tengo que desprenderme de esto ya!».