Mientras su chofer deslizaba el coche por el tortuoso tráfico matinal de la avenida Madison, Peter Lang, algo irritable, revisaba mentalmente el enfoque que debía presentar ante Nell MacDermott, a fin de convencerla para vender la propiedad de su difunto marido. Iba a tener que proceder con cuidado; al llamar por la mañana para concertar la cita había percibido un deje de hostilidad en su voz.
«Qué extraño. Cuando la vi la semana pasada su actitud era bastante más amistosa», pensó. Nell le había hablado de la ilusión de Adam por trabajar en aquel proyecto y de lo orgulloso que estaba de su diseño.
«Si Cauliff nunca le explicó que no contaban con él para el proyecto, entonces no hay ninguna necesidad de decírselo ahora —reflexionó Lang—. Le ofreceré algo mejor que un precio ajustado; de ese modo no tendrá motivos para rechazarlo». Mientras consideraba sus opciones, sin embargo, no se fiaba mucho de su análisis. El instinto le decía que la reunión no iba a ir bien.
El coche siguió desplazándose a paso cansino. Miró el reloj. Eran las diez menos diez. Se inclinó y palpó el hombro al chofer.
—¿Hay algún motivo en particular por el que insistas en quedarte en este carril? —le espetó.
En el momento de abrir la puerta a Peter Lang, Nell no pudo evitar preguntarse hasta qué punto fue de grave el accidente de tráfico que le había impedido asistir a la fatal reunión en el barco de Adam. Menos de una semana después de su último encuentro ya no se detectaba ni un rasgo de moratones en la cara. Incluso el labio hinchado sobremanera parecía completamente curado. «Civilizado, atractivo, educado. Un verdadero visionario del negocio inmobiliario». Ésas eran las palabras con que se le solía describir en las columnas de cotilleo social.
«Hay sangre goteando a su alrededor… Adam está tratando de advertirte». Las palabras de la médium centellearon repentinamente en la mente de Nell.
Le besó en la mejilla.
—Pienso mucho en ti, Nell. ¿Cómo has estado?
—Supongo que todo lo bien que podría estar —respondió con un gélido deje en la voz.
—Sin duda, tienes muy buen aspecto —le dijo, tomando sus manos entre las suyas, con una sonrisa en cierto modo desconcertante—. Quizá te parezca extraño, pero es la verdad.
—No hay nada como mantener las apariencias, ¿verdad, Peter? —replicó Nell, liberando sus manos y conduciéndole hacia el salón.
—Oh, sospecho que eres una mujer fuerte y orgullosa, que sabe mantener las apariencias. —Miró en derredor—. Qué bonito apartamento, Nell. ¿Desde cuándo lo tienes?
—Hace once años.
La respuesta fue automática. Últimamente las fechas no habían dejado de rondarle por la cabeza. «Tenía veintiún años cuando lo compré —pensó—. Disponía de ingresos procedentes del fondo de mamá y dinero del seguro de vida de los dos. Estuve viviendo con Mac durante mis años de universidad, pero cuando me licencié quería un poco de libertad. Mac había planteado la posibilidad de que yo gestionara su despacho en Nueva York, y estaba a punto de empezar Derecho por las tardes. Trató de evitar que me lo comprara, pero incluso él admitía que había sido una ganga».
—Hace once años, ¿eh? —Dijo Lang—. El mercado de Nueva York estaba por los suelos entonces. Seguro que ahora vale tres veces más de lo que pagaste por él.
—No está en venta.
Lang podía percibir la frialdad en su voz y advirtió que no le apetecía simular su estado en conversaciones banales.
—Nell, Adam y yo trabajábamos en un negocio conjunto —empezó.
—Lo sé.
«¿Cuánto sabe?», se preguntó Lang, haciendo una pausa.
—Como sin duda debes saber también, Adam diseñó el proyecto de la torre que planeábamos construir.
—Sí. Estaba entusiasmado con la idea —dijo Nell con tranquilidad.
—Y nosotros encantados con el trabajo preliminar de Adam. Era un arquitecto creativo y con ideas muy interesantes. Le echaremos terriblemente de menos. Por desgracia, ahora que ya no está con nosotros, creo que tendremos que volver a empezar de cero. Será otro arquitecto quien se encargará del proyecto.
—Lo entiendo.
«De modo que Adam no se lo dijo», dedujo Lang, victorioso. Mientras permanecía sentado frente a ella, vio que mantenía la cabeza gacha. Quizá se había equivocado en notar cierta hostilidad por su parte. Quizá sólo estaba desgarrada emocionalmente.
—Creo que sabes que, en agosto, Adam compró en el centro un edificio y una parcela a la señora Kaplan, por los que pagó algo menos de un millón de dólares. Es un terreno adyacente a un solar que yo adquirí más tarde, y parte del trato acordado para el proyecto consistía en juntar ambos terrenos. El precio estimado de su propiedad la semana pasada era de ochocientos mil dólares, pero estoy dispuesto a pagarte tres millones por él. Estarás de acuerdo en que representa una óptima amortización de una inversión practicada hace sólo diez meses.
Por un instante, Nell examinó la cara del hombre sentado frente a ella.
—¿Por qué estás dispuesto a pagar tanto dinero? —preguntó.
—Porque nos permite contar con espacio suficiente para dar a nuestro complejo un aire mucho más efectista y sorprendente. De este modo, podremos añadir una serie de elementos estéticamente llamativos, como una rampa curva de acceso y un tratamiento paisajístico más elaborado que, como contrapartida, reforzarán el valor de nuestro negocio. Quisiera añadir que, en caso de que pretendas conservar tu terreno, cuando nuestra torre se construya asumirá una presencia dominante que hará perder buena parte de su valor a la parcela Kaplan.
A Nell le supo a mentira. Recordaba que Adam había comentado la necesidad que Lang tenía de la parcela Kaplan si quería, efectivamente, edificar la estructura que deseaba.
—Pensaré en ello —le dijo, sonriéndole levemente.
Lang le devolvió la sonrisa.
—Claro. Lo entiendo. Naturalmente querrás discutirlo con tu abuelo. —Hizo una pausa y añadió—: Nell, quizá no esté en lo cierto, pero preferiría pensar que somos amigos y que puedes ser sincera conmigo. Como debes saber, en la ciudad circulan multitud de rumores acerca de ti.
—¿Ah, sí? ¿Qué tipo de rumores?
—Los rumores, que espero que se verifiquen, apuntan a que estás planeando presentar tu candidatura al escaño de tu abuelo en el Congreso.
Nell se levantó, decidida a dar por concluida la reunión.
—Nunca discuto los rumores, Peter —dijo, sin expresión alguna en el rostro.
—Lo que quiere decir que, si decides presentarte, ya escogerás el momento oportuno para anunciarlo. —Lang se levantó. Antes de que Nell pudiera detenerle, alargó el brazo y la tomó de la mano—. Sólo quiero que sepas que puedes contar con mi apoyo incondicional.
—Gracias —dijo ella, apartando su mano. «Eres tan sutil como una taladradora», pensó.
La puerta apenas se había cerrado, detrás de Lang, cuando sonó el teléfono. Era el inspector Sclafani, quien pedía autorización para que él y su compañero, el inspector Brennan, pudieran, registrar la oficina de Adam y examinar el contenido del escritorio y los archivos de Winifred Johnson.
—Podríamos conseguir una orden de registro —explicó Sclafani—, pero sería mucho más fácil hacerlo de esta manera.
—No importa. Nos veremos allí —le dijo Nell, y añadió con cautela—: Debo decirle que, a petición de su madre, fui al apartamento de Winifred y revisé su escritorio. Me pidió que buscara pólizas de seguro o cualquier otro documento financiero que revelara los pasos seguidos por Winifred para asegurar su futuro. Dado que no encontré nada útil, estaba planeando acercarme a la oficina por si había olvidado algo allí.
Los inspectores llegaron a la calle Veintisiete unos minutos antes que Nell. Permanecieron frente al edificio y examinaron la maqueta del proyecto que aún seguía en el escaparate.
—Qué moderno —observó Sclafani—. Te deben pagar un montón de pasta por soñar con algo tan fino.
—Si Walters no mentía ayer —replicó George Brennan—, es más del agrado de gente como nosotros que de los que entienden de arquitectura. Según él, el proyecto fue desestimado.
Nell había salido del taxi y llegado justo a tiempo para oír el último comentario de los detectives.
—¿Qué? —inquirió—. ¿Dice que rechazaron el proyecto de Adam?
Sclafani y Brennan se giraron al unísono. Viendo la expresión de asombro de Nell, Sclafani se dio cuenta de que ella no tenía ni idea de que su marido había sido apartado del proyecto. «¿Desde cuándo lo sabía Cauliff?», se preguntó.
—El señor Walters estuvo en la oficina del fiscal del distrito ayer —dijo—. Y eso es lo que nos contó.
Su expresión se endureció.
—Yo no me fiaría mucho de nada de lo que dijera el señor Walters. —Dicho esto, Nell se giró bruscamente, se encaminó hacia la puerta del edificio y llamó al timbre para que les abriera el encargado—. No tengo llave —explicó tajante—; la de Adam estaba probablemente en el barco.
Esperó, dando la espalda a ambos hombres, tratando de calmarse. «Si lo que acaban de decir acerca del diseño de Adam es cierto, ¿por qué me ha mentido Peter Lang hace menos de una hora? —se preguntó—. Y si es cierto, ¿por qué no me lo contó Adam?, ¿era ése el motivo por el que había estado tan preocupado, tan irritable aquellos últimos días? Me lo tendría que haber contado. Podría haberle ayudado —pensó—. Habría entendido perfectamente su decepción.
El encargado, un hombre corpulento de cincuenta y tantos años, se acercó y les abrió la puerta. Mientras procedía, le presentó sus condolencias a Nell y le informó de que habían llamado para preguntar por el solar. «¿Lo vendería?», se preguntó el hombre.
Jack Sclafani dedujo por la expresión de su colega que pensaba lo mismo que él acerca del cuartel general de Adam Cauliff: bien amueblado, pero sorprendentemente pequeño. Consistía en un área de recepción y dos despachos, uno grande y el otro un poco más que un agujero cavado en el muro. Toda la estancia desprendía un aire frío e impersonal. No era un sitio atractivo ni suscitaba mucha confianza respecto a la creatividad potencial de las personas empleadas allí. La única pintura expuesta en la recepción era un cuadro del proyecto diseñado y, en aquel contexto, resultaba algo mezquino.
—¿A cuánta gente tenía contratada su marido? —preguntó Sclafani.
—Aquí sólo tenía a Winifred con él. Hoy día, buena parte del trabajo de un arquitecto se hace por ordenador, de modo que cuando empiezas por tu cuenta no necesitas una fuerte inversión.
Adam podía encargar partes del trabajo implicadas en el proyecto a otros, como a ingenieros de estructuras, por ejemplo.
—Así que el despacho ha estado cerrado desde… —Brennan vaciló— ¿desde el accidente?
—Sí.
Nell era consciente de que, durante los últimos diez días, había estado forzándose por parecer tranquila y bajo control. «Bien, ahora el montacargas ya está en el nivel superior». Ése era el pensamiento que le rondó por la cabeza a lo largo de la noche, mientras seguía sin poder dormir hasta el alba. Seguir exhibiendo esa fachada plácida se hacía cada vez más difícil.
«¿Qué iban a pensar esos detectives si tuvieran conocimiento del desafío planteado por Lisa Ryan? —se preguntó—. Pues, más allá de la intención práctica se trataba de un desafío: "Averigua dónde y por qué alguien hizo que mi marido aceptara cincuenta mil dólares por mantener la boca cerrada y ayúdame a enderezar este entuerto." ¿Cómo puedo siquiera empezar a intentarlo?». Esas preguntas le asaltaban continuamente.
«¿Qué pensarían estos detectives pragmáticos y poco dados a las tonterías de Bonnie Wilson?». Una hora después de haber regresado a la normalidad de su casa, empezó a dudar de toda la conversación, incluido el hecho de que hubiera estado hablando con Adam. «Creo de verdad en su capacidad de leer mis pensamientos —había decidido por fin—. Por otra parte, yo no estaba ciertamente pensando en "Soy de Missouri" cuando Bonnie habló de ello. Y no le dije absolutamente nada a nadie acerca de la riña que Adam y yo mantuvimos…
»¿Y qué pasa con el derrumbe de la fachada en la avenida Lexington? ¿Pueden culpar a Adam por ello?». Había tantas preguntas y tantas fuerzas tirando de ella… Necesitaba tiempo para pensar, tiempo para recomponer el rompecabezas. Pero en aquel momento, no sabía hacia dónde dirigirse.
De pronto, percibió que los dos inspectores la estaban mirando con una expresión no ajena de interés, mezclado con un poco de preocupación.
—Perdonen —dijo—. Estaba soñando despierta, supongo. Estar aquí resulta más difícil de lo que pensé.
Aunque lo que no supo leer en sus rostros era que la comprensión y simpatía enmascaraban una repentina certidumbre de que, al igual que Lisa Ryan, Nell MacDermott sabía algo que temía compartir con ellos.
El escritorio de Winifred estaba cerrado con llave, pero George Brennan sacó un manojo de llaves, una de las cuales encajaba perfectamente en el cerrojo.
—Encontraron su bolso —le dijo a Nell—. Y las llaves dentro. Extrañamente, el bolso apenas estaba chamuscado. Eso es lo sorprendente de estas explosiones.
—Multitud de hechos asombrosos han estado sucediendo en estos últimos diez días —dijo Nell—. Incluida la tentativa, por parte de Walters & Arsdale, de pretender que cualquier irregularidad que pudiera descubrirse en su compañía debía ser atribuida a mi marido. Esta mañana hablé con el contable de Adam. Me aseguró que no hay absolutamente nada en sus asuntos que no pudiera superar el escrutinio más riguroso.
«Eso espero —pensó Brennan—. Porque alguien de Walters & Arsdale debe de haber estado trabajando estrechamente con la constructora de Sam Krause, visto el tipo de material de segunda que emplearon para construir la fachada que se derribó ayer. Cuando suceden cosas así, no son simples errores: alguien lo sabe y cobra por ello».
—No quiero entretenerla —le dijo Brennan—. ¿Por qué no echamos una rápida ojeada en el escritorio de la señora Johnson y luego nos vamos?
Sólo llevó unos minutos verificar que allí no había nada fuera de lo común.
—Igual que en su casa —les dijo Nell—. Facturas, cuentas y notas, salvo que aquí hay un sobre con pólizas de seguro y la escritura de la tumba de su padre.
Los dos cajones superiores del archivador junto al escritorio contenían varios documentos. El de abajo guardaba paquetes de folios para la copiadora y la impresora, papel de embalar marrón y rollos de cordel.
Jack Sclafani hojeó los archivos.
—Correspondencia ordinaria —dijo. Señaló entonces la agenda de teléfonos de Winifred—. ¿Le importa si me quedo con esto? —preguntó a Nell.
—No, claro que no. De todos modos, quizá tendría que acabar en manos de su madre.
«Hay una diferencia con el escritorio de su casa: aquí no hay nada relacionado con Harry Reynolds. ¿Quién es él? Quizá estaba ayudando a Winifred a mantener a su madre en esa exclusiva residencia», reflexionó Nell.
—Señora MacDermott, esta llave de una caja fuerte fue hallada en el bolso de mano de la señorita Johnson. —Mientras hablaba, George Brennan cogió una llave de un pequeño sobre de papel Manila y lo dejó sobre el escritorio de Winifred—. Hay un número, el 332. ¿Sabe usted si procedía de la oficina o era una llave personal de ella?
Nell la examinó.
—No tengo ni idea. Si era de la oficina, no sé nada de ella. He tenido mi propia caja de caudales durante años y, por lo que yo sé, Adam no tenía; ni personal ni para los negocios. ¿Pueden llevarla al banco y averiguarlo allí?
Brennan sacudió la cabeza.
—Desgraciadamente, todas las llaves de cajas fuertes se parecen, y no hay en ellas identificación bancaria. Las nuevas ni siquiera tienen número. La única manera de identificarlas sería yendo al banco que las expidió, y adivinar esto podría llevarnos un buen tiempo.
—Parece como buscar una aguja en un pajar.
—En parte sí, señora MacDermott. Pero, es probable que resultara ser de un banco situado en un radio de diez manzanas del apartamento de Winifred Johnson o bien de este mismo edificio.
—Ya veo —dijo Nell, haciendo una pausa y dudando, como si no estuviera segura de lo que iba a decir a continuación—. Miren, no sé si esto es relevante o no, pero creo que Winifred estaba liada con un hombre llamado Harry Reynolds.
—¿Cómo lo sabe? —preguntó Brennan con rapidez.
—Cuando fui a indagar en su escritorio, había un cajón repleto de pedazos de papel de todo tipo, desde planos arquitectónicos a sobres o servilletas. En cada uno de ellos estaba escrito «Winifred ama a Harry Reynolds». Mi impresión cuando lo vi era que parecía obra de una quinceañera locamente enamorada de alguien.
—Para mí, suena más como una obsesión que como un amor —observó Brennan—. Por lo que puedo entrever, Winifred Johnson era una mujer tranquila que vivía con su madre hasta que ésta ingresó en una residencia.
—Exacto.
—De modo casi infalible, ése es el tipo de mujer que se cuelga del tipo equivocado. —Arqueó las cejas—. Tendremos en cuenta lo de Harry Reynolds. —Con un decidido empujón, Brennan cerró el cajón del archivador—. Señora MacDermott, ya casi hemos terminado aquí. ¿Le gustaría unirse a nosotros para tomar un café?
Nell dudó por un momento, pero aceptó. Por algún motivo, no deseaba quedarse sola en aquella oficina. Mientras iba en el taxi, le asaltó la idea de tomarse un tiempo para hurgar en el escritorio de Adam; pero aquél no era el mejor día. Aún la atormentaba la misma impresión de irrealidad acerca de la muerte de Adam y por alguna razón, que seguía sin poder sopesar, la visita a Bonnie Wilson no había hecho más que acrecentar esa impresión.
«¿Cuánto tiempo hacía que Adam conocía el rechazo a su proyecto para la torre Vandermeer?», se preguntó. Recordaba lo confiado que estaba cuando se lo había contado por primera vez. Le habló de la visita de Peter Lang, que había comprado el solar de la mansión Vandermeer y deseaba adquirir la parcela Kaplan. Adam aceptó vendérsela sólo con la condición de que él formara parte del proyecto como arquitecto. «Los inversores de Lang me han encargado que prepare los planos y una maqueta», le contó.
Pero Nell recordaba haberle preguntado qué sucedería si no aceptaban su diseño. También conocía la respuesta exacta: «La parcela Kaplan es indispensable para el tipo de complejo que Lang quiere erigir. Lo aceptarán».
—Sí, gracias. Me gustaría tomar un café —dijo—. Tuve una reunión con Peter Lang esta mañana de la que me gustaría hablarles. Cuando termine, quizá entiendan o compartan mi sentimiento de que se trata tanto de un mentiroso como de un manipulador. Alguien que, sin duda, podía beneficiarse de la muerte de mi esposo.