El lunes por la tarde, Cornelius MacDermott recibió la visita de Tom Shea, el presidente del partido en Nueva York. Tenía la imperiosa necesidad de conocer la decisión de Nell de presentarse para el escaño vacante dejado por Bob Gorman.
—No tengo que recordarte que éste es año de elecciones presidenciales, Mac —comentó Shea—. Un candidato carismático para ese escaño va a ayudar a que los votos, en su conjunto, lleven a nuestro hombre hasta la Casa Blanca. Tú eres una leyenda en este distrito y tu presencia al lado de Nell, durante la campaña, será un recordatorio permanente para los votantes de lo que hiciste por ellos durante tantos años.
—¿Oíste alguna vez el consejo que le dan a la madre del novio antes de la boda? —Le soltó Mac—. «Viste de beige y mantén la boca cerrada». Eso es lo que pretendo hacer si Nell se presenta. Es lista, guapa, activa, sabe lo que ese trabajo entraña y es capaz de hacerlo mejor que nadie que conozca. Y, sobre todo, se preocupa por la gente. Ésos son los motivos por los que debería presentarse. Y por los que la gente la debería votar. Y no por el hecho de que a mí se me considere una especie de leyenda.
Liz Hanley estaba en el despacho con ellos, tomando notas. «¡Dios santo, hoy está quisquilloso!», pensó. Pero entendía el motivo. Mac ya le había confiado su preocupación por el estado emocional de Nell, y ahora estaba paralizado por la angustia ante la visita de su nieta a la médium y la posibilidad de que eso se supiera y se filtrara a la prensa.
—Oh, venga, Mac. Ya sabes lo que quiero decir —dijo Tom Shea con buena intención—. La gente se enamoró de Nell el día en que la vio, con diez años, enjugándote las lágrimas en el funeral de sus padres. Se ha hecho mayor a la vista del público. Podemos postergar el anuncio hasta la cena del día 30, pero tenemos que estar seguros de que el efecto de la muerte de su esposo no le pesará en exceso para emprender con fuerza la campaña.
—Nada puede con ella —replicó Mac—. Es una profesional. Pero la fachada bravucona de Mac se vino abajo cuando Shea se fue del despacho.
—Liz, ayer perdí los nervios con Nell al saber que visitaría a una médium. Llámala y ayúdame a hacer las paces. Dile, además, que quiero cenar con ella.
—Benditos sean los que hacen las paces —dijo Liz, seca—. Porque serán llamados «hijos de Dios».
—Ya has dicho eso antes.
—Porque ya me lo has hecho decir antes. ¿Dónde le digo que se reúna contigo?
—En Neary's. A las siete y media. Tú también vienes, ¿vale?