Durante sus treinta y ocho años de existencia, Jed Kaplan había tenido suficientes problemas con la ley para saber cuándo se hallaba bajo vigilancia. Poseía una especie de sexto sentido para saber cuándo le iban pisando los talones.
«Puedo oler a un poli a la legua —pensó, amargamente ese lunes por la mañana, tras cerrar el apartamento de un portazo y encaminarse hacia el centro—. Qué gusto calzar unos zapatos tan cómodos. Os voy a llevar para uno de nuestros agradables paseos».
Jed no veía el momento de abandonar Nueva York. No podía soportar seguir viviendo con su madre ni un minuto más. Al despertarse una hora antes, sintió la espalda casi paralizada por haber dormido en el desvencijado colchón del abominable sofá cama. Después se dirigió a la cocina para tomar un café y encontró a su madre sentada a la mesa, llorando desconsolada.
—Hoy, tu padre habría cumplido ochenta años —dijo, con voz rota—. Si aún viviera, le hubiera organizado una fiesta. En cambio, aquí estoy, sola y escondida, avergonzada de mirar a vecinos a la cara.
Jed intentó disipar esas preocupaciones, afirmando de nuevo su inocencia. Pero era imposible calmarla y continuó afligida durante un buen rato.
—Recuerdas las viejas películas de Edward G. Robinson; ¿verdad? —dijo—. Cuando su esposa muere, la única cosa que lega a su hijo es su sillita de niño, porque la única alegría que había dado era cuando se sentaba en ella de crío.
Entonces, sacudió el puño ante él.
—Podría decir lo mismo de ti, Jed. Tu comportamiento es una desgracia para mí, para la memoria de tu padre.
Hasta ahí llegó su aguante y su paciencia. Abandonó el apartamento y con él todo el aire de claustrofobia incurable que acumulaba. Tenía que huir, pero para hacerlo necesitaba el pasaporte. Los polis sabían que aquella miserable imputación por la hierba que habían hallado en una bolsita de lona sería desestimada en un tribunal; pero le confiscaron el pasaporte para asegurarse que no huiría.
«Nunca admití que esa hierba fuera mía —pensó Jed, felicitándose a sí mismo—. Y les dije la verdad cuando confesé que no la había tocado en cinco años».
Pero aunque fue eximido de los cargos, no se iba a quitar fácilmente de encima a los polis. Ya inventarían algo para obligarle a que no se alejara.
«El problema es —pensó Jed, mientras se detenía en una cafetería de Broadway— que la pista que podría darles sobre la explosión también podrían usarla en mi contra».