Aquel día como cada lunes, el salón estaba cerrado. En cierto modo, Lisa Ryan agradecía ese día de fiesta. Le daba algo más de tiempo para prepararse emocionalmente, y enfrentarse al mundo. Por un lado, tenía ganas de volver al trabajo. Pero también temía pasar por aquella primera semana, en la que todas las clientas habituales expresarían su pesar por la desgracia, para luego mostrar sus deseos de conocer todos los detalles de la explosión que había acabado con la vida de Jimmy.
Muchas de ellas se acercaron a la funeraria. Otras mandaron coronas, flores o mensajes de pésame. Pero la novedad del evento ya se había desvanecido. Para todos menos para ella. Ahora, todas sus clientas seguían con sus vidas, sólo vagamente conscientes de la pérdida sufrida por Lisa. Quizá, durante un tiempo, seguirían pensando en su conocida facultad de anticipar el rumor del coche de su esposo al llegar a casa por la noche. Pero también eso quedaría absorbido por la rutina. Sí, todas estaban verdaderamente apenadas por ella, pero también aliviadas de no haber sido ellas quienes tuvieran que pasar por ese trance y recibir el pésame.
Lisa se había sentido del mismo modo el año pasado, cuando el esposo de una de sus clientas falleció en un accidente de tráfico. Recordaba que había hablado de ello con Jimmy. Nunca olvidaré lo que me dijo: "Lissy, todos somos algo supersticiosos. Siempre tenemos la impresión de que si algo terrible le sucede a otra persona, los dioses quedarán satisfechos por un tiempo y nos dejaran a nosotros en paz"».
Hacia las nueve ya había puesto orden en la casa. Aún se amontonaban por responder cantidad de notas de amigos y conocidos expresando el pésame por lo sucedido, pero Lisa no se sentía con ánimo de hacerlo.
Amigos que ya no vivían en el área de Nueva York habían escrito, también, para mostrar sus condolencias. Uno de los mensajes más amables era el de un chico con el que ella y Jimmy se habían criado y que ahora era un pez gordo de Hollywood.
«Recuerdo a Jimmy de cuando estábamos en séptimo —decía la carta—. Un día nos dieron una tarea de ciencias que, como padre, ahora sé que no es más que un intento de los maestros por causar problemas a las familias. La noche antes de la entrega de esos deberes, yo todavía no había hecho el mío y, como de costumbre, Jimmy había terminado el suyo. Estaba dispuesto a echarme una mano. Vino a casa y me ayudó a construir un puente de Lego y a redactar después un trabajo en el que explicaba por qué incorporaba en la estructura un cierto grado de oscilación. Era un gran chico».
«Y yo casi vilipendié su buen nombre a la policía», pensó Lisa, recordando la visita del inspector Jack Sclafani el pasado viernes. En todo caso, no explicar lo del dinero tampoco arreglaba las cosas: debía devolverlo. Sabía con absoluta certeza que Jimmy no se había apropiado del dinero voluntariamente: a ciencia cierta, le habían forzado a aceptarlo. No podía existir otra explicación. La disyuntiva de perder su trabajo o hacer la vista gorda ante algo podrido que se cocía en la obra. Entonces, le obligaron a aceptar un dinero que no quería y, de ese modo, le tendrían bajo control.
A pesar de que no la conocía realmente, Lisa presentía que Nell MacDermott era alguien en quien podía confiar. A lo mejor Nell podía saber en qué estaba trabajando Jimmy por aquel entonces. Después de todo, habían llamado del despacho de su marido para hacerle una entrevista a Jimmy y traspasar después su solicitud de empleo a la Compañía Constructora Sam Krause. Lo que había empezado como un gesto de aparente bondad, había finalizado con la horrible muerte de su marido.
De algún modo, el dinero de aquellas cajas tenía que estar relacionado con lo sucedido. Y, a pesar de que lo necesitaba para pagar las facturas y comprar comida, sabía que no podría gastar ni un céntimo. Era dinero sucio, manchado ahora con la sangre de Jimmy.
A las diez, trató de llamar a Nell MacDermott. Sabía que vivía en Manhattan, por la calle Setenta, en el sector este, pero su teléfono no figuraba en el listín.
Entonces, Lisa recordó haber leído en un periódico que el abuelo de Nell, el ex congresista Cornelius MacDermott, regentaba una consultoría. Consiguió el número en información y decidió llamar. Quizá alguien podría ponerle en contacto con Nell.
Casi de inmediato, la atendió una agradable voz femenina que dijo ser Liz Hanley, la asistente del ex congresista Cornelius MacDermott.
Lisa no se anduvo con rodeos.
—Mi nombre es Lisa Ryan. Soy la viuda de Jimmy Ryan y debo hablar con Nell MacDermott.
Liz Hanley le pidió que se mantuviera a la espera. Al cabo de dos minutos, retornó la comunicación.
—Si llama ahora mismo, la puede encontrar en el 212-555¬6784. Está esperando su llamada.
Lisa le dio las gracias, cortó la conexión y marcó inmediata¬mente el número que acababan de darle. Respondieron tras la primera llamada. Cinco minutos después, a las diez y veinte, Lisa Ryan ya estaba camino de encontrarse con Nell MacDermott, la otra viuda víctima de la explosión.