El viernes por la tarde, en Filadelfia, Ben Tucker fue a la consulta de la psicóloga infantil, la doctora Megan Crowley.
Se sentó solo a esperar en la recepción, mientras su madre, entraba en otra estancia para hablar con la doctora. Sabía que él también iba a tener que hablar con esa mujer, pero no quería porque seguro que le preguntaría por su sueño y no le apetecía hablar de eso.
Cada noche soñaba lo mismo. Incluso durante el día, temía que al dar la vuelta a una esquina, la serpiente se le echara encima.
Sus padres trataron de convencerle de que lo que estaba viendo no era real, que sólo era un trastorno pasajero. Intentaron que entendiera que era muy duro para un niño de su edad contemplar una explosión tan terrible en la que había muerto gente, y que la doctora le ayudaría a superarlo.
«Pero no lo comprenden: no se trata de la explosión. Se trata de la serpiente».
Su padre le dijo que cuando pensara en aquel día de excursión en Nueva York, debía recordar la visita a la Estatua de la Libertad, en lo divertido que fue subir todas esas escaleras y en el hermoso panorama que podía contemplarse desde la corona de la estatua.
Ben había intentado verlo de ese modo. Incluso se forzó a pensar en la aburrida historia de cómo su tatarabuelo fue uno de los chicos que habían colaborado, con unos centavos, para que la Estatua de la Libertad fuera erigida. Pensó en todas las personas procedentes de otros países que habían pasado en barco junto al monumento y que lo habían contemplado extasiados y ansiosos por desembarcar en Estados Unidos. Pensó en todas esas cosas, pero no le ayudaron mucho. Siempre resurgía la imagen de la serpiente.
La puerta se abrió y apareció su madre acompañada de otra señora.
—Hola, Ben —dijo—. Soy la doctora Megan.
Era joven, no como el doctor Peterson, su pediatra, que era realmente viejo.
—La doctora Megan quisiera hablar contigo ahora, Benjy —dijo su madre.
—¿Vienes tú conmigo? —le preguntó, algo atemorizado.
—No, te esperaré aquí. Pero no te preocupes. Estarás bien y todo acabará antes de lo que esperas. Luego, saldremos a tomar algo.
Miró a la doctora. Sabía que iba a tener que ir con ella. «Pero no le voy a hablar de la serpiente», se prometió.
Sin embargo, la doctora Megan le sorprendió. No parecía querer hablar de la serpiente. Le preguntó por la escuela y él le dijo que hacía tercero. Luego le preguntó por los deportes y le respondió que la lucha era lo que más le gustaba y que, unos días antes, había ganado su combate, al abatir a su rival en treinta segundos. Después hablaron de la clase de música y dijo que era consciente de que no practicaba lo bastante, aunque añadió que ese mismo día había logrado tocar la flauta con las notas justas.
Hablaron de un montón de cosas, pero ni una sola vez le preguntó por la serpiente. Sólo que se volverían a ver el lunes siguiente.
—La doctora Megan es muy agradable —le dijo a su madre cuando bajaban en el ascensor—. ¿Podemos ir a tomar un helado ahora?