Abastecidos de bocadillos calientes de pastrami y unos vasos de café, Jack Sclafani y George Brennan regresaron a la oficina del primero, después de la misa. Comieron en silencio, ambos inmersos en sus pensamientos.
Luego, al unísono, metieron el papel de plata, las servilletas y los restos de pepinillos en bolsas de plástico y las tiraron a la papelera. Mientras acababan de sorber el café, se miraron el uno al otro.
—¿Qué me dices de la viuda Ryan? —preguntó Brennan—. Está asustada y terriblemente angustiada por algo. Huyó como un conejo cuando nos vio.
—¿Qué es lo que puede temer?
—Sea lo que sea, yo creo que quiere desahogarse, sacárselo de encima.
Brennan sonrió.
—¿Sentimiento católico de culpa? ¿Necesidad de confesarse?
Ambos hombres eran católicos practicantes y creían de común acuerdo que cualquiera que hubiera sido educado como católico tendría tentaciones de confesar sus pecados y pedir perdón. Solían bromear con que eso, a menudo, les facilitaba el trabajo.
Al salir de la iglesia, Jack Sclafani estaba más cerca de Lisa Ryan que su compañero, cuando ésta miró por encima del hombro de Nell MacDermott y les vio acercarse. «Tuvo un acceso de pánico —pensó—. Había miedo en sus ojos. Daría mucho por saber qué le estaba diciendo o qué le habría dicho a la señora MacDermott si no nos hubiera divisado».
—Creo que deberíamos hacerle una visita —dijo pausadamente—. Conoce algo que la atemoriza y no sabe qué hacer con ello.
—¿Crees que puede tener alguna prueba de que su marido provocó la explosión? —preguntó Brennan.
—Tiene alguna prueba de algo, pero es demasiado pronto para saber de qué. ¿Hay algún informe de la Interpol sobre Kaplan?
Brennan alcanzó el teléfono.
—Llamaré abajo para ver si se ha recibido algo desde que salimos.
El pulso de Sclafani se aceleró al ver la tensión repentina en el rostro de Brennan, en el momento en que le preguntó sobre las noticias de la Interpol. «Sabe algo», pensó.
Brennan terminó su llamada y colgó el auricular.
—Tal como sospechábamos, Kaplan tiene una ficha en Australia más larga que la barrera de coral. Casi todo pequeños delitos, salvo una acusación por la que pasó un año en la cárcel: le pillaron con explosivos en el maletero de su coche. Por aquel entonces, trabajaba para una compañía de derribos y robó los explosivos del trabajo. Afortunadamente le cogieron, pero nunca pudieron averiguar qué pretendía hacer con ellos. Las sospechas se centraban en que alguien le había pagado para que hiciera volar algo por los aires, pero jamás se pudo probar.
Brennan se levantó.
—Creo que es hora de que volvamos a ver a Kaplan de nuevo, ¿no?
—¿Orden de búsqueda?
—Sí. Con su expediente y la hostilidad declarada que tenía por Adam Cauliff, estoy convencido que el juez no pondrá reparos. La podríamos conseguir a última hora de la tarde.
—Sigo con ganas de ver a Lisa Ryan —dijo Jack Sclafani—. Incluso si viera a Kaplan con un cartucho de dinamita en la mano, tengo el presentimiento de que aquello que la atormenta es la clave de lo que sucedió esa noche.