Al término del almuerzo, Nell había insistido en ir sola a casa, paseando desde el Plaza. Sabía que caminar esas diez manzanas hasta su apartamento le iría bien y deseaba disponer de tiempo para pensar.
—Mac, estoy bien —le dijo a su abuelo, tratando de confortarle—. Deja de preocuparte.
Finalmente, pudo escaparse mientras seguía atendiendo a los últimos invitados, viejos amigos, peces gordos del partido. Varios de ellos apenas acababan de presentarle sus condolencias, cuando ya entraban a hablar sin reparos de política.
Mike Powers le había confiado:
—Nell, para decirlo claramente, Bob Gorman no ha hecho más que perder el tiempo en los dos años en que ha ocupado el escaño de Mac. Estamos encantados de que se vaya a trabajar con el señor Internet punto com. Adiós, pues. Contigo saldremos ganando.
«¿Puedo ganar? —Se preguntaba Nell, caminando por la avenida Madison hacia el norte—. ¿Aun sabiendo que sus antiguos jefes están tratando de echarles la culpa a Adam y Winifred por ofertas fraudulentas y sobornos que seguramente cometieron ellos? Qué fácil resulta culpar a dos personas que ya no están aquí para defenderse —pensó furibunda—. Y qué cómodo».
No obstante, Nell seguía acosada por un pensamiento persistente que le había estado royendo el subconsciente. «¿Era posible que Adam y Winifred hubieran muerto porque sabían demasiado acerca del escándalo de los sobornos que el fiscal del distrito estaba investigando?».
Si Adam estaba implicado de algún modo, incluso mínimamente, ella perdería sin duda el escaño; en el caso de que todo saliera a la luz después de que hubiera anunciado su candidatura.
«¿Y de qué iba esa escena en la iglesia aquella mañana? ¿Por qué tuvo Lisa un acceso de pánico al ver a los dos inspectores encargados de la investigación de la explosión del barco? ¿Era posible que su esposo fuera responsable de la misma? ¿O quizá no era más que el objetivo? Según lo que contaban los periódicos, Jimmy Ryan había estado desempleado durante cierto tiempo y su esposa alegaba que ello se debía al desliz de haber hecho públicas sus quejas por el material de segunda que estaban utilizando en la obra. ¿Sabía alguna otra cosa que le hiciera particularmente peligroso?».
Durante el paseo, Nell sintió cómo el sol se le reflejaba en el rostro. Levantando la cabeza para mirar a su alrededor, contempló el panorama de una perfecta tarde de junio. «Adam y yo siempre solíamos pasear por la avenida Madison», pensó tristemente. A ambos les gustaba mirar los escaparates, aunque muy raramente compraban algo. En ocasiones, decidían regalarse con un almuerzo en uno de los restaurantes de la zona, aunque a menudo se detenían simplemente a tomar café en algún bar.
Nunca dejaba de maravillarse ante el hecho de que tantos restaurantes lograran sobrevivir en aquella ciudad. Entonces, pasó ante dos de los más pequeños que conocía, ambos con pequeñas sillas y mesas de hierro forjado en el exterior.
Mientras observaba, dos mujeres se sentaron a mesas dejando los paquetes que llevaban a su lado.
—Las terrazas de los cafés me hacen sentir como si estuviera en París —dijo una de ellas.
«Adam y yo pasamos nuestra luna de miel en París —recordó—. Era la primera vez que él visitaba la ciudad y yo estaba encantada de pasearle… Mac se había enfadado tanto porque nos casáramos al poco de habernos conocido…».
—«Espera un año —le había aconsejado—. Entonces, te montaré una boda de la que hablará toda la ciudad. Además, será buena propaganda».
Él no podía entender por qué ella no deseaba una boda a lo grande, aunque los motivos eran obvios. Las grandes bodas eran para gente que tenía un montón de familia. Hubiera necesitado primas que le hicieran de damas de honor, abuelas que aportaran regalos cargados de sentimiento, sobrinas que llevaran flores y fueran las reinas de la velada.
Había hablado con Adam de todo ello. Una multitud de amigos no compensa la ausencia de familia cercana en un acontecimiento así. Y, dado que ninguno de los dos contaba con algo parecido, más allá de Gert y Mac, habían decidido casarse de la manera más sencilla.
—Celebremos una boda sencilla y en la intimidad —propuso Adam—. No necesitamos un montón de periodistas deslumbrándonos con sus flashes. Y si empiezo a invitar a mis amigos, no sabré cómo discriminar a unos o a otros.
«¿Dónde estaban hoy esos amigos?», se preguntó Nell.
Mac se enfureció cuando le dijo que ya habían decidido una fecha.
«—¿Quién diablos es ese tipo?, Nell, apenas le conoces. Muy bien, un arquitecto de Dakota del Norte que vino a Nueva York, donde empezó con un trabajillo de nada. ¿Qué más sabes de él?».
Mac, evidentemente, había indagado en su pasado.
«—La universidad a la que fue es una fábrica de mediocres, Nell. Hazme caso, ese individuo no procede de Stanford. Y sólo ha trabajado en proyectos de estar por casa, con empresas dedicadas a centros comerciales y asilos de ancianos. Ese tipo de cosas».
«Pero Mac, como siempre, ladraba pero no mordía cuando se trataba de mí», pensó Nell. Una vez que aceptó el hecho de que ella ya lo había decidido, tuvo el gesto de presentar a Adam a sus amigos Robert Walters y Len Arsdale, que le ofrecieron un buen trabajo.
Nell llegó a la puerta de su edificio. Once años atrás, cuando compró el apartamento, acababa de terminar sus estudios. Mac tampoco comprendió, entonces, por qué no seguía viviendo con él en la vieja casa familiar.
«—Algún día te presentarás al escaño por Nueva York y para eso tendrás que pasar por la Facultad de Derecho. Ahorra dinero» —había planteado Mac.
«—Llegó el momento» —había insistido ella.
Carlo, el portero, en aquel entonces era nuevo en el trabajo. Recordaba que la había ayudado a descargar el coche con las pocas cosas que se había traído de la casa de su abuelo. Hoy, al abrirle la puerta, su rostro aparecía nublado por la tristeza.
—Un día muy duro para usted, señora MacDermott —le dijo, compartiendo el dolor.
—Sí, Carlo, lo ha sido. —Nell se sintió extrañamente consolada por la voz de aquel hombre.
—Espero que, al menos, pueda descansar el resto de la jornada.
—Eso es exactamente lo que voy a hacer.
—Sabe, estaba pensando en la mujer que solía trabajar para el señor Cauliff —dijo Carlo.
—¿Te refieres a Winifred Johnson?
—Sí, ésa. Estuvo aquí la semana pasada, el día del accidente.
—Cierto.
—Se ponía siempre tan nerviosa cuando venía aquí. Parecía tan tímida.
—Era muy tímida —dijo Nell.
—La semana pasada, cuando le abrí la puerta al salir, sonó su teléfono móvil. Se detuvo para responder. No pude dejar de escuchar algo al vuelo. Era su madre. Me parece que está en una residencia para la tercera edad.
—Sí. Está en la Residencia de los Viejos Bosques de White Plains. El padre de una amiga mía estuvo allí. Es de lo mejor que hay.
—Me parece que la señora Johnson se quejaba de lo deprimida que se sentía —dijo Carlo—. Espero que la anciana tenga a alguien que la visite ahora que la señorita Johnson ha muerto.
Una hora después, ya duchada y vestida con una chaqueta de algodón y pantalones holgados, Nell cogió el ascensor hasta el garaje y entró en el coche. Se avergonzó de no haber pensado antes en contactar con la madre de Winifred, como muestra de respeto y para ver si podía hacer algo por ella.
Pero mientras Nell se dirigía por la siempre atestada circunvalación de F. D. Roosevelt, reconoció que había otro motivo en su repentina visita a la Residencia de los Viejos Bosques. La amiga cuyo padre había residido allí siempre se quejaba de lo caro que resultaba ese sitio. Nell empezaba a preguntarse durante cuánto tiempo había estado la señora Johnson viviendo allí y cómo se las había apañado Winifred para hacerse cargo de la estancia.
Recordaba que Adam le había dicho que Winifred conocía todos los pormenores de los contratos en el negocio de la construcción. Y Mac había sugerido que Winifred podía no ser la mosquita muerta que todos suponían.
En aquel momento, se preguntaba si las necesidades de una madre con problemas no habrían impelido a Winifred a cometer prácticas fraudulentas para aumentar sus ingresos. Quizá sabía algo acerca de los sobornos que Walters y Arsdale le habían mencionado a Mac. Y quizá fuera ella el motivo por el que el barco explotó y Adam había muerto.