Después de la llamada de su colega para informarle sobre el tipo que había detenido en el muelle, el día anterior, Jack Sclafani salió a toda prisa hacia el centro para encontrarse con George Brennan.
—Es demasiado fácil —le dijo Brennan—. Si te fijas en el modo en que todo esto va tomando forma, ese tío no sólo lo hizo, sino que luego se sentaba allí esperando a que le arrestáramos. Puso a Jack en antecedentes sobre el individuo.
—Treinta y ocho años. Criado en Manhattan, en Stuyvesant, calle 14 Este. Siempre metido en problemas. Su expediente del Tribunal de Menores está cerrado y archivado, pero como adulto cumplió un par de condenas breves en la isla de Riker por peleas en los bares. Se comporta de un modo realmente desagradable cuando se acerca a una botella o consume drogas.
Brennan sacudió la cabeza en un gesto de fastidio mientras proseguía.
—Su padre y abuelo fueron peleteros de prestigio. La madre es una buena mujer. La familia poseía un edificio en la calle Veintiocho. Adam Cauliff lo compró a la madre de Kaplan, a un precio razonable, el año pasado. Kaplan llegó a Nueva York el mes pasado, después de pasar cinco años en Australia. Por lo que dicen los vecinos, montó en cólera cuando supo que su madre había vendido el edificio. Lo que parece sublevarle es que el terreno triplicó su precio porque la mansión Vandermeer, la vieja casa de al lado declarada monumento histórico, se quemó el pasado mes de septiembre. No puedes ser un monumento histórico cuando te conviertes en un montón de cenizas, así que la propiedad se vendió a Peter Lang, el tiburón inmobiliario que, si lo recuerdas, debía de estar en el barco cuando explotó, pero que no llegó a la reunión por un accidente que tuvo de camino.
Brennan bajó la vista hacia su escritorio y alcanzó el café que había dejado enfriar.
—Adam Cauliff tenía un trato con Lang para construir un complejo comercial, oficinas y viviendas de cierta categoría, en el terreno de las dos parcelas. Diseñó una torre que iba a erigirse sobre el mismo enclave en el que los Kaplan solían colgar sus pieles. De modo que tenemos un móvil, el joven Kaplan estaba furioso por el hecho de que el terreno se hubiera vendido por mucho menos de lo que acabó valiendo, y la oportunidad. Pero ¿nos basta para arrestarlo y condenarlo? En absoluto, pero es un buen comienzo. Ven conmigo, está dentro.
Kaplan levantó la vista e hizo un ademán despectivo al verlos entrar.
Jack no necesitaba echarle una segunda ojeada para saber que estaban tratando con un malhechor de segunda. El aspecto le delataba. Los ojos huidizos, la mueca de desdén que parecía llevar grabada, el modo en que se sentaba a horcajadas, como listo para saltar y atacar… o escapar. Además de un tenue aroma dulzón de marihuana que desprendían sus ropas.
«Seguro que en Australia también se ha labrado una buena hoja de servicios», pensó Jack.
—¿Estoy arrestado? —preguntó.
Los dos inspectores se miraron.
—No. No lo está —dijo George Brennan.
Kaplan tiró la silla para atrás.
—Pues me largo.
George Brennan esperó a que se fuera, entonces se volvió hacia su viejo amigo y le preguntó con aire meditabundo:
—¿Qué te parece?
—¿Kaplan? Es un matao —dijo Jack Sclafani—. ¿Le creo capaz de volar por los aires aquel barco? Sí, le creo capaz —se detuvo—. Lo que me inquieta es que si fue él quien mandó a toda esa gente al reino de los cielos, no me parece que sea tan estúpido como para ir a pasear por los muelles. Puede que sea un tipo ruin, pero ¿es un idiota?