Cornelius MacDermott llegó al apartamento de Nell a las seis en punto. Al abrir ella la puerta, se miraron distantes y silenciosos por un momento. Entonces, Mac se aproximó y la abrazó.
—Nell —dijo—, ¿recuerdas lo que dicen los viejos irlandeses a la viuda durante el velatorio? Dicen: «Lamento tu pesar». Tú solías pensar que era el comentario más idiota del mundo. Con tu tono de sabelotodo de entonces, dijiste: «No lamentas el pesar de alguien. Lamentas que esté experimentando ese pesar».
—Lo recuerdo —dijo Nell.
—¿Y qué te dije yo?
—Dijiste que esa expresión significa: «Tu pesar es el mío. Comparto tu dolor».
—Exacto. Pues piensa en mí como en uno de esos viejos irlandeses porque, en verdad, tu pesar es el mío. Y hazte una idea de hasta qué punto lamento lo que le ha sucedido a Adam. Haría cualquier cosa por ahorrarte el dolor que estás pasando en estos momentos.
«Sé justo con él —se dijo Nell—. Mac tiene ochenta y dos años. Me ha querido y se ha ocupado de mí desde que era una niña. Quizá no podía evitar sentir celos de Adam. Había multitud de mujeres que hubieran estado encantadas de casarse con Mac después de la muerte de Gram. Yo fui la razón más probable de que no hiciera caso a ninguna de ellas».
—Sé que lo harías —le dijo— y estoy contenta de que estés aquí. Supongo que sólo necesito un poco de tiempo para dejar que las cosas se aposenten de nuevo.
—Bien, desgraciadamente, no tienes tanto tiempo —le dijo Mac, en tono brusco—. Ven. Vamos a sentarnos. Tenemos que hablar.
Sin saber a qué atenerse, ella obedeció y le siguió hasta el salón. Tan pronto como estuvo sentado, Mac inició su diatriba.
—Nell, entiendo que éste es el peor momento para ti, pero hay algunas cosas de las que tenemos que hablar. Todavía no hemos celebrado la misa en memoria de Adam y ya te estoy presionando con cuestiones delicadas. Lamento tener que ser tan expeditivo. Quizá quieras echarme de casa y, si lo haces, lo entenderé. Pero hay cosas que no pueden esperar.
Nell sabía qué es lo que iba a decir seguidamente.
—Éste no es cualquier año electoral: es el año de las elecciones presidenciales. Sabes tan bien como yo que puede suceder cualquier cosa, pero nuestro hombre va en cabeza con diferencia y, a menos que haga algo verdaderamente estúpido, será el próxi-mo presidente de la nación.
«Probablemente lo será —pensó Nell—. Y será bueno». Por primera vez desde la muerte de Adam, sintió que algo se agitaba en su interior, como un primer indicio de que la vida regresaba a ella. Miró a su abuelo y vio que sus ojos brillaban más de lo habitual últimamente. Nada como una campaña electoral para que el viejo carro de combate vuelva a funcionar.
—Nell, acabo de saber que un par de tipos más van a salir al ruedo a luchar por mi escaño: Tim Cross y Salvatore Bruno.
—Hasta ahora, Tim Cross no ha hecho más que estorbar en el consejo y Sal Bruno lleva perdidos en Albany más votos que personas censadas tiene la ciudad —replicó Nell.
—Ésa es mi chica. Podrías haber ganado ese escaño.
—¿Podría? ¿De qué estás hablando, Mac? Me voy a presentar. Tengo que hacerlo.
—Puede que no tengas la ocasión de hacerlo.
—Te lo repito: ¿de qué estás hablando?
—No resulta fácil decirlo, Nell, pero Robert Walters y Len Arsdale vinieron a verme esta mañana. Una docena de contratistas han firmado declaraciones en las que afirman haber pagado millones de dólares en sobornos y comisiones a Walters & Arsdale con el fin de conseguir las grandes contratas. Robert y Len son dos hombres sin tacha. Les conozco de toda la vida y nunca harían una cosa así. No aceptaban sobornos.
—¿Qué estás tratando de decirme, Mac?
—Nell, trato de decirte que Adam podía estar implicado en el asunto.
Miró a su abuelo un instante y sacudió la cabeza.
—No, Mac. No me lo creo. No lo haría. Además, resulta de lo más fácil y oportuno dejar que las culpas recaigan sobre un hombre muerto. ¿Alguien ha afirmado que le había entregado dinero a Adam?
—Winifred era la mediadora.
—¡Winifred! Por Dios santo, Mac. Esa mujer tenía la malicia de una coliflor. ¿Qué puede hacerte pensar que sería capaz de implicarse y controlar el pago de sobornos?
—Pues de eso se trata. Robert y Len apuntan que Winifred conocía el paño por dentro y por fuera y que habría sabido amañar algo así, pero también son conscientes de que nunca habría tratado de hacerlo por su cuenta.
—Mac —protestó Nell—, ¿quieres prestar atención a lo que dices? Crees en la palabra de tus viejos colegas como si ellos fueran nieve inmaculada y mi marido un ratero. ¿No te parece posible que al morir les haya procurado el chivo expiatorio perfecto para sus irregularidades?
—Bien, déjame preguntarte una cosa: ¿de dónde sacó Adam el dinero para comprar aquella propiedad en la calle Veintiocho?
—Lo sacó de mí.
Cornelius MacDermott la miró fijamente.
—No me digas que has echado mano de tu fondo fiduciario.
—Es mío, ¿no te parece? Le presté a Adam el dinero para que adquiriera la propiedad y abriera su propio despacho. Si hubiera estado aceptando dinero, como tú dices, ¿habría necesitado pedírmelo?
—Lo hubiera hecho con el fin de no dejar rastro de papeleo. Nell, debes ser consciente de una cosa: si resulta que tu marido estaba implicado en un escándalo de soborno, ya te puedes despedir de tus posibilidades como congresista.
—Mac, en este momento estoy mucho más preocupada en proteger la memoria de mi marido que en mi propio futuro político.
«Todo esto no puede ser verdad —pensó, pasándose las manos por la cara—. En pocos minutos, me habré despertado de una pesadilla, Adam estará aquí a mi lado y nada habrá sucedido».
Nell se levantó en silencio y se acercó a la ventana. «Winifred. La plácida y tímida Winifred. Cuando la vi salir del ascensor supe que iba a morir. ¿Podría haberlo prevenido? —se preguntó—. ¿Podría haberla advertido?
»Por lo que Mac dice, Walters y Arsdale están seguros de que estaba estafando. No creo que Adam la hubiera llevado consigo a su nuevo despacho, si creyera que era deshonesta. Está claro —decidió—. Si había sobornos, Adam no sabía absolutamente nada».
—Nell, te das cuenta de que todo esto arroja una luz enteramente nueva sobre la explosión —dijo Mac, interrumpiendo sus pensamientos—. No pudo ser un accidente y, con casi toda seguridad, se hizo para evitar que alguien hablara con la oficina del fiscal del distrito.
«Es como el remolino —pensó Nell, volviéndose hacia su abuelo—. Una ola tras otra siguen rompiendo contra mí y no puedo mantenerme a flote. Me van arrastrando mar adentro.
Hablaron unos minutos más acerca de la explosión y del plan de soborno descrito por Walters y Arsdale. Al ver que Nell se estaba ensimismando cada vez más, Mac trató de persuadirla para ir a cenar, pero ella rechazó la invitación.
—Ahora no podría comer nada. Pero pronto, te lo prometo, muy pronto seré capaz de poder hablar de todo esto —dijo.
Al marcharse Mac, Nell fue al dormitorio y abrió la puerta del armario de Adam. La americana azul marino que había llevado en Filadelfia seguía colgada de la percha donde la había dejado esa misma mañana. «Cuando Winifred vino el viernes por la tarde, le debí dar la otra —pensó—, que es igual que ésta, pero con los botones plateados. De modo que ésta es la que llevaba el día antes de morir».
Nell la descolgó y deslizó sus manos por las mangas. Había esperado consolarse, como si los brazos de Adam pudieran aún rodearla, pero, en cambio, le invadió una impresión de fría alienación, seguida del recuerdo repentino de la agria discusión mantenida por ambos y que había ahuyentado a Adam de casa, aquella última mañana de su vida.
Con la americana puesta, se puso a recorrer una y otra vez la estancia. Un indicio, inoportuno e ingrato, tomaba forma en su cabeza. Adam se había comportado de un modo muy extraño durante meses. Aparte de la presión y el desasosiego de abrir despacho nuevo, ¿podía haber algo más que le alterara? ¿Era posible que hubiera estado sucediendo algo grave que ella no llegó a percibir? ¿Tenía algo que temer de la investigación que se iba a poner en marcha?
Se detuvo un momento y permaneció como estática, sopesando las palabras de Mac. Entonces sacudió la cabeza. «No. Nunca me creeré una cosa así».