En los dos años transcurridos desde su llegada a Nueva York procedente de Florida, la médium Bonnie Wilson se había creado una sólida clientela a la que solía citar en su apartamento de la sección oeste de la ciudad.
A sus treinta años, delgada, pelo lacio oscuro que le caía sobre los hombros, piel clara y rasgos agradables, Bonnie semejaba más una modelo que una maestra de los fenómenos parapsicológicos. No obstante, se había asentado de manera envidiable en el negocio y era especialmente requerida por todos aquellos ansiosos por establecer contacto con sus seres queridos ya fallecidos.
Ante un recién llegado, se solía explicar del siguiente modo: «Todos tenemos determinadas capacidades mentales, algunos más que otros. De todos modos, se pueden ir desarrollando con el tiempo. En mi caso, sin embargo, esa facultad ya estaba perfectamente sintonizada desde que nací. Incluso de niña, tenía la capacidad de sentir lo que pasaba en la vida de los demás, intuir de manera instintiva sus preocupaciones, ayudarles a encontrar las respuestas que buscaban.
»Mientras seguía estudiando, elaborando y relacionándome con grupos de gente que compartían este don especial, tuve la certeza de que cuando las personas venían a consultarme sobre aquellos a quienes amaban y que se hallaban ya en un plano superior, acudían a reunirse con nosotros. A veces, sus mensajes eran concretos. En otras ocasiones, sólo querían que los que estaban de luto supieran que eran felices y que su amor era eterno. Con el tiempo, mi capacidad para comunicar se ha ido perfeccionando. Hay gente que encuentra inquietante lo que les digo, pero la mayoría sienten un gran alivio. Estoy siempre deseosa de ayudar a los que vienen a mí y sólo pido que traten con el mayor respeto mi modo de proceder. Quiero ser de ayuda, pues Dios me ha otorgado este don y mi obligación consiste en compartirlo con los demás».
Bonnie asistía regularmente a las reuniones de la Asociación Psíquica de Nueva York, que solían tener lugar el primer miércoles de cada mes. Aquel día, tal como ya suponía, Gert MacDermott, habitual de aquellas sesiones, no se había presentado. Con tono pausado, los participantes comentaban la horrible tragedia que se había cernido sobre la familia. Gert, persona siempre locuaz, se sentía extremadamente orgullosa de su brillante sobrina y, a menudo hablaba de sus facultades psíquicas. Incluso había mencionado voluntad de hacerla participar en el grupo, pero hasta el momento no había logrado persuadirla.
—Conocí al marido de la sobrina, Adam Cauliff, en una de las veladas en casa de Gert —le dijo el doctor Siegfried Volk a Bonnie—. Gert parecía tenerle mucho cariño. No creo que él estuviera muy interesado en nuestra disciplina, pero ella estaba encantada de poder disfrutar de su compañía. Era un hombre encantador. Ya le mandé a Gert una nota expresando mis condolencias y espero llamarla la semana que viene.
—También yo pensaba visitarla —dijo Bonnie—. Quiero ayudarla a ella y a su familia en todo lo que pueda.