El miércoles por la tarde, la vecina de Lisa, Brenda Curren, y su hija de diecisiete años, Morgan, se presentaron para recoger a los niños Ryan, llevarlos al cine y, luego, a cenar.
—Venga, subid al coche con Morgan —ordenó Brenda—. Quiero hablar con vuestra madre un minuto. —Entonces esperó a que todos salieran—. Lisa, no te preocupes. Estarán bien con nosotros. Hiciste lo correcto al no llevarlos hoy a la escuela, ahora necesitas algo de tiempo para ti misma.
—Oh, Brenda, no lo sé —dijo Lisa, sumida en un hondo pesar—. Todo lo que veo ante mí es el tiempo infinito. Cuándo pienso en ello, me pregunto qué es lo que voy a hacer yo con todas esas horas y días. —Miró a su vecina y advirtió su expresión preocupada—. Pero tienes razón. Necesito un poco de tiempo para mí sola. Tengo que hurgar en el escritorio de Jimmy y rellenar la solicitud de los niños para la Seguridad Social. Al menos, de ahí sacaremos algo de dinero mientras trato de averiguar qué vamos a hacer.
—Tienes seguro, ¿verdad? —Preguntó Brenda, cuya expresión agradable se emborronaba por la preocupación—. Lo siento —añadió enseguida—. Ya sé que no es asunto mío. Sólo que Ed es siempre tan consciente de estas cosas que es lo primero que ahora me viene a la cabeza.
—Tenemos un seguro —dijo Lisa.
«Lo justo para enterrar a Jimmy y poco más», pensó. Pero lo guardó para sí, ya que no le apetecía confesarlo ni a una buena amiga como Brenda.
«Guárdate tus cosas para ti sola —era la advertencia que le había escuchado pronunciar siempre a su abuela—: lo que tengas o no tengas no es asunto de nadie, Lisa. Déjales que conjeturen».
«Sólo que no hay mucho con que conjeturar —pensó Lisa, sintiendo la presión de la carga que se le venía encima—. Todavía debemos catorce mil dólares de los intereses del crédito y con un dieciocho por ciento mensual».
—Lisa, Jimmy siempre se ocupó de arreglarlo todo en vuestra casa. Ed no es tan mañoso como él, pero me ha dicho que, en caso de que lo necesites, procurará hacer lo que pueda. Ya sabes que los lampistas y electricistas cuestan un dineral.
—Sí, lo sé.
—Lisa, sabes también lo mucho que sentimos todo esto. Era un gran tipo y os queremos a los dos. Haremos cualquier cosa por ayudarte. Puedes estar segura.
Lisa percibió las lágrimas que Brenda trataba de ocultar, parpadeando, y se forzó en sonreír.
—Ya lo sé. Y ya me estás ayudando. Anda, ve y que se diviertan los niños.
Acompañó a Brenda a la puerta y regresó por el estrecho pasillo. La cocina era lo bastante grande para que cupieran una mesa y sus sillas, aunque no lo suficiente para dejar de estar siempre abarrotada. El escritorio era de obra, un elemento que al agente de la propiedad le pareció fuera de lugar cuando había ido a visitar la casa, por primera vez, años atrás.
—No se suelen añadir elementos de obra de este presupuesto —había exclamado el hombre cuando ella le comunicó su intención.
Lisa observó la pila de sobres sobre el escritorio. La hipoteca, el gas y el teléfono ya llevaban una semana de retraso. «Si Jimmy estuviera en casa, nos habríamos sentado allí para hacer cuentas y pagarlo todo durante el fin de semana, y así evitar recargos por atrasos. Ahora todo esto es cosa mía, algo que voy a tener que hacer aprovechando todo el tiempo disponible», pensó.
Rellenó los cheques para las facturas y, con el corazón en puño, agarró otro montón de sobres sujetos con una goma elástica. Las facturas de las tarjetas de crédito, tantas y tantas de ellas. No se atrevió a anotar más que una cifra testimonial en los talones para cada una de ellas.
Después pensó en limpiar el cajón del escritorio. Amplio y profundo, se había convertido en el auténtico cajón de sastre donde iba a parar una gran cantidad de correo inútil que, inmediatamente, debería haberse tirado. «Cupones para comprar cosas de las que nunca llegamos a servirnos —pensó—. Incluso cuando no teníamos nada de dinero para extraer y no había modo alguno de pagarlas, Jimmy seguía recortando fotos de herramientas de los catálogos. Cosas que deseaba comprar, algún día, cuando pudiera pagarlas».
Agarró un puñado de papeles sueltos y advirtió un sobre lleno de cálculos. No necesitaba examinarlos para saber de qué trataba. ¿Cuántas veces había visto a Jimmy sentado en el escritorio, sumando facturas, abatido y desalentado a medida aumentaban? Era uno de los panoramas más familiares de aquellos años.
«Luego, bajaba al sótano y se entretenía en su mesa de trabajo simulando que arreglaba algo —pensó—. Sólo para que yo viera lo preocupado que estaba. ¿Por qué no dejó de preocuparse una vez que volvió a trabajar?». Ésa era la pregunta que la había estado martirizando durante esos últimos años. Casi sin pensarlo, atravesó la estancia y abrió la puerta del sótano. Mientras bajaba las escaleras, trató de no pensar en cómo Jimmy se había afanado por transformar aquel espacio inhóspito en un salón familiar confortable y en su propio taller.
Se dirigió hacia allí y encendió la luz. «Ni los niños ni yo nos acercábamos aquí. Era como su santuario. Decía que le daba miedo que alguien se hiciera daño con alguna de las herramientas». Ahora resultaba doloroso ver lo limpio y ordenado que está cuando, habitualmente, solía estar abarrotado de las herramientas que Jimmy usaba para cualquiera de los proyectos en los que estuviera inmerso. En aquel momento, estaban todas en su sitio, alineadas en el panel colgado sobre la mesa, mientras los caballetes para aserrar, que a menudo sostenían láminas de cartón de fibra o de madera contrachapada, estaban arrinconados en la esquina junto al fichero.
Ahí estaba el fichero que Jimmy utilizaba para el papeleo de los impuestos y otros documentos que consideraba necesario guardar. Era algo que, en algún momento, iba a tener que revisar cuidadosamente. Lisa abrió el cajón superior y hojeó las cartillas de papel Manila debidamente etiquetadas. Tal como esperaba, contenían declaraciones de Hacienda secuencialmente numeradas. Al abrir el segundo cajón, advirtió que Jimmy había quitado los divisores. Copias perfectamente dobladas y hojas de datos específicos se amontonaban unas sobre las otras. Sabía de qué se trataba: eran sus planos. Planos para terminar el sótano, planos para la tarima de la cama en la habitación de Kyle, planos para cerrar con mamparas el porche del salón.
«Quizá estaban, incluso, los planos para la casa de nuestros sueños —pensó—. Aquella que algún día sería nuestra. Me los dibujó como regalo de Navidad hacía dos años y medio, antes de perder su trabajo. Me había preguntado, exactamente, lo que quería tener en la casa e hizo los planos de acuerdo con esos requisitos, habilitando el espacio en función de todo lo que yo le pedía».
Emocionada ante ese recuerdo, Lisa se había dejado llevar por la imaginación. Había pedido una cocina con una claraboya que fluyera hacia el salón familiar, donde levantaría un hogar. También pidió un comedor con asientos al pie de los ventanales y un vestidor junto al dormitorio principal. A partir de todas aquellas descripciones, Jimmy construyó una maqueta a escala.
«Espero que guardara aquellos planos», pensó. Alargó la mano en el cajón y cogió un montón de papeles. Sin embargo, no había tantos como parecía en un principio y debajo de ellos, al fondo del cajón, vio un paquete abultado, envuelto con papel de embalar y cordel. Eran dos cajas estrechamente encajonadas y tuvo que arrodillarse y deslizar las manos por debajo hasta conseguir liberarlas.
Las puso sobre la mesa, agarró una navaja del panel de herramientas, cortó el cordel, quitó el papel y levantó la tapa de la primera caja.
Entonces, con una mezcla fascinada de horror e incredulidad, fijó la mirada en los fajos de billetes que yacían apilados ordenadamente dentro de la caja: billetes de veinte, cincuenta y algunos de hasta cien dólares, viejos y nuevos. En la segunda, eran todos de cincuenta.
Una hora más tarde, tras un esmerado cálculo, seguido de recuento todavía más cuidadoso, Lisa admitió asombrada que en el sótano de su casa había cincuenta mil dólares, guardados por Jimmy Ryan, su amado esposo quien, de pronto, parecía haberse convertido en un extraño.