—Nell, no puedo decirte cuánto lo siento. Todavía no me lo puedo creer. Es inconcebible.
Peter Lang estaba sentado frente a Nell en el salón del apartamento. Todavía tenía la cara dolorida y el labio hinchado. Se le veía verdaderamente afectado y su conducta distaba mucho de la del personaje seguro de sí mismo y convencido que solía proyectar. Nell percibió, por primera vez en su vida, algo de simpatía por aquel hombre. En el pasado, siempre se había sentido asqueada por sus maneras. El gallito del lugar, como solía llamarle desdeñosamente Mac.
—Estaba tan molido que, al llegar a casa por la noche, desconecté el teléfono y me fui a la cama. Entonces, los medios de comunicación localizaron a mis padres en Florida. No veas qué suerte que no les diera un ataque al corazón a los dos. Mamá no podía parar de llorar cuando supo que estaba bien. Casi sigue sin creérselo. Ayer me llamó cuatro veces.
—Lo puedo entender —dijo Nell, mientras pensaba en cuál habría sido su reacción si Adam hubiera llamado diciéndole que no estaba a bordo, que algo le había entretenido y que Sam procedió con la reunión sin él.
Supongamos…
«Pero eso no tenía razón de ser. La suposición era absurda. Los otros no habrían salido en el barco de Adam sin él —se vio obligada a aceptar—. El barco de Adam, que llevaba mi nombre. Algo en lo que ni siquiera quise jamás poner el pie y le puso mi nombre… Y se convirtió en su ataúd», pensó Nell.
«¡No, no en su ataúd!». El domingo hallaron restos corporales identificados como los de Jimmy Ryan. Hasta la fecha, era el único que iba a tener un funeral con ataúd. Las posibilidades hallar e identificar otros cuerpos, o partes de los mismos, parecían ser ínfimas. Adam, Sam Krause y Winifred debían de haberse quemado o saltado en pedazos. Si todavía quedaban restos suyos, las fuertes corrientes los barrerían probablemente de la bahía, más allá del puente Varrazano, incluso hasta el océano Atlántico.
«No quemado, Nell, sino incinerado y enterrado en el mar Trata de verlo de ese modo».
Eso era lo que monseñor Duncan le había dicho en el momento de hacer las disposiciones funerarias para la misma en memoria de Adam.
—El jueves se celebrará una misa por Adam —le dijo a Lang, interrumpiendo el silencio que reinaba entre ellos.
De entrada, Lang no dijo nada y luego empezó a hablar suavemente.
—Hay cantidad de rumores circulando, Nell. ¿La policía ha confirmado que fue una bomba lo que destruyó el barco?
—No, no lo ha confirmado oficialmente.
Sabía de las sospechas acerca de una bomba y era un pensamiento que la obsesionaba. ¿Quién iba a hacer una cosa así? ¿Un acto de violencia al azar como cuando alguien dispara a la gente en masa por la calle? ¿O quizá se trata de un resentido, celoso del propietario de aquel estilizado barco nuevo y con ganas de darle su merecido? Fuera cual fuese el motivo, era algo que necesitaba saber, necesitaba quitárselo de encima, antes de dar por terminado este terrible asunto.
La esposa de Jimmy Ryan también necesitaba esa respuesta. Había llamado el día después de la tragedia, tratando de comprender por qué estaba muerto su marido.
«Señora Cauliff, me siento como si la conociera. La he visto en televisión, leo su columna en los periódicos y, a lo largo de años, he leído sobre usted y de cómo su abuelo la crió después de la muerte de sus padres. Lo lamento terriblemente. Ha sufrido mucho en la vida. No sé lo que le habrán contado de mi marido, pero no quiero que piense que alguien a quien yo amaba fue el causante de lo ocurrido. Jimmy no hizo esto. Fue una víctima lo mismo que su marido. Sí, estaba deprimido. Había estado sin trabajo durante mucho tiempo y teníamos un montón de facturas a las que hacer frente. Pero las cosas iban mejorando y, en buena medida, gracias a su marido. Sé con seguridad lo muy agradecido que le estaba a él y a quien fuera que trasladó su licitud a la constructora de Krause. Pero ahora la policía insinúa que fue él quien causó la explosión. Quiero que sepa que por más pensamientos de suicidio que Jimmy albergara —y por más que me duela, debo admitir que los tenía—, nunca jamás causaría la muerte de otro ser humano. ¡Nunca! Era un hombre bueno, un padre y marido excelentes. Yo le conocía, nunca habría hecho algo así».
Las fotos del funeral de Jimmy Ryan habían aparecido en la página tres del Post y en la portada del News. Lisa Ryan, con sus tres hijos agrupados a su lado, aparecía caminando tras el ataúd que albergaba los restos despedazados de un padre y esposo. Nell cerró los ojos.
—Nell, la semana que viene me gustaría repasar algunos asuntos de negocios contigo —dijo Lang, con tacto—. Hay algunas decisiones que debo tomar y necesito tu colaboración. Pero ya tendremos tiempo para eso. —Se levantó—. Trata de descansar. ¿Puedes dormir bien por la noche?
—Bastante, teniendo en cuenta por lo que estoy pasando. La alivió cerrar la puerta detrás de Peter Lang, avergonzada por cierto resentimiento que la embargaba por el hecho de que fuera él quien había sobrevivido. En unos pocos días sus moretones desaparecerían y la hinchazón del labio no sería más que una anécdota.
—Adam —dijo en voz alta—. Adam —repitió, pausadamente, como si estuviera escuchando.
No hubo respuesta.
La tormenta del viernes por la noche dio fin al cálido intervalo. Ahora el tiempo resultaba desacostumbradamente fresco para el mes de junio. En el edificio ya habían cambiado la calefacción por el aire acondicionado y, a pesar de haberlo apagado, el apartamento seguía estando frío. Nell se apretó con los brazos y se fue al dormitorio a buscar un suéter.
Liz, espléndida como siempre, se acercó por el apartamento el sábado por la mañana con una bolsa de la compra.
—Tienes que comer —dijo vivamente—. No sabía lo que tenías en casa así que traje pomelo, beicon y panecillos frescos.
Después de una segunda taza de café, añadió:
—Nell, ya sé que no es problema mío, pero lo es en cierto modo. Mac está destrozado por ti. No le excluyas.
—Él excluyó a Adam y, ahora mismo, me cuesta mucho pensar en el perdón.
—Pero sabes que deseaba de corazón lo que fuera mejor para ti. Sentía que lo que era bueno para ti, o sea, presentarte al cargo tenía que ser bueno para tu matrimonio.
—Bueno, supongo que ya nunca lo sabremos, ¿verdad?
—Piensa en ello.
Desde aquella mañana, Liz había venido a verla cada día.
—Mac todavía no tiene noticias tuyas, Nell —comentó, tristemente, aquel día.
—Le veré en la misa. Después comeremos juntos aquí con los demás. Ahora mismo necesito acostumbrarme a esto sin soportar su presencia, atosigándome.
«Acostumbrarme a esta casa que compartí con Adam durante los tres últimos años. Acostumbrarme a estar sola», pensó. Había comprado el apartamento hacía once años, después de licenciarse en Georgetown, empleando el dinero que le administraban hasta que cumpliera veintiún años. Era un momento en que el volátil mercado inmobiliario neoyorquino atravesaba uno de sus períodos de escasez, cuando los vendedores superaban en mucho a los compradores y un espacioso apartamento en condominio resultaba una inversión excelente.
«Sea cual sea el nido al que te lleve, dudo que se encuentre por aquí —había bromeado Adam, cuando empezaron a hablar de matrimonio—. Pero dame diez años y te prometo que el panorama va a cambiar».
«¿Por qué no pasamos esos diez años aquí mismo? A mí encanta este sitio», había respondido ella.
Después recordó cómo había vaciado dos de los grandes armarios y cogido de casa de Mac la antigua cómoda de su padre. Se dirigió entonces hacia ésta y agarró la bandeja oval de plata que estaba junto a su foto de bodas. Allí era donde Adam depositaba siempre su reloj, llaves, cartera y las monedas cuando se desvestía por las noches.
«No me había dado cuenta de hasta qué punto me sentía sola hasta que nos casamos y él pasó a estar siempre conmigo —pensó—. El jueves por la noche se desvistió en la habitación de invitados. No quería despertarme. Y no quise que notara que ya estaba despierta por temor a tener que hablar acerca de mi jornada y de mi decisión de presentarme al escaño de Mac».
De pronto, le pareció tremendamente importante y molesto el hecho de haberse perdido aquel ritual familiar que su marido practicaba, cada noche, antes de acostarse. Liz había sugerido venir, en algún momento de la semana siguiente, para ayudar a Nell a empaquetar la ropa y los efectos personales de Adam.
—Sigues diciendo que su muerte no te parece real, Nell, y no creo que sepas cuándo empezará a cicatrizar todo esto. Quizá resultará más fácil y real cuando todos sus recuerdos dejen de estar aquí.
«Pero todavía no —pensó Nell—. ¡Todavía no!».
Sonó el teléfono y lo cogió con desgana.
—¿Diga?
—¿Señora Cauliff?
—Sí.
—Soy el inspector Brennan. ¿Le importunaría mucho si yo y mi colega Sclafani le hacemos una visita para hablar un rato?
«Ahora no —pensó Nell—. Necesito estar sola. Necesito agarrarme a la idea de Adam y sentirme cerca de él».
La tía Gert le había enseñado a mantenerse en contacto con un ser querido ya difunto, sosteniendo un objeto que había pertenecido a su madre. Recordaba que habían pasado seis meses después de la muerte de sus padres y estaba arriba en su habitación de la casa de Mac, acuclillada en una silla, agarrada a un libro sobre el que debía redactar un trabajo. No lo estaba leyendo, pero tampoco oyó entrar a la tía Gert.
«Estaba allí sentada, mirando por la ventana —pensó—. Les quería tanto a los dos; pero en ese momento era mi madre a quien necesitaba. Deseaba que estuviera conmigo. Gert entró y se arrodilló a mi lado. Su voz era tan suave».
—Di un nombre.
—Mamá —susurró.
—Lo sabía —dijo Gert— y te he traído algo. Una de esas cosas que tu abuelo no pensaba que valiera la pena conservar. «Se trataba de una cajita de marfil que mamá tenía en su tocador cuando yo era pequeña. Desprendía un especial aroma silvestre que me encantaba. Cuando mamá y papá salían de viaje, yo solía ir a su cuarto para cogerla y, en el momento de abrirla me sentía en su compañía.
»Volvió a suceder aquel día. La cajita había permanecido cerrada durante tanto tiempo que el aroma silvestre resultó particularmente intenso. Y entonces, sentí que mamá estaba allí, conmigo en la habitación. Recuerdo cuando le pregunté a la tía Gert cómo supo que tenía que traerme ese objeto específico».
«Lo sabía —había dicho—. Y recuerda: mamá y papá están contigo siempre que los necesites. Tú serás quien les liberará cuando te veas con fuerzas para hacerlo».
«Mac no puede soportar que ella hable de ese modo —pensó Nell—. Pero Gert tenía razón. Y después de que mis padres me salvaran en Maui, les pude liberar. Lo hice. Aunque todavía estoy preparada para hacerlo con Adam. Aún quiero agarrarme al hecho de que sigue cerca de mí. Tengo que mantenerlo a mi lado durante algo más de tiempo, antes de decirle adiós para siempre».
—Señora Cauliff. ¿Está usted bien? —preguntó el inspector interrumpiendo su silencio.
—Oh, sí. Perdone, es que no acabo de acostumbrarme —dijo con la voz palpitante.
—Mire, no es mi intención molestarla ahora, pero es importante que nos veamos.
Nell sacudió la cabeza, un gesto propio de Adam, señal consciente de desagrado ante la imposibilidad de expresar su desacuerdo con algo.
—Está bien. Vengan si eso es lo que deben hacer —le dijo tajantemente, y colgó.