Como niño que creció en Bayside, Queens, Jack Sclafani siempre quería estar del lado de la ley cuando jugaba con sus vecinos a policías y ladrones. En la escuela era un alumno serio y tranquilo, lo que le ayudó a obtener una beca para el instituto preparatorio St. John y luego otra para completar sus estudios en el Fairfield College, donde la educación jesuita acabó por pulir su capacidad lógica.
A pesar de su falta de pretensiones en la carrera académica, su próximo paso iba a ser la obtención de un título de posgrado en Criminología. Entonces, con toda esa educación universitaria a sus espaldas pero aún novato, Jack entró a formar parte del Departamento de Policía de Nueva York.
Ahora, dieciocho años después, ya como residente en Brooklyn Heights y a la edad de cuarenta y dos años, era padre de dos niños gemelos fruto de su matrimonio con una exitosa agente inmobiliaria. Sclafani había sido ascendido a primer inspector del equipo de elite del fiscal de distrito, la cual era una posición que le enorgullecía enormemente. Durante su época en el cuerpo de policía, tuvo ocasión de conocer a excelentes profesionales, pero aquel al que había conocido mejor y sobresalía por encima de los demás, era su compañero George Brennan. Aquél era el día libre de Sclafani y dormitaba en el salón antes de irse a la cama, cuando escuchó a Brennan entrevistado en las noticias de las once por periodistas que le asediaban con preguntas acerca del velero a motor que había explotado esa misma tarde en el puerto.
Subió el volumen con el mando a distancia y se inclinó hacia adelante, ya totalmente despierto y atento a la escena que estaba contemplando. Brennan, en el exterior de una modesta casa en Little Neck a quince minutos de Bayside en coche comentaba los hechos.
—La señora Ryan ha confirmado que su esposo, Jimmy, empleado de la Compañía Constructora Sam Krause, tenía planeada una reunión en el barco Cornelia II. Un hombre que encaja con la descripción fue visto subiendo a bordo antes de salir a navegar por el puerto, de modo que presumimos que el señor Ryan se halla entre las víctimas.
Jack escuchaba atentamente las preguntas que le iban formulando a Brennan.
—¿Cuánta gente había en el barco? —preguntó una voz fuera del campo visual.
—Hemos sabido que, además del señor Ryan, se esperaba que otras cuatro personas asistieran a la reunión —respondió.
—¿Es habitual que un barco a motor Diesel explote?
—Estamos investigando la causa de la explosión —dijo Brennan, parco en palabras, tratando de no dar más información de la necesaria.
—¿Es verdad que Sam Krause estaba a punto de ser imputado por fraude?
—Sin comentarios.
—¿Hay esperanzas de encontrar supervivientes?
—Siempre las hay. Las operaciones de búsqueda y rescate sí siguen su curso.
«¡Sam Krause! —Pensó Jack—. Claro que estaba a punto de ser imputado. ¡Así que estaba en el barco! ¡El muy sinvergüenza! La punta de lanza de todo lo que anda podrido en el negocio de la construcción. Cuando empiecen a indagar, aparecerá una lista interminable de gente encantada de haberse desembarazado de él.
—Estoy en casa. ¿No hay nadie que palpite de emoción por el regreso? —preguntó una voz justo detrás de él.
Jack se volvió.
—No oí la puerta, cariño. ¿Qué tal la película?
—Estupenda, aparte de ser demasiado larga y deprimente. Nancy le dio un beso en la mejilla a su esposo, al tiempo que se aposentaba en el sofá. Bajita, de pelo rubio y corto y ojos del color de la avellana, rezumaba siempre calor y energía. Echó una mirada a la televisión y se sorprendió al reconocer a Brennan.
—¿Qué pasa con George?
—El barco que explotó cerca de la Estatua de la Libertad es dentro de su jurisdicción, aunque durante la entrevista debed haberse acercado a casa de alguna de las presuntas víctimas de Queens.
La información al respecto había terminado y Jack apagó televisor. «El gasóleo no produce explosiones —pensó—. Me apuesto lo que sea a que si ese barco acabó convertido en una piñata es porque alguien puso una bomba en su interior. Puedes estar seguro».
—¿Están los niños arriba? —preguntó Nancy.
—Mirando una peli en su habitación. Yo estoy listo para acostarme.
—Yo también. ¿Cierras tú?
—Claro.
Mientras Jack apagaba las luces y se aseguraba de que las puertas de enfrente y de atrás estuvieran cerradas con llave, siguió barruntando sobre las noticias de la explosión. Si se confirmaba que Sam Krause se hallaba en el barco, el hecho de que la explosión no hubiera sido un accidente era una posibilidad que debía de considerarse seriamente. No era de extrañar que alguien quisiera deshacerse de él antes de que se indagara a conciencia. Krause sabía demasiado y no era el tipo de individuo que iba a plantearse la eventualidad de una larga temporada en la cárcel como una opción a considerar.
«Qué desgracia, sin embargo, que otras cuatro personas tuvieran que morir por él. Sin duda, quien lo hizo podría haber encontrado un modo más económico en vidas humanas —pensó Jack—. Quien fuera el que lo hizo debía ser alguien de probada y cruel profesionalidad». Y Jack conocía a más de uno que podía encajar con esas cualidades.