Cornelius y Gertrude MacDermott compartieron taxi al abandonar el apartamento de Nell. Hicieron el trayecto en silencio, abrumados por los acontecimientos, y en estado ausente en el momento en que el vehículo se detuvo frente al edificio de Gert, en la calle Ochenta y uno esquina con la avenida Lexington.
Gert sintió, más que vio, la ojeada casi despectiva del taxista por encima del hombro.
—Oh, no me había dado cuenta —dijo ella.
Moviéndose pesadamente, se volvió y vio que el portero ya le estaba abriendo la puerta. La lluvia caía ahora como un telón sacudido por el viento y podía ver que, incluso bajo el manto protector del paraguas, el hombre se estaba mojando de pies a cabeza.
—Por Dios, Gert, muévete ya —ladró su hermano.
Se giró hacia él, ignorando su tono, consciente sólo de la trágica preocupación que compartían.
—Cornelius, Nell adoraba a Adam. Me da la impresión de que no va a ser capaz de manejar la situación. Va a necesitar todo el apoyo que podamos brindarle.
—Nell es fuerte. Lo superará.
—No lo crees de verdad.
—Gert, ese pobre hombre se va a ahogar esperándote. No te preocupes, Nell estará bien. Te llamaré mañana.
Mientras salía del taxi, una de las palabras pronunciadas por Mac la impactó de pronto. «Ahogar». ¿Se habría ahogado Adam o habría volado en pedazos con la explosión? Advirtió que su hermano había pensado lo mismo, porque le tomó la mano, se inclinó y la besó en la mejilla.
Al pisar la calle y erguirse sintió los acostumbrados dolores en las rodillas. «Mi cuerpo empieza a erosionarse —pensó—. Adam, tan fuerte, tan sano. Esto es una conmoción terrible».
Repentinamente, la fatiga se adueñó de ella y aceptó aliviada la mano del portero bajo su brazo, mientras recorría el breve tramo desde la acera hasta la entrada del edificio.
Pocos minutos después, a salvo en la quietud de su apartamento, se hundió en un sillón. Se reclinó hacia atrás y cerró los ojos, que se inundaron de lágrimas al tiempo que la imagen de Adam llenaba su mente. Tenía una sonrisa que podía reconfortar al corazón más endurecido. Recordó la primera vez que Nell les había presentado. Estaba radiante, absolutamente enamorada. Se le hizo un nudo en la garganta al pensar en el contraste entre la felicidad de los ojos de Nell, en aquel instante, y la confusión y el quebranto que habían presenciado aquella misma noche.
«Parecía como si su alma se hubiera alumbrado cuando conoció a Adam —pensó Gert—. Cornelius nunca llegó a comprender del todo el efecto devastador que le causó la pérdida de sus padres a una edad tan temprana. Hizo todo lo posible por ella, dedicándole todo su tiempo. Pero nadie podía sustituir a unos padres como Richard y Joan».
Suspirando, se levantó y se dirigió a la cocina. Alcanzó la tetera y sonrió al recordar cómo, poco después de conocer a Adam él le había preguntado por qué, con todo el té que consumía, no se limitaba a llenar la tetera de modo que tuviera siempre agua templada para poder recalentarla rápidamente.
«No sabe igual si recalientas el agua», le había explicado. «Gert, debo decirte que eso es pura fantasía», había replicado él, riendo de todo corazón.
«Nos reíamos mucho juntos. No era como Cornelius, que siempre se impacienta conmigo. Adam me acompañó incluso algunas veces a las reuniones espiritistas. Estaba verdaderamente interesado. Quería saber cómo era posible que creyera tan devotamente en la posibilidad de comunicarse con gente ya fallecida. «Pues bueno, es posible —pensó—. Desgraciadamente yo tengo ese don, pero algunos pueden de verdad convertirse en canales entre los que estamos aquí y los que ya han abandonado es dimensión. Yo he visto lo reconfortados que estaban después haber contactado con algún ser amado que ya no está entre nosotros. Si Nell tiene problemas para aceptar la muerte de Adam le insistiré en que trate de contactar con él mediante estas canalizaciones. Se sentirá mucho mejor si halla algo de proximidad después de esta terrible pérdida. Adam podrá decirle que le había llegado la hora de irse, pero que no debe dejarse abatir, porque está aquí. Eso lo hará todo mucho más fácil para ella».
Una vez tomada esa decisión, Gert se sintió aliviada. La tetera ya silbaba y apagó el fuego, al tiempo que alcanzaba una taza y un plato. Esa noche, el sonido habitualmente alegre del vapor filtrándose por la canilla se había convertido en un lamento funerario. Casi parecía un alma perdida aullando por poner fin a la pena.