«Y llegué a decirle que no volviera a casa —reflexionaba Nell, atormentada por el aciago día que ya tocaba a su fin—. Adam había replicado "Espero que no lo digas en serio" y yo no respondí. Pensé en llamarle más tarde, para deshacer el entuerto, pero fui demasiado cabezota y orgullosa. Dios santo, ¿por qué no le llamé? Durante todo el día me embargó la certeza de una terrible corazonada, la seguridad de que algo iba decididamente mal».
«Winifred. Cuando la vi, sentí que iba a morir. ¿Cómo es posible que lo supiera? Fue como el sentimiento que experimenté con mis padres. Recuerdo que salía del patio después del recreo y, de pronto, supe que estaban conmigo. Llegué a sentir incluso que mamá me besaba la mejilla y papá me pasaba la mano por el pelo. Ya estaban muertos, pero vinieron a despedirse. Adam, dime adiós, por favor. Dame la oportunidad de decirte lo mucho que lo siento.
—Nell, ¿hay algo que yo pueda hacer?
Era vagamente consciente de que Mac le estaba hablando. Era más de medianoche. El cumpleaños de Gert se había celebrado con normalidad, sin que nadie estuviera al corriente de lo sucedido. Nell había dado la pobre excusa de que Adam no podría asistir a causa de una reunión importante. Lo dijo con la mayor convicción posible, pero el desencanto en la expresión de Gert y la forzada alegría que reinaba en la velada intensificaron su irritación contra él.
Para cuando llegó a casa, a las diez de la noche, ya había decidido que iba a tener que arreglar las cosas con Adam esa misma noche, asumiendo, claro está, que él no hubiera tomado en serio sus últimas palabras antes de salir aquella mañana. Razonaría con Adam, escucharía sus objeciones, vería qué concesiones cabría hacer; pero no estaba dispuesta a seguir, ni un día más, con aquella incertidumbre y malhumor. Ser un buen político consistía en tener la habilidad suficiente para negociar y, ante la necesidad, saber llegar a un compromiso. Le sorprendía advertir que, quizá, también eran las mismas cualidades necesarias para ser una buena esposa.
Cuando Nell entró en el vestíbulo de su edificio notó cómo el presentimiento que la había angustiado durante todo el día estaba alcanzando su clímax. La asistente de Mac, Liz Hanley, y el inspector de la policía de Nueva York, George Brennan, la estaban esperando. Enseguida, Nell supo que algo iba mal, pero no se habló de nada hasta que todos estuvieron dentro del apartamento.
Entonces, con toda la delicadeza que el inspector Brennan fue capaz de demostrar, le contó el accidente y, disculpándose, le dijo que tenía que hacerle varias preguntas.
Varios testigos habían visto a su marido llegando al barco, seguido, al menos, por otras tres personas. ¿Conocía ella los nombres de sus compañeros?, preguntó después.
Aturdida aún para pensar con claridad, Nell le respondió que se trataba de una reunión con sus asociados y que Winifred Johnson, la asistente de Adam, también debía participar. Le dijo los nombres de los asociados e, incluso, se ofreció a procurarle sus números de teléfono, pero el inspector no lo consideró necesario. Arguyó que, en adelante, él se iba a encargar de todo y que ella sólo debería acostarse y tratar de dormir. El acoso de los medios de comunicación sería inminente e iba a necesitar de todas sus fuerzas para poder lidiar contra él.
—Regresaré por la mañana para hablar con usted, señora Cauliff. Lo siento mucho —dijo, y Liz le acompañó hasta la puerta. Mac y Gert llegaron al apartamento cuando el inspector se iba.
—Nell, vete a la cama —dijo enseguida Mac.
«La voz de Mac está especialmente dotada para sonar a la vez brusca y preocupada», pensó Nell fríamente.
—Mac tiene razón, Nell. Los próximos días no van a ser fáciles para ti —la persuadió Gertrude MacDermott, sentándose en el sofá junto a ella.
Nell los miró. Eran la única familia que ahora le quedaba. Con una sonrisa apagada, recordó el comentario que uno de los ayudantes de Mac había hecho tiempo atrás: «¿Cómo pueden parecerse tanto Cornelius y Gertrude, siendo tan diferentes?». Era cierto. Ambos poseían unos mechones revoltosos de pelo blanco, vívidos ojos azules, labios finos y mandíbulas prominentes. Pero la mirada de Gert era plácida en lugar de fiera, como la de Mac, y su porte era retraído, mientras que el de su hermano resultaba combativo.
—Me quedaré contigo esta noche —se ofreció Gert—. Hoy no deberías estar sola.
Nell sacudió la cabeza.
—Gracias, tía Gert. Pero esta noche necesito estar sola —dijo. Liz volvió para despedirse y Nell se levantó para acompañarla hasta la puerta.
—Nell, lo lamento profundamente. Cuando escuché las noticias en la radio esta noche, acudí enseguida. Sé que para Mac representas más que nada en el mundo y también sé que se siente fatal por lo sucedido, aunque a veces fuera algo tirante con Adam. Si hay algo que yo pueda hacer…
—Lo sé, Liz. Gracias por venir tan deprisa. Gracias por haberte ocupado ya de tantas cosas.
—Mañana hablaremos de las disposiciones que hay que tomar —dijo Liz.
«¿Disposiciones? —pensó Nell, de pronto—. Disposiciones. Un funeral».
—Adam y yo nunca hablamos de cuáles serían sus deseos si algo le ocurría —dijo Nell—. No parecía necesario hacerlo. Pero me acuerdo que una vez en Nantucket, donde habíamos ido a pescar, dijo que cuando llegara el momento le gustaría que lo incineraran y esparcieran sus cenizas en el mar.
Miró a Liz y vio un aura de simpatía en su mirada. Nell sacudió la cabeza y se forzó a sonreír.
—Parece que su deseo se cumplió, ¿verdad?
—Te llamaré por la mañana —fijo Liz, agarrando la mano de Nell y estrechándola con suavidad.
Cuando Nell regresó al salón, su abuelo estaba en pie y Gert andaba buscando su libro de bolsillo. Mientras Nell acompañaba a Mac a la puerta, éste dijo con rudeza:
—Haces bien en no dejar que Gert se quede. Se ha pasado toda la noche con esa cháchara espiritista suya. —Luego se detuvo, se encaró con Nell y apoyó cariñosamente sus manos sobre los brazos de ella—. Lo siento más de lo que puedes llegar a imaginarte, Nell. Después de lo que sucedió con tus padres, es injusto que pierdas a Adam de este modo.
«Y menos después de una trifulca —pensó Nell, sintiendo un repentino arranque de resentimiento—. Mac, tú eras la raíz del problema. Tus exigencias acaban por ser un exceso. Adam no tenía razón en oponerse a mi carrera política, pero sí que la tenía en cuanto a eso», se dijo a sí misma.
Al ver que Nell no decía nada, Mac se volvió para retirarse. Apareció entonces Gert y tomó las manos de Nell.
—Sé que hay muy poco que yo pueda hacer o decir que sirva de consuelo, pero quiero recordarte, Nell, que no le has perdido realmente. Ahora está en otra dimensión, pero sigue siendo tu Adam.
—Venga, Gert dijo Mac, agarrando a su hermana del brazo. Nell no está para escuchar esas historias baratas. Trata de dormir, Nell. Hablaremos por la mañana.
Se fueron y Nell regresó al salón, esperando oír el tintineo de las llaves de Adam al abrir la puerta. Se paseó por el apartamento como si estuviera en trance, ordenando revistas en la mesilla, acomodando los almohadones en el mullido sofá. La estancia estaba encarada al norte y el sofá había sido retapizado el año anterior con una cálida tela roja que Adam había criticado de entrada y, más tarde, aprobado.
Miró en derredor, consciente de la ecléctica combinación de accesorios en la casa. Tanto Adam como ella tenían gustos muy definidos y no siempre coincidentes. Algunos artículos procedentes de la casa de sus padres —la mayoría adquiridos durante sus viajes— habían quedado almacenados. Otros los había comprado en remotos anticuarios o en subastas poco concurridas que tía Gert conocía. Muchas cosas requirieron de una cierta negociación antes de ser compradas. «Negociación y concesión —volvió a pensar Nell, atenazada por una punzada de dolor—. Adam y yo habríamos conseguido arreglar las cosas, sé que lo habríamos conseguido».
Se acercó a una mesa de tres patas que Adam adquirió un día en que ella estaba en una velada de recaudación de fondos y Gert lo había acompañado, como en tantas otras expediciones urbanas.
Adam y Gert sí se habían entendido desde el principio. Fue Gert quien le alentó a que comprara la mesa para ella. «Va a extrañarlo terriblemente», pensó Nell con tristeza.
A veces, le preocupaba la posibilidad de que alguien se aprovechara de su bondad. «Es tan confiada al dejar que todos esos médiums y espiritistas influyan sobre casi todas las decisiones que toma». Sin embargo, cuando se trataba de regatear sobre cosas como aquella misma mesilla, Gert era sorprendentemente perspicaz. Su apartamento en la calle 81 Este era un amasijo colorido algo polvoriento de mobiliario y artículos diversos, que había heredado o acumulado a lo largo de los años, y que desprendían un intenso y confortable aire familiar y sentimental.
En la primera visita que Adam realizó al apartamento de Gert comentó alegremente que era como su cabeza: ecléctica, repleta de ideas y algo visionaria.
«A nadie más se le ocurriría tener objetos lacados estilo art déco junto a fantasías rococó», había dicho.
¡El mobiliario de la tía Gert! ¡Los objetos de aquella estancia! ¿Qué era lo que le estaba pasando por la cabeza, pensando en mesas, sillas y alfombras en un momento así? ¿Cuándo se daría cuenta de lo ocurrido? ¿Cuándo asumiría el hecho de que Adam estaba muerto?
Pero era difícil e iba a seguir siéndolo. Necesitaba que estuviera vivo, necesitaba que abriera la puerta y dijera: «Nell, déjame decirte, antes que nada, que te quiero y que siento mucho el estallido de esta mañana».
«El estallido». Primero una riña explosiva y, luego, la barca de Adam había saltado por los aires. El inspector Brennan reflejó que era demasiado pronto para aventurar si la causa había sido un escape de gasóleo.
«Adam le puso mi nombre a sus dos barcos —pensó Nell—, pero apenas salí a navegar en alguno de ellos. El agua me produce pánico desde que me vi arrastrada por el remolino en Hawai. Me rogó que saliera con él. Prometió que no nos alejaríamos de la costa».
Había tratado de superar su miedo al mar, pero fue incapaz de lograrlo. Se bañaba sólo en la piscina y, aunque podía viajar en un crucero —aun sin sentirse del todo cómoda—, no podía navegar en un barco de menores dimensiones. El vaivén de las olas le infundía la ciega conciencia de que iba a ahogarse.
No obstante, Adam amaba los barcos y le encantaba estar a bordo de ellos. «En cierto modo, lo que podría haber sido un conflicto se convirtió en una ventaja; durante muchos fines de semana, cuando Mac quería que le acompañara en sus actos políticos o yo necesitaba componer mis artículos, Adam podía salir a navegar o a pescar. Entonces regresábamos los dos a casa y estábamos juntos. Concesiones y componendas. Seguramente, lo habríamos arreglado», se repitió.
Nell apagó las luces del salón y se fue al dormitorio. «Desearía poder sentir algo —pensó—. Desearía poder llorar y lamentarme. En cambio, siento que lo único que puedo hacer es esperar. Pero ¿esperar qué? ¿A quién?».
Se desnudó, cuidando de colgar el traje pantalón de seda verde que había vestido aquel día. Era nuevo. Cuando lo compró, Adam abrió la caja, extrajo el contenido y lo examinó atentamente.
«Te va a quedar estupendo, Nell», había dicho.
Se lo puso esa noche porque sospechaba y deseaba que Adam se hubiera sentido tan mal como ella debido a la disputa, anhelando que acabara por unirse a la fiesta, aunque sólo fuera para el postre. Se lo había imaginado entrando en el momento en que trajeran el pastel coronado por una gran vela, como solía ser tradición en los cumpleaños celebrados en el Four Seasons.
Pero Adam no había venido. «Me gustaría pensar que tenía planeado venir», pensó Nell, mientras cogía de la cómoda una bata de dormir de algodón. Maquinalmente, se lavó la cara y los dientes. La imagen que vio reflejada en el espejo del baño era la de una extraña, una mujer pálida, de ojos inexpresivos y pelo castaño claro que enmarcaba un rostro de rizos húmedos.
¿Hacía demasiado calor? Su frente transpiraba. Si era así, ¿por qué sentía tanto frío?
Al acostarse recordó cómo la noche anterior no había esperado a que Adam llegara de Filadelfia y, al oír sus llaves, había simulado estar dormida. «Me daba tanta pereza discutir lo del escaño de Mac que preferí dejarlo así», pensó, enfadándose otra vez consigo misma.
Luego, después de dormirse, Adam la había abrazado y murmurado su nombre.
—Adam. Adam. Te quiero. ¡Vuelve, por favor! ahora.
Esperó. El zumbido del aire acondicionado y el gemido de la sirena de la policía eran los únicos sonidos que pudo percibir. Entonces, en la distancia, acertó a captar el estridente sonido de una ambulancia.
«El muelle debe de estar repleto de barcas de policía y de ambulancias», razonó. La búsqueda de supervivientes continuaba, aunque el inspector Brennan le había expresado, con cierto desánimo, que iba a ser un verdadero milagro si encontraban alguno.
«Es como la mayoría de accidentes de avión. Un avión suele desintegrarse en su caída. Sabemos que no hay esperanza de que alguien salga con vida de un trance así, pero tenemos que intentarlo», había explicado Brennan.
Al día siguiente, o durante los próximos, tendrían que contrastar los elementos necesarios para concluir los motivos precisos de la explosión.
«Era un barco nuevo. Están investigando la posibilidad de, algún problema mecánico, una fuga o algo parecido», declaró, además, el inspector.
—Adam, lo siento —murmuró Nell, nuevamente, en la habitación a oscuras—. Por favor, hazme saber que me escuchas. Mamá y papá me dijeron adiós, y Grammy también.
Era uno de sus primeros recuerdos. Sólo tenía cuatro años cuando su abuela murió. Sus padres estaban dando clases en un seminario en Oxford y ella estaba al cuidado de su niñera en casa de Mac. Su abuela permanecía ingresada en el hospital y, durante la noche, Nell se despertó y olió el aroma preferido de ella: Arpége. Casi siempre se perfumaba con él.
«La recuerdo tan bien —pensó Nell—. Estaba muy adormecida, pero me acuerdo de pensar en lo contenta que me puse por que Grammy estuviera en casa y se encontrara bien».
A la mañana siguiente, Nell se había precipitado al comedor.
—¿Dónde está Grammy? ¿Se ha despertado ya?
Su abuelo estaba sentado a la mesa con Gert.
—Grammy está en el cielo —le respondió—. Se fue anoche. «Cuando le expliqué que había estado en mi habitación la noche antes, pensó que había estado soñando. Pero Gert me creyó. Comprendió que Grammy vino a despedirse, del mismo modo que después vendrían mamá y papá. Adam, por favor, ven. Déjame sentir tu presencia. Por favor, dame la oportunidad de expresarte cuánto lo siento, antes de poder decirte adiós».
Nell esperó durante toda la noche, despierta y mirando fijamente en la oscuridad. Al despuntar el alba, comenzó a llorar, por Adam, por todos los años que no pasarían juntos, por Winifred, por los asociados, Sam y Peter.
Y lloró también por sí misma, porque de nuevo iba a tener que acostumbrarse a vivir sin la persona a quien amaba.