—No me encuentro bien —se quejó Ben Tucker ante su padre, mientras permanecían acodados a la barandilla del barco de paseo que regresaba de la Estatua de la Libertad.
—El mar se está agitando —explicó el padre a su hijo de ocho años—, pero pronto habremos llegado. Observa el panorama. No regresarás a Nueva York en mucho tiempo y quiero que recuerdes todo lo que veas.
Las gafas de Ben se habían ensuciado y se las quitó para limpiarlas. «Me va a volver a contar que la Estatua de la Libertad fue donada por Francia a Estados Unidos, pero que no fue hasta que esa dama, Emma Lazarus, escribió un poema para ayudar a recaudar fondos para el pedestal, cuando la pusieron allí. Y otra vez con el cuento de que mi tatarabuelo fue uno de los tipos que colaboraron en la recaudación. "Dadme a vuestras masas hacinadas que anhelan la libertad…" Muy bien, vale. Dame un respiro», pensó Ben.
Le había gustado visitar la Estatua de la Libertad y la isla de Ellis, pero ahora lamentaba haber venido porque tenía ganas de vomitar. Aquella cafetera apestaba a gasóleo.
Observó, melancólico, los yates de recreo amarrados a su alrededor en el puerto deportivo de Nueva York. Deseaba estar en uno de ellos. Algún día, cuando fuera rico, eso sería lo primero que haría: comprar un velero a motor. Al salir, dos horas antes, había un par de docenas navegando. Ahora, a medida que el tiempo empeoraba, iban regresando a puerto.
La mirada de Ben se entretuvo posada sobre uno verdaderamente distinguido que se veía a lo lejos: el Cornelia II. Su hipermetropía le permitía leer el nombre sin necesidad de sus gafas. De pronto, sus ojos se abrieron desmesurados.
—¡Nooooo…!
No era consciente de haber hablado ni de que su exclamación, entre la consternación y la plegaria, hubiera resonado en boca de todos los que se hallaban a estribor del barco; así como en la de todos cuantos estuvieran en aquel momento mirando en esa dirección, ya sea desde la parte baja de Manhattan o desde Nueva Jersey.
El Cornelia II había explotado, convirtiéndose repentinamente en una inmensa bola de fuego que despedía restos centelleantes de la nave por los cielos, antes de volver a precipitarse sobre el océano Atlántico.
Antes de que su padre le diera la vuelta para asirle fuertemente a su lado y antes de que la debida conmoción emborronara la visión de los cuerpos desperdigándose en pedazos, Ben dispuso del tiempo suficiente para registrar una impresión que se aposentó inmediatamente en su subconsciente, donde permanecería como fuente inagotable de horribles pesadillas.