Adam llegó al barco quince minutos antes que el resto de los convocados. Al entrar en la cabina vio que el proveedor de la empresa de catering ya había pasado por allí con su selección de quesos y una bandeja de galletas saladas. Era de prever que el mueble-bar y la nevera hubieran sido igualmente aprovisionados, de modo que ni se molestó en comprobarlo.
Le parecía que la atmósfera distendida del barco, combinada con el aire social que las bebidas daban a una reunión, servían para aligerar la lengua, tanto de sus asociados como de los clientes potenciales. En tales ocasiones, Adam solía sustituir a escondidas su bebida preferida, vodka con hielo, por agua mineral.
A lo largo de la jornada no dejó de pensar en llamar a Nell, pero al final había decidido no hacerlo. Odiaba discutir con ella casi tanto como había empezado a odiar la mera presencia de su abuelo. Nell se negaba a reconocer el hecho de que Mac la quisiera para su antiguo escaño por una única razón: pretendía convertirla en su marioneta. Toda esa cháchara acerca de retirarse a los ochenta años para no convertirse en el miembro más viejo de la cámara no era más que demagogia. La única verdad era que el tipo elegido por los demócratas para arrebatarle el escaño era realmente fuerte y podía protagonizar el relevo. Mac no quería retirarse, pero aún deseaba menos tener que salir por la puerta trasera.
En todo caso, tampoco quería abandonar el juego. De modo que ahora tenía a Nell, carismática, lista, atractiva, razonable y popular, para ganar el escaño y devolverle el poder.
Frunciendo el ceño ante la imagen de Cornelius MacDermott, Adam se dirigió a comprobar el indicador de gasóleo. Tal como esperaba, el depósito estaba lleno. Después de haber salido a navegar la semana pasada, la compañía proveedora lo había revisado y rellenado.
—Hola. Soy yo.
Adam se apresuró hacia el puente para ayudar a Winifred a saltar al barco. Le satisfizo ver que llevaba su americana y maletín bajo el brazo.
Sin embargo, percibía algo que, sin duda, la angustiaba. Podía verlo por el modo en que se movía y por cómo ladeaba la cabeza.
—¿Qué sucede, Winifred? —preguntó Adam.
Ella trató de sonreír, pero fracasó.
—Tú puedes ver a través de mí, ¿verdad Adam? —Agarrándole la mano, aterrizó en el puente—. Tengo que preguntarte algo y tienes que ser completamente honesto —dijo, franca—. ¿Qué he hecho yo para que Nell esté enojada conmigo?
—¿Qué quieres decir?
—No parecía ella cuando me pasé por el piso. Actuaba como si no viera el momento en que me fuera de allí.
—No te lo deberías tomar como algo personal. No creo que fueras tú el motivo para que se comportara de manera diferente. Nell y yo tuvimos una discusión esta mañana —dijo Adam, tranquilo—. Supongo que seguía pensando en ello.
Winifred no le había soltado la mano.
—Si quieres hablar de ello, puedes hacerlo conmigo. Adam se deshizo de su apretón de manos.
—Ya lo sé, Winifred. Gracias. Mira, ahí llega Jimmy.
Jimmy Ryan se sentía obviamente turbado en el barco. No se había adecentado en lo más mínimo, aun después de una jornada entera de visita en la obra; sus botas de trabajo iban dejando polvorientas huellas sobre la moqueta de la cabina. Mientras, seguía silenciosamente las instrucciones de Adam para servirse una copa. Winifred le observó prepararse un buen lingotazo de whisky y pensó que quizá debería hablar con Adam al respecto. Jimmy Ryan se sentó a la mesa de la cabina como si la reunión estuviera a punto de comenzar. Cuando se dio cuenta de que Adam y Winifred no parecían tener intención de abandonar el puente, se irguió, incómodo, aunque sin hacer ningún esfuerzo por departir con ellos.
Sam Krause llegó diez minutos más tarde, iracundo por el tráfico y por la ineptitud de su conductor. Estaba de un humor de mil demonios y entró directamente en la cabina. Saludó a Jimmy con una lacónica cabezada y se sirvió una ginebra a palo seco, para salir luego al puente.
—Veo que Lang llega tarde como siempre —apuntó.
—Hablé con él justo antes de salir del despacho —le dijo Adam—. Estaba en el coche y entrando en la ciudad, de modo que debería llegar en cualquier momento.
El teléfono sonó media hora después. La voz de Peter Lang denotaba inquietud.
—He tenido un accidente —dijo—. La policía quiere que vaya al hospital para hacerme una revisión, y supongo que es mejor para asegurarme. Podéis cancelar la reunión o seguir sin mí. Es decisión vuestra. Después de ver al médico, me iré a casa.
Cinco minutos después, el Cornelia II zarpaba del puerto. La brisa ligera empezaba a soplar con fuerza y las nubes velaban el sol.