Nell recorrió a paso ligero el tramo familiar desde su apartamento en la esquina de Park Avenue con la calle Setenta y tres hasta la oficina de su abuelo en la Setenta y dos con York. Por el tono perentorio de la convocatoria, pidiéndole que estuviera hacia las tres, sabía que la situación de Bob Gorman debía de haber llegado a un punto crítico. De modo que no estaba muy ilusionada con la reunión.
Absorta, caminó ajena a las ocasionales miradas aprobatorias que suscitaba. Estaba felizmente casada con Adam, aunque eso no le impedía saber que una mujer alta, de cuerpo esbelto y atlético, pelo castaño corto y levemente rizado por la humedad, ojos azul oscuro y boca carnosa, resultaba atractiva para muchos. De hecho, recordaba que, en sus años de pubertad, cuando asistía con su abuelo a veladas o actos públicos, aquél era el adjetivo que los medios de comunicación solían adscribirle: «atractiva».
«Para mí, atractiva significa que un hombre diga "No es ninguna maravilla, pero qué personalidad". Es como el beso de la muerte. Basta con que te llamen una vez "hermosa" o "elegante" o "asombrosa" o, incluso, "sofisticada"», se solía quejar cuando tenía veinte años.
—Por Dios, no seas tonta. Da las gracias por tener la cabeza sobre los hombros y saber cómo usarla —era el típico comentario de su abuelo.
Ya sabía qué era lo que quería discutir con ella aquel día, pero ignoraba de qué modo iba a exigirle que usara la cabeza. Los planes que tenía para Nell y las objeciones de Adam al respecto representaban, sin duda, un conflicto.
A los ochenta y dos años, Cornelius MacDermott mantenía el vigor que, durante décadas, había hecho de él uno de los congresistas más prominentes del país. Elegido a los treinta años de edad para representar al distrito de Manhattan, en el que se había criado, se mantuvo en su escaño durante cincuenta años, resistiéndose a las peticiones para que se presentara al Senado. El día que cumplió ochenta años decidió no participar en la reelección al Congreso.
—No pretendo superar el récord de Strom Thurmond como representante más longevo del Capitolio —anunció.
El retiro de Mac conllevó la apertura de un despacho destinado a asegurar que la ciudad y el estado de Nueva York se mantuviera en la esfera de su partido. Su respaldo a un nuevo candidato equivaldría, con casi toda seguridad, a una imposición. Años atrás había creado el anuncio televisivo más famoso de su partido: «¿Qué hizo esa gente por vosotros?», seguido de un silencio absoluto y de una sucesión de frases desconcertantes. Le conocían en todas partes y no podía salir a la calle sin que le abrumaran con muestras de respeto y saludos cariñosos.
De vez en cuando, se quejaba ante Nell de su celebridad local.
—No puedo salir a la calle sin asegurarme que estoy listo para las cámaras.
—Venga ya. Si la gente no te reconociera, tendrías un ataque al corazón. Y tú lo sabes —solía responder ella.
Al llegar a sus oficinas, saludó al recepcionista y se encaminó hacia el despacho.
—¿Qué tal anda de humor? —le preguntó a Liz Hanley, su secretaria de toda la vida.
Liz, una elegante mujer de sesenta años, pelo castaño oscuro y expresión adusta, levantó los ojos al cielo.
—Ha sido una noche oscura y tormentosa.
—Caray, me asustas —dijo Nell, suspirando. Golpeó la puerta del despacho al tiempo que entraba—. ¿Tema del día, señor congresista?
—Llegas tarde, Nell —ladró Cornelius MacDermott, al tiempo que hacía girar su poltrona para encararla.
—No según mi reloj: las tres.
—Creo que te dije «hacia las tres».
—Tenía que entregar un artículo y, desgraciadamente, mi editor comparte tu peculiar visión sobre la puntualidad. Y ahora, ¿qué te parece si me dedicas una de esas sonrisas que funden los corazones de tus votantes?
—Hoy no me quedan. Siéntate, Nell.
MacDermott le indicó el sofá bajo la ventana de la esquina que ofrecía una panorámica sobre el este y el norte de la ciudad. El distrito de toda su vida política. El mismo que Nell denominaba su «feudo».
Mientras se aposentaba en el sofá, le miró ansiosa. Aquellos ojos azules destilaban un cansancio desconocido que desvirtuaba su expresión atenta y vivaz. Su porte erguido, aun cuando estaba sentado, le hacía siempre parecer más alto de lo que en verdad era, pero hoy parecía algo alicaído. Incluso su densa melena cana se veía menos exuberante. Bajo la atenta mirada de Nell, Mac enlazó las manos y se encogió de hombros, como tratando de sacudirse de encima un peso invisible. Ella, conmovida, por vez primera pensó que su abuelo aparentaba la edad que tenía.
La miró de hito en hito largamente, entonces se levantó y se trasladó hacia un cómodo sillón junto al sofá.
—Nell, tenemos una crisis y tú tienes que solventarla. Después de ser nombrado para otra legislatura, ese cantamañanas de Bob Gorman ha decidido no presentarse. Le han ofrecido una suculenta oferta para dirigir una nueva empresa de Internet. Dice que agotará su mandato hasta las elecciones, pero que no puede seguir viviendo con el sueldo de congresista. Le he recordado que cuando le ayudé a conseguir el nombramiento hace dos años, de lo único que hablaba por entonces era de su compromiso por servir a los demás.
Nell esperó. Sabía que la semana pasada surgieron los primeros rumores acerca de la posibilidad de que Gorman no se presentara para la reelección. Obviamente, los rumores se habían visto confirmados.
—Nell, me parece que hay una sola persona, y sólo una, a mi modo de ver, que pueda saltar a la palestra para conservar ese escaño para el partido. —MacDermott frunció el ceño—. Deberías haberlo hecho hace dos años cuando me retiré. Y tú lo sabes. —Hizo una pausa—. Mira. Es algo que llevas en la sangre. Lo quisiste desde el principio, pero Adam te lo desaconsejó. No permitas que vuelva a suceder.
—Mac, por favor, no vuelvas a empezar con Adam.
—No empiezo con nadie, Nell. Sólo digo que te conozco y sé que eres un animal político. Te he estado instruyendo para desempeñar mi trabajo desde que eras una adolescente. No me entusiasmó que te casaras con Adam Cauliff, pero no olvides una cosa: yo le ayudé a empezar en Nueva York cuando le presenté a Walters & Arsdale. Una firma de arquitectos excelente y uno de mis más apreciados valedores.
Mac frunció los labios.
—Y no me hizo quedar muy bien cuando, después de tres años, él les dejó llevándose al subdirector, para abrir su propio despacho. No digo que no se trate de un buen negocio. Pero Adam conocía desde el principio mis planes para ti, tus propios planes. ¿Qué le hizo cambiar de parecer? Se suponía que tú debías presentarte para ocupar mi escaño cuando me retirara, y él lo sabía. No tenía ningún derecho a alejarte de ello y sigue sin tenerlo.
—Mac, a mí me gusta ser una columnista. Quizá no te hayas dado cuenta, pero me resulta del todo gratificante.
—Escribes columnas espléndidas. Te lo aseguro. Pero no te basta con eso y lo sabes.
—Mira, mis reservas de ahora no se deben a que Adam me pidiera que no me presente al cargo.
—¿Ah, no? ¿Y de qué se trata entonces?
—Los dos queremos tener hijos. Ya lo sabes. Él sugirió que esperara hasta entonces. De aquí a diez años, tendré cuarenta y dos y ésa es una buena edad para empezar a pensar en presentarme. Su abuelo, impaciente, se puso de pie.
—Nell, de aquí a diez años ya habrás perdido el tren. Las cosas van demasiado deprisa. Admítelo. Tienes unas ganas de echarte al ruedo que no puedes con ellas. ¿Recuerdas cuando me informaste de que habías decidido llamarme Mac?
Nell se echó hacia adelante, enlazó las manos y las puso bajo el mentón. Lo recordaba. Había sido durante su primer año de universidad en Georgetown. Ante las protestas iniciales de su abuelo, ella se había mantenido firme: «Tú siempre dices que soy tu mejor amiga, y tus amigos te llaman Mac —le dijo—. Si sigo llamándote abuelo, seguirán viéndome como a una niña y cuando estoy contigo en público quiero que me consideren tu aide-de-camp».
—Y eso ¿qué significa? —respondió Mac. Recordaba cómo había sostenido el diccionario.
—Escucha la definición. En pocas palabras, un aide-de-camp es «un subordinado o ayudante personal». Y Dios sabe que yo soy ambas cosas para ti.
—¿Hasta cuándo? —preguntó él.
—Hasta que te retires y yo te sustituya en el escaño.
—¿Lo recuerdas, Nell? —Dijo Cornelius MacDermott, interrumpiendo sus fantasías—. Eras una colegiala engreída cuando lo dijiste, pero lo dijiste en serio.
—Lo recuerdo —dijo.
Se acercó a ella y se mantuvo en pie hasta agacharse para quedar cara a cara.
—Nell, aprovecha la ocasión. Si no lo haces, te arrepentirás. Cuando Gorman confirme que no se presenta, se armará un gran revuelo para sustituirle. Quiero que el comité ponga al resto de los candidatos detrás de ti desde la salida.
—¿Cuándo será?
—En la cena anual, el día treinta. Tú y Adam estaréis allí. Gorman anunciará su intención de dejarlo cuando haya acabado su mandato. Se le empañarán los ojos de lágrimas y se mostrará compungido al decir que, «aunque resulta una decisión difícil de tomar, ha habido algo que la facilitó enormemente». A continuación, se secará los ojos, se sonará la nariz, te señalará y declamará que tú, Cornelia Cauliff MacDermott, vas a presentarte para el escaño previamente ocupado durante casi cincuenta años por tu abuelo. «Cornelia sustituye a Cornelius. La savia del tercer milenio».
Claramente satisfecho consigo mismo y con su visión, MacDermott sonrió expresivamente.
—Nell, el auditorio se vendrá abajo.
Con una punzada de dolor, Nell recordó cómo dos años atrás, cuando Bob Gorman se presentó para el escaño de Mac, la había embargado un sentimiento de impaciencia compulsivo por verse a sí misma en su sitio. Mac tenía razón. Era un animal político. Si ahora no saltaba al ruedo, luego sería demasiado tarde. O, al menos, lo sería para optar al escaño desde donde pretendía empezar su carrera política.
—¿Cuál es el problema de Adam, Nell? Él no solía atosigarte con estas cosas.
—Ya lo sé.
—¿Hay algo que no funciona entre vosotros?
—No —dijo con una sonrisa desdeñosa, remarcando lo absurdo de la pregunta.
«¿Cuánto tiempo llevaban así? —se preguntó—. ¿En qué momento había empezado Adam a mostrarse ausente, distraído?». Al principio, cuando le preguntaba, preocupada, qué sucedía, Adam hacía como si no pasara nada. Más recientemente, comenzó a vislumbrar un cierto enojo y, entonces, ella le comunicó que si existía algún problema serio en su relación, tenía derecho a saberlo. «Cualquier tipo de problema, Adam, porque estar a oscuras como ahora es lo peor de todo», había dicho.
—¿Dónde está Adam? —preguntó su abuelo.
—En Filadelfia.
—¿Desde cuándo?
—Desde ayer. Tiene que participar en un seminario para arquitectos y diseñadores. Regresa mañana.
—Le quiero en la cena el día treinta, a tu lado y aplaudiendo tu decisión. ¿De acuerdo?
—No sé si aplaudirá mucho —dijo Nell, algo desalentada.
—Cuando os casasteis estaba loco por convertirse en el marido de una futura política. ¿Qué sucedió para que cambiara de este modo?
«Sucediste tú —pensó Nell—. Adam se volvió celoso del tiempo que me exigías».
Cuando ella y Adam contrajeron matrimonio, él estaba encantado con la idea de que Nell siguiera desempeñando su tarea como asistente de Mac. Pero todo cambió cuando el abuelo anunció su retiro.
—Nell, ahora podemos plantearnos una vida que no gire en torno al todopoderoso Cornelius MacDermott —le había dicho Adam—. Estoy harto de verte a su entera disposición todo el día. ¿Crees que esto mejorará, si te presentas para su escaño? Pues tengo noticias para ti: no te dejará ni respirar. Él lo hará por ti.
Los hijos que deseaban no habían llegado, y ése era un factor importante en la discusión.
—Nunca te has apartado de la política —alegó Adam—. Descansa un rato. El Journal quiere que escribas regularmente una columna. Quizá llegue a gustarte esa independencia.
Las súplicas de Adam la decidieron a no perseguir el nombramiento. Ahora, al considerar los argumentos de su abuelo, además de su persuasión y apremio, Nell se veía obligada a admitir que dedicarse a comentar la escena política no bastaba. Quería entrar en juego.
—Mac, voy a poner las cartas sobre la mesa. Adam es mi marido y le amo. A ti, por el contrario, nunca te gustó —dijo, por fin.
—Eso no es verdad.
—Entonces, digámoslo de otro modo. Desde que abrió su propio despacho, te irrita. Si me presento al cargo, será como en los viejos tiempos. Tú y yo pasaremos mucho tiempo juntos y, para que esto funcione, debes prometerme que tratarás a Adam del modo en que te gustaría que te trataran a ti si las posiciones estuvieran invertidas.
—Y yo te prometo que le acogeré en mi seno. Entonces, ¿te presentas?
Al abandonar las oficinas de Cornelius MacDermott una hora más tarde, Nell le había dado su palabra de que iba a luchar por el escaño al Congreso que Bob Gorman había dejado vacante.