Solo es cuestión de segundos que consigan forzar la puerta, pensó el Búho. Casi había logrado completar mi misión. Miró los búhos de peltre que tenía en el puño, los que pensaba dejar con los cuerpos de Laura, Jean y Meredith.
Ahora ya no podría ser.
—Entrégate —gritó Sam Deegan—. Todo ha terminado. Sabes que no podrás escapar.
Oh, claro que puedo, pensó el Búho. Suspiró y se sacó la máscara del bolsillo. Se la puso y se miró al espejo que había encima del tocador para asegurarse de que estaba bien colocada. Dejó los búhos de peltre en el tocador.
—Soy un búho y vivo en un árbol —dijo en voz alta.
Tenía la pistola en el otro bolsillo. La sacó y la apoyó contra su sien.
—La noche es mi momento —susurró. Después cerró los ojos y apretó el gatillo.
Al oír el disparo, Sam Deegan abrió la puerta de una patada y entró corriendo, seguido de Eddie Zarro y los dos policías.
El cuerpo estaba tendido en el suelo, con la pistola al lado. El hombre había caído hacia atrás y la máscara seguía en su sitio, aunque la sangre empezaba a empaparla.
Sam se inclinó, se la quitó y miró a aquel hombre que había acabado con la vida de tantas personas inocentes. Ahora que estaba muerto, las señales de las operaciones de cirugía plástica se veían claramente, y las facciones que algún cirujano había tratado de hacer atractivas tenían un algo deforme y repulsivo.
—Curioso —dijo Sam—. Gordon Amory hubiera sido la última persona que hubiera imaginado como el Búho.