Jean levantó la vista cuando oyó que alguien abría la puerta de la habitación de un empujón. El Búho estaba en el umbral. Llevaba en brazos una figura delgada, vestida con el uniforme gris oscuro de los cadetes de West Point. Con una sonrisa de satisfacción, cruzó la habitación y dejó a Meredith a los pies de Jean.
—¡Contempla a tu hija! —dijo con tono triunfal—. Mírala a la cara. Contempla esos rasgos que tan familiares te resultan. ¿A que es guapa? ¿No estás orgullosa?
Reed, pensó Jean, es igual que Reed. ¡Lily es la viva imagen de Reed! La nariz fina y aguileña, los ojos muy separados, los pómulos altos, el pelo dorado. Oh, Dios mío, ¿la ha matado? No, no… ¡Respira!
—¡No le hagas daño! ¡No te atrevas a hacerle daño! —dijo. Cuando trató de gritar, su voz sonó como un gemido apagado. Desde la cama le llegaban los sollozos asustados de Laura.
—No voy a hacerle daño, Jeannie, pero sí voy a matarla, y tú lo vas a presenciar. Luego le tocará el turno a Laura. Y después a ti. Creo que para entonces casi podría considerarse que te estoy haciendo un favor. No creo que quieras seguir viviendo después de ver morir a tu hija, ¿verdad?
El Búho cruzó la habitación con deliberada lentitud, cogió el gancho donde había colocado la bolsa con las palabras LILY/MEREDITH, y volvió. Se arrodilló junto a la figura inmóvil de Meredith y quitó la bolsa del gancho.
—¿Quieres rezar, Jean? —preguntó—. Creo que el salmo veintitrés sería muy apropiado en estos momentos. Vamos: «El Señor es mi pastor…».
Perpleja y horrorizada, Jean observó cómo el Búho deslizaba la bolsa de plástico sobre la cabeza de Lily.
—No, no, no… —Antes de que la bolsa llegara a la nariz de Lily, Jean ladeó la silla, la hizo caer hacia delante y protegió a su hija con su cuerpo. La silla golpeó al Búho en el brazo, que quedó apresado debajo. El hombre chilló de dolor. Mientras luchaba por liberar el brazo, oyó que abajo alguien abría la puerta de un golpe.