Conforme llegaban al cóctel, Jack Emerson, que presidía el comité de la reunión, invitaba a los homenajeados a entrar en la salita que había al fondo de la suite Hudson River. Era un hombre rubicundo con pinta de beber mucho —se notaba por los capilares rotos de su cara—, y el único miembro de la clase que había decidido quedarse en Cornwall, y por tanto estaba en posición de hacer los preparativos necesarios para aquel fin de semana.
—Cuando presentemos a cada uno de los alumnos de la clase, quiero reservaros a ti y los otros para el final —explicaba.
Jean entró a tiempo para oír el comentario de Gordon Amory.
—Jack, deduzco que tenemos que darte a ti las gracias por ser los elegidos para recibir un homenaje.
—Fue idea mía —dijo Emerson con tono cordial—. Y lo merecéis, del primero al último. Gordie, quiero decir, Gordon, tú eres una figura destacada en la televisión por cable. Mark es un psiquiatra de renombre por sus conocimientos sobre el comportamiento de los adolescentes. Robby es un destacado cómico y mimo. Howie, perdón, Carter Stewart, es un importante autor de teatro. Jean Sheridan… oh, estás ahí, Jean, qué alegría verte… es decana y profesora de historia en Georgetown, y se ha convertido en una autora de best sellers. Laura Wilcox era la estrella de una comedia de situación que estuvo mucho tiempo en pantalla. Y Alison Kendall era directora de una importante agencia de talentos. Como sabéis, ella hubiera sido la séptima homenajeada. Enviaremos su placa a sus padres. Están muy contentos al saber que su clase va a rendirle homenaje.
La clase de la mala suerte, pensó Jean con una punzada de dolor cuando Emerson corrió a plantificarle un beso en la mejilla. Esas eran las palabras que había utilizado Jake Perkins, el reportero del instituto, cuando la retuvo unos momentos para entrevistarla. Lo que le había dicho la había dejado conmocionada. Después de la graduación, perdí el contacto con todo el mundo, menos con Laura y Alison, recordó. El año que Catherine murió, yo estaba en Chicago, porque en teoría había decidido pasar un año trabajando antes de empezar en la universidad. Sabía que el avión de Debby Parker se estrelló, pero no sabía lo de Cindy Lang y Gloria Martin. Y hace solo un mes, Alison. Señor, solíamos sentarnos todas a la misma mesa.
Y ahora solo quedamos Laura y yo, pensó. ¿Qué clase de destino se cierne sobre nosotras?
Laura había llamado para decir que se encontrarían en la reunión. «Jeannie, ya sé que habíamos hablado de vernos antes, pero no estoy lista todavía. Tengo que hacer una entrada triunfal —le explicó—. Mi propósito durante el fin de semana es coquetear y ganarme a Gordie Amory para poder interpretar el papel principal en su nueva serie de televisión».
En lugar de decepcionada, Jean se dio cuenta de que se sentía aliviada. De ese modo tendría tiempo de llamar a Alice Sommers, que había sido vecina suya hacía años. Ahora la señora Sommers vivía en el centro de la localidad. Los Sommers se habían mudado a Cornwall unos dos años antes de que su hija Karen fuera asesinada. Jean nunca olvidaría aquella vez que la señora Sommers la fue a recoger a la escuela. «Jean, ¿por qué no te vienes a comprar conmigo? —le propuso—. No creo que debas ir a casa en estos momentos».
Aquel día, le habían ahorrado la vergüenza de ver un coche de la policía delante de su casa, y a sus padres esposados. No tuvo ocasión de conocer bien a Karen Sommers. Karen estudiaba en la facultad de medicina de la Universidad de Columbia, en Manhattan, donde los Sommers tenían un apartamento. Normalmente era allí donde veían a su hija. De hecho, hasta la noche que la mataron, Karen había ido muy pocas veces a Cornwall.
Siempre hemos mantenido el contacto, pensó Jean. Cuando venían a Washington, siempre me llamaban para invitarme a cenar. Michael Sommers había muerto hacía unos años, pero Alice se enteró de lo de la reunión y la llamó para invitarla a desayunar antes de la visita programada a West Point.
En aquel rato que había quedado en pasar con Laura, Jean tomó una decisión. Al día siguiente, cuando viera a Alice, le contaría lo de Lily y le enseñaría los faxes y la carta original con el cepillo y las hebras de pelo. Si alguien sabía de la existencia del bebé es porque había visto los archivos del doctor Connors, pensó. Tenía que ser alguien que estaba por aquí en aquella época o que conociera a alguien que tuviera acceso a esos papeles. Alice quizá pueda ayudarme a encontrar a la persona más adecuada de la policía local. Ella siempre decía que aún estaban buscando al asesino de su Karen.
—Jean, me alegro de verte. —Mark Fleischman, que había estado hablando con Robby Brent, se acercó a ella—. Estás muy guapa, aunque pareces preocupada. ¿Te ha atrapado ese reportero?
Ella asintió.
—Sí, así es. Me he quedado de piedra, Mark. No sabía nada de esas muertes, excepto la de Debbie, y la de Alison, claro.
Fleischman asintió.
—Yo tampoco. En realidad, ni siquiera sabía lo de Debbie. Nunca me he preocupado de mirar nada de lo que llegaba sobre Stonecroft hasta que Jack Emerson se puso en contacto conmigo.
—¿Qué te ha preguntado Perkins?
—Concretamente, me ha preguntado si, como psiquiatra, dado que las cinco no murieron a la vez en un accidente múltiple, no me parece raro que en un grupo tan pequeño haya un número tan elevado de muertes. Le he dicho que no hace falta ser muy listo para saber que, en efecto, es un número muy elevado. Por supuesto.
Jean asintió.
—A mí me ha dicho que, según sus investigaciones, puede ocurrir algo así en época de guerras, pero que hay casos de familias o compañeros de clase o miembros de un equipo que parecen estar gafados. Mark, yo no creo que sea ninguna maldición. Creo que es raro.
Jack Emerson los había oído. La sonrisa que había lucido mientras enumeraba sus respectivos logros se desvaneció y fue sustituida por una mirada de preocupación e irritación.
—Le he dicho a ese crío que dejara de enseñar la lista —comentó.
Carter Stewart entró en la salita con Laura Wilcox a tiempo para oír a Emerson.
—Pues te puedo asegurar que la está enseñando —dijo con tono seco—. A los que aún no habéis sido asaltados por ese jovencito os recomiendo que le digáis que no queréis verla. A mí me ha funcionado.
Jean estaba de pie a un lado, y Laura no la había visto al entrar.
—¿Os importa si me uno al grupo, o me he colado en un club de hombres sin querer?
Con una sonrisa en la cara, fue pasando de uno a otro, acercándose para mirar sus tarjetas de identificación y besándolos después en la mejilla.
—Mark Fleischman, Gordon Amory, Robby Brent, Jack Emerson. Y, por supuesto, Carter, a quien yo conocía como Howie y que todavía no me ha besado. Estáis todos estupendos. Veis, ahí está la diferencia. Yo estaba en mi mejor momento cuando tenía dieciséis años, y a partir de ahí todo ha ido cuesta abajo. En cambio, en aquella época, vosotros cuatro y Howie, quiero decir, Carter, no habíais hecho más que empezar a subir.
Entonces vio a Jean y corrió a abrazarla.
Era lo que necesitaban para romper el hielo. Mark Fleischman vio que todos se relajaban considerablemente; las expresiones educadas se convirtieron en sonrisas divertidas y los vinos de calidad que se habían reservado para los homenajeados empezaron a beberse.
Laura sigue estando buenísima, pensó. Tendrá treinta y ocho o treinta y nueve, como los demás, pero aparenta treinta. Se notaba que el vestido que llevaba era caro. La serie de televisión en la que salía había dejado de emitirse hacía un par de años. ¿Habría tenido suficiente trabajo después? Sabía que había pasado por un divorcio complicado, con recursos y más recursos por ambas partes; lo había leído en la página seis del New York Post. Sonrió para sus adentros cuando vio que besaba una segunda vez a Gordie.
—Antes estabas loco por mí —le dijo en broma.
Y por fin llegó su turno.
—Mark Fleischman —dijo Laura sin aliento—. Cuando estuve saliendo con Barry Diamond tú te pusiste muy celoso, ¿a que sí?
Él sonrió.
—Tienes razón. Laura. Pero eso fue hace mucho tiempo.
—Lo sé, pero no lo he olvidado. —La sonrisa de Laura era radiante.
En una ocasión, Mark había leído que la duquesa de Windsor sabía hacer que cada hombre al que se dirigía se sintiera como si fuera el único de la sala. Observó cómo Laura se volvía hacia otro rostro familiar.
—Yo tampoco lo he olvidado. Laura —dijo el hombre, con voz queda—. No lo he olvidado ni por un momento.