Eran las once cuarenta y cinco cuando Craig Michaelson llamó a Sam, que ya estaba de vuelta en el Glen-Ridge.
—Mi secretaria trató de ponerse en contacto conmigo, pero yo ya había salido de la reunión y olvidé conectar el móvil —le explicó el abogado atropelladamente—. Acabo de llegar a la oficina. ¿Qué está pasando?
—Lo que está pasando es que han secuestrado a Jean Sheridan —dijo Sam muy escueto—. Me importa un bledo si su hija está en West Point rodeada por un ejército. Quiero que se asegure de que tiene un guardia especialmente para ella. Hay un psicópata suelto en la zona. Hace un par de horas sacamos del Hudson el cadáver de uno de los homenajeados de la reunión de ex alumnos de Stonecroft. Lo habían apuñalado.
—¡Jean Sheridan ha desaparecido! El general y su esposa han salido de Washington en el vuelo de las once. Venían hacia aquí para cenar con la doctora esta noche. Mientras estén en el aire no puedo ponerme en contacto con ellos.
La preocupación y la frustración acumuladas de Sam acabaron por estallar.
—Claro que puede —vociferó—. Puede pasar un mensaje al piloto a través de la compañía aérea, aunque ya es demasiado tarde para eso. Dígame el nombre de la hija de Jean Sheridan. Y lo quiero ahora. Telefonearé yo mismo a West Point.
—Es la cadete Meredith Buckley. Está estudiando segundo curso. En cualquier caso, el general me aseguró que Meredith no saldría del campus de West Point ni el jueves ni el viernes porque tiene exámenes.
—Pues recemos porque el general tenga razón. Señor Michaelson, quiero que esté localizable, por si se da el caso improbable de que el superintendente de la academia no colabora.
—Estaré en mi despacho.
—Y si sale de él, asegúrese de que lleva el móvil encendido.
Sam estaba en el despacho situado detrás del mostrador de recepción del hotel, el lugar donde había iniciado la investigación sobre la desaparición de Laura Wilcox. Eddie Zarro se había reunido allí con él.
—Quieres mantener desocupada la línea de tu móvil, ¿verdad? —le preguntó Eddie.
Sam asintió y observó cómo Eddie marcaba el número de West Point. Mientras esperaba, buscó con frenesí en su cabeza algo que pudiera sugerir otro curso de acción. Los técnicos estaban localizando la posición del móvil de Jean, lo que conseguirían en cuestión de minutos. Eso quizá ayude… suponiendo que no esté en algún cubo de basura, pensó Sam.
—Sam, me pasan con la oficina del superintendente —le indicó Eddie. Cuando Sam cogió el teléfono, su tono fue un poco menos imperativo que el que había empleado para dirigirse a Michaelson. Habló con la secretaria y no escatimó palabras.
—Soy el agente Sam Deegan, de la oficina del fiscal del distrito del condado de Orange. Es posible que la cadete Meredith Buckley corra un grave peligro a causa de un maníaco asesino. Necesito hablar con el superintendente enseguida.
No tuvo que esperar más que diez segundos. El superintendente escuchó la breve explicación de Sam y luego dijo:
—Seguramente en estos momentos estará haciendo un examen. Haré que la traigan a mi despacho enseguida.
—Solo necesito saber que está ahí —pidió Sam—. Esperaré.
Aguardó cinco minutos al teléfono. Cuando el superintendente volvió a hablar, su voz estaba cargada de emoción.
—Hace menos de cinco minutos que han visto a la cadete Buckley salir por Thayer Gate y dirigirse al aparcamiento del museo de la Academia Militar. No ha vuelto, y no está ni en el aparcamiento ni en el museo.
Sam no quería creer lo que estaba oyendo. Ella no, por favor, solo es una cría de diecinueve años.
—Por lo que me han dicho, le había prometido a su padre no abandonar West Point. ¿Está seguro de que ha salido?
—La cadete no ha faltado a su palabra —dijo el superintendente—. Aunque está abierto al público, se considera que el museo es parte del campus de West Point.