El coche con el cadáver de Robby Brent se había hundido en el Hudson a la altura de Cornwall Landing. Aquel parque, normalmente un lugar tranquilo, con sus bancos y sus sauces llorones, se había convertido en el centro de la actividad policial. Habían acordonado rápidamente la zona para mantener a raya a los curiosos que, junto con los medios de comunicación, no dejaban de llegar.
Cuando Sam se presentó a las diez y media, el cuerpo del difunto Robby Brent ya había sido introducido en una bolsa y subido a un coche para trasladarlo al depósito de cadáveres. Cal Gray, el forense, puso a Sam al corriente.
—Lleva muerto al menos un par de días. Herida de arma blanca en el pecho. Le atravesó el corazón. Primero tengo que tomar las medidas, pero debo decir que a primera vista el arma parece la misma que la que mató a Helen Whelan. Por lo que he visto, la persona que asesinó a Brent era mucho más alta que él o estaba por encima de la víctima, en una escalera o algo parecido. El ángulo en que penetró el cuchillo no deja lugar a dudas.
Mark Fleischman es alto, pensó Sam. Mientras estuvo hablando con Fleischman, comprendió por qué a Jean le atraía. El hombre tenía una explicación plausible de por qué había preguntado por los faxes y cómo supo que Jean había sido paciente del doctor Connors. ¿Decía la verdad o era que tenía mucha labia? Sam no estaba seguro.
Antes de acudir al escenario del crimen, había llamado a Jean a su móvil, pero no contestaba. Le dejó un mensaje para pedirle que se pusiera en contacto con él enseguida y luego marcó el número de Alice Sommers.
Alice le había tranquilizado un poco. «Sam, cuando Jean me habló de su cita con los padres adoptivos de Lily esta noche, mencionó que le hubiera gustado haber traído más ropa. Woodbury Mall está a menos de media hora. No me extrañaría que hubiera decidido ir allí a hacer unas compras».
Era una suposición razonable y había ayudado a apaciguar ligeramente su preocupación por Jean. Ahora, sin embargo, la preocupación volvía a aumentar, y supo que era su instinto, que le advertía que no esperara más para iniciar una búsqueda activa.
—El móvil no era el robo —decía en ese momento Cal Grey—. Brent llevaba puesto un reloj caro y seiscientos pavos en la cartera, además de media docena de tarjetas de crédito. ¿Cuánto hace que desapareció?
—Nadie le había visto desde la cena del lunes por la noche —respondió Sam.
—Mi impresión es que no duró mucho más —comentó Grey—. Evidentemente, la autopsia permitirá establecer el momento de la muerte con mayor exactitud.
—Yo estuve en esa cena —explicó Sam—. ¿Qué ropa llevaba puesta cuando lo sacasteis del maletero?
—Chaqueta beige, pantalón marrón oscuro y jersey de cuello alto.
—Entonces, a menos que durmiera con la ropa puesta, murió esa misma noche.
Los flashes de las cámaras no dejaban de dispararse mientras los fotógrafos que había detrás del cordón policial tomaban fotografías del coche que se había convertido en el ataúd de Robby Brent. Un camión de rescate lo había sacado del río y ahora, sujeto aún al cable, estaba en la orilla, chorreando agua mientras los técnicos lo fotografiaban desde diferentes ángulos.
Un policía local dio a Sam todos los detalles, que eran bastante escasos.
—Creemos que debieron de sumergir el automóvil hacia las diez de ayer por la noche. Una pareja que vive en New Windsor pasó por la zona haciendo footing hacia las diez menos cuarto. Dicen que vieron un coche aparcado cerca de las vías del tren y que había un hombre dentro. Giraron y siguieron corriendo cerca de un kilómetro. Cuando volvieron a este punto, el vehículo ya no estaba, pero había un hombre que caminaba a toda prisa por Shore Road.
—¿Lo vieron bien?
—No.
—¿Dijeron si era alto, muy alto? —preguntó Sam.
—No se ponen de acuerdo. El marido dice que era un tipo de estatura media; en cambio, a la mujer le pareció muy alto. Los dos llevan gafas para ver de lejos y reconocen que apenas lo miraron, pero están seguros de que el coche estaba aparcado aquí, que diez minutos más tarde ya no estaba y que alguien se alejaba de la zona a toda prisa.
Dios nos libre de los testigos oculares, pensó Sam. Cuando se volvió, vio a Jake Perkins, que trataba de abrirse paso entre la gente que se agolpaba tras el cordón policial. Llevaba una cámara que a Sam le recordó las que había visto en un libro sobre Robert Capa, el genial fotógrafo de la Segunda Guerra Mundial.
Me pregunto si ese crío no tendrá el don de desdoblarse, pensó Sam. No es que parezca que está en todas partes, es que está en todas partes. Su mirada se encontró con la de Jake, pero el chico la apartó inmediatamente. Está molesto conmigo porque le dije a Tony que lo metiera en el calabozo cuando le contó que estaba colaborando conmigo en la investigación sobre la desaparición de Laura. Podría haberle echado un cable y decir al menos que el chico trataba de ayudar, porque es verdad. Después de todo, fue él quien me dijo que Laura parecía nerviosa cuando llamó aquella vez.
Estaba tratando de decidir si se acercaba a Jake y hablaba con él cuando su móvil sonó.
Se lo sacó enseguida del bolsillo, con la esperanza de que fuera Jean quien llamaba. Pero no, era Joy Lacko.
—Sam, alguien ha hecho una llamada al novecientos once hace unos minutos. Un BMW descapotable registrado a nombre de la doctora Jean Sheridan lleva un par de horas aparcado en el mirador Storm King, en la doscientos dieciocho. La llamada la hizo un viajante de comercio que pasó por allí hacia las siete cuarenta y cinco y que volvió a pasar hará unos veinte minutos. Dice que le pareció raro que el coche estuviera allí tanto rato y se paró a ver si había algún problema. Las llaves de contacto estaban puestas, y la agenda de la doctora Sheridan estaba sobre el asiento. No pinta nada bien.
—Por eso no contestaba mis llamadas —dijo Sam con pesar—. Dios, Joy, ¿por qué no insistí en que llevara un guardaespaldas? ¿Sigue el coche en el mirador?
—Sí. Rich sabía que querría examinar la zona antes de que nos lo lleváramos. —La voz de Joy reflejaba comprensión—. Nos mantendremos en contacto, Sam.
El vehículo donde habían subido el cuerpo de Robby Brent empezó a dar marcha atrás. Tres cadáveres en ese camión de carne en menos de una semana, pensó Sam. Que el siguiente no sea el de Jean Sheridan, por favor, suplicó. Que no sea el de Jean.