Robby Brent se había registrado en el hotel el jueves por la tarde. Acababa de terminar los seis días que tenía contratados con el Trump Casino de Atlantic City, donde su famosa comedia había sido un éxito de público, como de costumbre. No tenía sentido coger el avión para ir a su casa en San Francisco y tener que volver a los dos días, y no le apetecía quedarse en Atlantic City ni pasar por Nueva York.
Ha sido una buena decisión, pensó mientras se vestía para el cóctel de bienvenida. Abrió el armario ropero para coger el traje azul oscuro. Se lo puso y se estudió con mirada crítica en el espejo de la puerta. A pesar de la pésima iluminación, se dijo, tenía buen aspecto. Lo habían comparado a Don Rickles, no solo por sus comedias de ritmo trepidante, sino también por su físico. Cara redonda, calva reluciente, un poco recio… podía entender la comparación. Aun así, su aspecto no había impedido que las mujeres se sintieran atraídas por él. Después de Stonecroft, se dijo, sin duda después de Stonecroft.
Aún tenía un par de minutos antes de bajar. Se acercó a la ventana y, mientras miraba al exterior, pensó en cómo el día anterior, después de registrarse, había estado paseando por la ciudad, viendo las casas de los antiguos alumnos que, como él, serían homenajeados en la reunión.
Había pasado ante la casa de Jeannie Sheridan, y recordó que en un par de ocasiones habían tenido que llamar a la policía porque sus padres estaban peleándose en la entrada. Había oído decir que se divorciaron hacía años. Seguramente fue una suerte. La gente decía que algún día uno de los dos saldría mal parado en alguna de aquellas peleas.
La primera casa de Laura Wilcox estaba justo al lado. Luego su padre heredó un dinero y la familia se mudó a la casa grande de Concord Avenue, cuando estudiaban segundo en el instituto. De pequeño a veces pasaba por delante de la primera casa de Laura, con la esperanza de que por casualidad ella saliera y pudieran entablar conversación.
La compró una familia llamada Sommers. Y allí asesinaron a su hija. Acabaron por venderla. La mayoría de la gente no quiere vivir en una casa donde han apuñalado a un hijo suyo. Aquello ocurrió el fin de semana del día de Colón, pensó.
La invitación para la reunión estaba sobre la cama. La miró. Una hoja con el nombre de los homenajeados y sus biografías había llegado en el mismo sobre. Carter Stewart. ¿Cuánto tiempo le costó que dejaran de llamarle Howie después de salir de Stonecroft? La madre de Howie se tenía por una artista y siempre andaba por ahí con su bloc de dibujo. De vez en cuando convencía a los de la galería de arte de que expusieran cosas suyas. Realmente malas, pensó Robby. Su padre era un camorrista y no paraba de zurrar al crío. No era de extrañar que sus obras fueran tan negras. Howie solía escapar de la casa y se escondía de su viejo en los patios traseros de los vecinos. Es posible que tenga éxito, pero en el fondo sigue siendo el mismo crío que se asomaba a escondidas a las ventanas de las casas de la gente. Él pensaba que nadie lo veía, pero lo pillé un par de veces. Estaba tan loco por Laura que casi le rezumaba por los poros.
Como yo, reconoció Robby, mirando con desprecio la fotografía de Gordie Amory, el niño de la cirugía plástica. El hombre portada. El día anterior, durante su paseo, había buscado la casa de Gordie y vio que la habían reformado de arriba abajo. Antes era de un extraño tono azul, y en cambio ahora era el doble de grande, de un blanco deslumbrante… como la nueva dentadura de Gordie, pensó.
La primera casa de Gordie se había quemado cuando eran pequeños. Por la ciudad había corrido el chiste de que era la única forma de poder limpiarla a conciencia. La madre siempre lo tenía todo como una cuadra. Muchos pensaban que Gordie le prendió fuego deliberadamente. No me extrañaría, pensó Robby. Siempre fue un niño raro. Robby se recordó que, cuando se vieran en el cóctel, debía llamarlo Gordon. Después de salir del instituto había coincidido con él algunas veces… un tipo nervioso como él solo, y otro que estaba colado por Laura.
Como Mark Fleischman, el otro hombre al que se homenajearía. En el colegio Mark nunca se metía con nadie, pero siempre daba la sensación de que la procesión iba por dentro. Siempre había permanecido a la sombra de su hermano mayor, Dennis, que fue un personaje importante en Stonecroft, de los mejores estudiantes, atleta destacado. En el pueblo todo el mundo le conocía. Murió en un accidente de coche el año antes de que su clase empezara en la universidad. Los dos hermanos eran como la noche y el día. En Cornwall todo el mundo sabía perfectamente que, si Dios tenía que quitarles a uno de sus hijos, los padres de Mark hubieran preferido mil veces que se llevara a este, no a Dennis. El chico llevaba dentro tanto resentimiento que lo raro es que no se le saliera por las orejas, pensó Robby algo sombrío.
Echó mano de la llave de la habitación, dispuesto por fin a enfrentarse al gentío congregado abajo, y abrió la puerta. Básicamente mis compañeros de clase o no me gustaban o los odiaba, pensó. Entonces ¿por qué he aceptado la invitación? Apretó el botón para llamar el ascensor. Es una forma de conseguir material nuevo, se prometió. Había otra razón, por supuesto, pero la apartó enseguida de su mente. No iré allí, pensó cuando la puerta del ascensor se abría. Al menos no por ahora.