Cuando colgó el auricular después de hablar con Laura, Jean se lavó la cara, se peinó, se puso el chándal, se guardó el móvil en el bolsillo, cogió su agenda y salió corriendo a buscar el coche. El mirador de Storm King estaba a quince minutos del hotel, en la carretera 218. Aún era temprano, así que habría poco tráfico. Jean era una conductora responsable, pero esta vez pisó el acelerador y vio cómo el velocímetro subía hasta ciento doce kilómetros por hora. En el reloj vio que pasaban dos minutos de las siete.
Laura está desesperada, pensó. ¿Por qué quiere que nos veamos allí? ¿No querrá matarse? Una y otra vez imaginaba, angustiada, que Laura llegaba al lugar antes que ella y, desesperada, se subía a la baranda y saltaba al vacío. El mirador estaba a cientos de metros sobre el río Hudson.
El coche derrapó en la última curva y por un terrible momento Jean no estuvo segura de poder controlarlo, pero las ruedas volvieron a su sitio y entonces vio un automóvil aparcado cerca del telescopio que había en el punto de observación. Que sea Laura, rezó. Que esté allí y esté bien.
Los neumáticos chirriaron cuando giró hacia la zona de aparcamiento, luego apagó el motor, bajó y corrió a abrir la portezuela del pasajero del otro coche.
—Laura… —El saludo se le apagó en los labios. El hombre que había al volante llevaba puesta una máscara, una máscara de plástico con la forma de la cara de un búho. Los ojos, con las pupilas negras en mitad de un iris amarillo, estaban rodeados de plumas blancas que cambiaban gradualmente de color hasta convertirse en marrón alrededor del pico.
Y llevaba una pistola.
Aterrada, Jean dio media vuelta para huir, pero una voz conocida le ordenó:
—Sube al coche, Jean, a no ser que quieras morir aquí. Y no pronuncies mi nombre. Está prohibido.
El coche de Jean estaba a solo unos metros. ¿Debía tratar de llegar hasta él? ¿Le dispararía aquel hombre? Había levantado la pistola.
Jean vaciló, paralizada por el miedo. Luego, en un intento de ganar tiempo, empezó a subir lentamente el pie hacia el automóvil. Saltaré hacia atrás, pensó. Me agacharé. Y él tendrá que salir para dispararme. Hasta es posible que consiga llegar a mi coche. Pero, en un rápido movimiento, él la cogió del brazo y de un tirón la hizo entrar en el vehículo y cerró la portezuela.
Un momento después, el hombre había dado marcha atrás y enfilaba la carretera 218. Volvían a Cornwall. Se quitó la máscara y sonrió.
—Soy el Búho —dijo—. Soy el Búho. Nunca debes llamarme por ningún otro nombre. ¿Lo has entendido?
Está loco, pensó Jean asintiendo con la cabeza. No había otros coches en la carretera. Si uno venía de frente, ¿debía inclinarse y tocar el claxon? Mejor arriesgarse allí que dejar que la llevara a algún lugar solitario donde nadie pudiera ayudarla.
—So-so-soy el el bú-búho y vvvvivo en un un á-á-árbol —recitó—. ¿Te acuerdas, Jeannie?
—Lo recuerdo. —Sus labios empezaron a formar el nombre de él y entonces se quedaron helados antes de que pudiera brotar ningún sonido. Va a matarme, pensó. Me aferraré al volante y trataré de provocar un accidente.
Él se volvió hacia Jean y esbozó una sonrisa de satisfacción. Las pupilas de sus ojos eran negras.
El móvil, pensó ella. Lo tengo en el bolsillo. Se pegó tanto como pudo al asiento y trató de cogerlo. Por fin consiguió sacarlo y empujarlo a un lado, donde él no podía verlo, pero, antes de que pudiera abrir la tapa y marcar el 911, el Búho tendió una mano hacia ella.
—Empieza a haber tráfico —comentó. Con los dedos engarriados como garras, la cogió del cuello.
Ella trató de escabullirse y, con su último pensamiento consciente, empujó el móvil entre el asiento y el respaldo.
Cuando despertó, estaba atada a una silla; tenía una mordaza en la boca. La habitación estaba a oscuras, pero vislumbraba la figura de una mujer tumbada en la cama que había al otro lado, una mujer con un vestido que brillaba y reflejaba los suaves destellos de luz que se colaban por los lados de las gruesas persianas.
¿Qué ha pasado?, pensó. Me duele la cabeza. ¿Por qué no puedo moverme? ¿Estoy soñando? No, iba a reunirme con Laura. Subí al coche y…
—Estás despierta, Jeannie, ¿verdad?
Jean tuvo que hacer un gran esfuerzo para volver la cabeza. Él estaba en el umbral.
—Te he dado una buena sorpresa, ¿verdad que sí? ¿Te acuerdas de la representación teatral de segundo de primaria? Todos os reísteis de mí. Tú te reíste de mí. ¿Te acuerdas?
No, yo no me reí, pensó Jean. A mí me diste pena.
La mordaza estaba tan apretada que no estaba segura de que él pudiera oírla.
—Lo recuerdo. —Para asegurarse de que él la entendía, asintió vigorosamente con la cabeza.
—Eres más lista que Laura —dijo él—. Ahora debo irme. Os dejaré juntas, pero volveré pronto. Y traeré conmigo a alguien que te mueres por ver. ¿No lo adivinas?
Y se fue. Desde la cama a Jean le llegaron unos gemidos. Luego, con la voz amortiguada por la mordaza, pero aun así audible, Laura dijo:
—Jeannie… prometió… no haría daño a Lily… pero va… a matarla también.