—Lo siento, Rich. No me venga con que es una extraña coincidencia que Gloria Martin, una de las chicas de la mesa del comedor de Stonecroft, tuviera un búho de peltre en la mano cuando murió —dijo Sam llanamente.
Otra noche sin dormir. Después de recibir la llamada de Joy Lacko, había ido directamente a su despacho. El archivo sobre el suicidio de Gloria Martin había llegado del departamento de policía de Bethlehem, y juntos analizaron cada palabra del informe, así como la narración de los hechos que apareció en el periódico.
Cuando Rich Stevens llegó a la oficina a las ocho de la mañana, los convocó a una reunión. Tras escuchar a Sam, se volvió hacia Joy.
—¿Tú qué opinas?
—Al principio pensé que estaba muy claro, que el búho loco había estado matando a alumnas de Stonecroft en los últimos veinte años y que había vuelto a la zona. Ahora no estoy tan segura. Hablé con Rudy Haverman, el policía que investigó el suicidio de Gloria Martin hace ocho años. Y realizó una investigación concienzuda. Me dijo que a Martin le gustaban esa clase de baratijas. Por lo visto, le encantaba coleccionar figuritas de animales, pájaros y cosas por el estilo. El que tenía en la mano cuando murió aún estaba en su envoltorio. Haverman encontró a la mujer que se lo vendió en el paseo de la localidad, y la señora recordaba perfectamente que la Martin había dicho que lo compraba para hacer una broma.
—Dices que los análisis demuestran que estaba borracha cuando murió —apuntó Stevens.
—Sí. Los análisis daban cero coma veinte. Según Haverman, empezó a beber después de divorciarse, y llegó al punto de decir a sus amigos que no tenía ningún motivo para vivir.
—Joy, ¿has hallado en los archivos de las otras muertas de la mesa del comedor algo que indique que cuando las examinaron se encontró uno de esos búhos en sus cuerpos o en su ropa?
—Por el momento no, señor —reconoció ella.
—Me trae sin cuidado si Gloria Martin compró ese búho personalmente —dijo Sam con obstinación—. El hecho de que lo tuviera en la mano me indica que fue asesinada. ¿Y qué si dijo a sus amistades que estaba deprimida? La mayoría de la gente se siente deprimida después de un divorcio, incluso cuando son ellos quienes lo piden. Martin estaba muy unida a su familia y sabía que los destrozaría si se suicidaba. No dejó ninguna nota y, a juzgar por la cantidad de alcohol que ingirió, habría sido un milagro que hubiera atinado a ponerse esa bolsa en la cabeza para asfixiarse y hubiera podido seguir aferrando el búho.
—¿Estás de acuerdo, Joy? —preguntó Stevens.
—Sí, señor. Rudy Haverman está convencido de que fue un suicidio, pero él no tiene que averiguar cómo es que se han encontrado otros dos cadáveres con un búho de peltre en el bolsillo.
Rich Stevens se recostó contra la silla y entrelazó las manos.
—Bueno, pongamos que la persona que asesinó a Helen Whelan y a Yvonne Tepper quizá, y lo repito, quizá, esté implicada en la muerte de al menos una de las fallecidas de la mesa del comedor de Stonecroft.
—La sexta, Laura Wilcox, está desaparecida —intervino Sam—. De modo que solo queda Jean Sheridan. Ayer le advertí que no confiara en nadie, pero no estoy seguro de que eso sea suficiente. Es posible que necesite protección.
—¿Dónde está ahora? —preguntó Stevens.
—En el hotel. Anoche me llamó hacia las nueve desde su habitación para darme las gracias por una cosa que le di. Había estado en un cóctel que ofreció el director de la Academia Stonecroft e iba a pedir que le subieran la cena. Esta noche conocerá a los padres adoptivos de su hija y me dijo que esperaba poder tranquilizarse y dormir como Dios manda. —Sam vaciló un momento, luego continuó—. Rich, a veces hay que confiar en la intuición. Joy está haciendo un buen trabajo con los archivos de las muertes de Stonecroft. Jean Sheridan se negaría en redondo si le propusiera que llevara un guardaespaldas, y seguramente haría lo mismo si usted le ofreciera protección. Pero le caigo bien y, si le digo que quiero estar cerca cada vez que salga del hotel, creo que aceptará.
—Buena idea, Sam —concedió Stevens—. Solo nos faltaría que le ocurriese algo a la doctora Sheridan.
—Una cosa más —agregó Sam—. Me gustaría que se vigilase a uno de los tipos de la reunión de ex alumnos que aún están en la ciudad. Se llama Mark Fleischman, doctor Mark Fleischman. Es psiquiatra.
Joy miró a Sam con las cejas arqueadas, algo sorprendida.
—¡El doctor Fleischman! Sam, da los consejos más sensatos que he oído nunca en televisión. Hace un par de semanas hizo un programa alertando a los padres sobre los niños que se sienten rechazados en casa o en la escuela, porque a veces esos niños se convierten en adultos heridos y con trastornos emocionales. De esos vemos muchos, ¿verdad?
—Sí, pero, según tengo entendido, Mark Fleischman se sintió muy herido tanto en casa como en la escuela —afirmó Sam con aire sombrío—, así que puede que hablara de sí mismo.
—Mira a ver a quién podemos poner a vigilarlo —indicó Rich Stevens—. Una cosa más… será mejor que declaremos desaparecida a Laura Wilcox. Hoy hace cinco días que se fue.
—Creo que, para ser realistas, habría que declararla desaparecida, supuestamente muerta —dijo Sam, algo categórico.