Para alegría de Duke Mackenzie, aquella noche, a las nueve menos cinco, el ex alumno taciturno de Stonecroft volvió a entrar en su café. Pidió un sándwich de queso gratinado y beicon, y un café con leche desnatada. Mientras el sándwich estaba en la parrilla, Duke se apresuró a iniciar una conversación.
—Una señora del grupo de ex alumnos ha venido esta mañana —le explicó—. Dijo que antes vivía en Mountain Road.
Duke no veía los ojos de aquel hombre detrás de las gafas oscuras pero, por la forma en que su cuerpo se tensó, supo que había suscitado su interés.
—¿Sabe cómo se llama? —preguntó el visitante como de pasada.
—No, señor. No lo sé, pero puedo describírsela. Muy guapa, con el pelo castaño y los ojos azules. Su hija se llama Meredith.
—¿Ella le ha dicho eso?
—No, señor. No me pregunte cómo fue, pero alguien que estaba hablando con ella por teléfono se lo dijo. No entendí por qué se emocionaba tanto. Es muy raro que una madre no sepa el nombre de su hija.
—Puede que estuviera hablando con algún otro de los ex alumnos que vinieron a la reunión —musitó el visitante—. ¿Por casualidad no mencionó el nombre de la persona con la que hablaba?
—No. Dijo que se verían mañana a las siete de la tarde.
Duke dio media vuelta, cogió una espátula y sacó el sándwich de la parrilla. No vio la fría sonrisa que esbozaba su cliente, ni le oyó musitar para sí:
—No, no lo hará, Duke; no lo hará.
—Aquí tiene, señor —dijo Duke con tono alegre—. Veo que toma usted el café con leche desnatada. Dicen que es más sano pero, la verdad, yo lo prefiero con un buen montón de nata, como antaño. No creo que tenga que preocuparme. A los ochenta y siete años mi padre aún estaba como un roble.
El Búho dejó el dinero sobre la barra y salió tras musitar un buenas noches. Notó que Duke lo observaba mientras se dirigía hacia el coche. No me extrañaría que me siguiera, pensó. Es lo bastante curioso para hacerlo. No se le escapa nada. No puedo volver a entrar en su café, aunque en realidad ya no importa. Mañana a esta hora todo habrá acabado.
Condujo lentamente por Mountain Road, pero al llegar a la casa de Laura decidió no detenerse. Es curioso, pensó, sigo considerándola la casa de Laura. Pasó de largo y estuvo mirando por el retrovisor hasta que se aseguró de que nadie le seguía. Luego dio la vuelta y volvió atrás, atento siempre a los faros de otros vehículos. Cuando llegó a su destino, apagó las luces del coche, giró bruscamente hacia la entrada y condujo hacia la relativa seguridad del patio trasero vallado.
Solo entonces se permitió concentrarse en lo que acababan de decirle. ¡Jean conoce el nombre de Meredith! Seguro que las personas con las que se iba a reunir al día siguiente eran los Buckley. Meredith no debía de haber recordado dónde perdió el cepillo; de lo contrario, ese detective, Sam Deegan, ya habría llamado a su puerta. Eso significaba que tenía que actuar con mayor rapidez de la que pensaba. Al día siguiente tendría que entrar y salir de aquella casa varias veces, a plena luz del día. Pero no podía dejar el coche aparcado fuera. Eso era evidente. Aunque el patio trasero estaba vallado, algún vecino podía verlo desde alguna ventana y llamar a la policía. Y se suponía que la casa estaba deshabitada.
El coche de Robby, con su cuerpo en el maletero, ocupaba una plaza del garaje; en la otra estaba el primer coche que el Búho había alquilado, el que tal vez había dejado traicioneras huellas de neumáticos en el lugar adonde llevó el cuerpo de Helen Whelan. Tenía que deshacerse de uno de los dos para tener acceso al garaje. El vehículo alquilado les podía llevar hasta él, pensó. Tengo que conservarlo hasta que sea seguro devolverlo.
He llegado muy lejos, pensó el Búho, el viaje ha sido tan largo que no puedo detenerme ahora. Debo terminar lo que empecé. Miró el sándwich y el café que había comprado para Laura. Yo no he cenado nada. ¿Qué más da si Laura come o no come esta noche? No tendrá tiempo de pasar hambre.
Así que abrió la bolsa y se comió el sándwich despacio. Y se bebió el café, aunque él lo prefería solo. Cuando terminó, salió del coche, abrió la puerta que daba a la cocina y entró. En vez de subir a la habitación de Laura, abrió la puerta que unía la cocina con el garaje y deliberadamente la cerró de un portazo mientras se ponía los guantes de plástico que siempre llevaba en el bolsillo de la chaqueta.
Laura lo oiría y se echaría a temblar pensando que esta vez quizá habría venido a matarla. Pero también tendría hambre, y no podría evitar preguntarse qué le había traído para comer. Entonces, cuando viera que no subía, el miedo y el hambre aumentarían más y más hasta que estuviera deshecha, lista para hacer lo que él quisiera, para obedecer.
En cierto modo, le hubiera gustado tranquilizarla y decirle que pronto se acabaría todo, porque tranquilizarla a ella era tranquilizarse a sí mismo. El dolor del brazo le inquietaba. Pensaba que estaba curando bien, pero la herida más grave se había vuelto a inflamar.
Había dejado la llave de contacto puesta en el coche de Robby. Asqueado ante la imagen del cuerpo sin vida de Robby, cubierto por unas mantas en el maletero, abrió la puerta del garaje, subió al vehículo y lo sacó marcha atrás. Unos minutos más tarde, aunque a él le pareció una eternidad, tenía su segundo coche de alquiler a salvo en el garaje.
El Búho condujo con las luces apagadas hasta que hubo recorrido media manzana, en dirección al que sería el destino final del automóvil de Robby, el río Hudson.
Cuarenta minutos más tarde, una vez cumplida su misión y después de volver caminando del lugar donde había hundido el coche, estaba a salvo en su habitación. La misión que le aguardaba al día siguiente era peligrosa, pensó, pero haría lo posible por minimizar el riesgo. Antes del amanecer, volvería a la casa de Laura. Quizá la obligara a llamar a Meredith y a decirle que ella era su madre natural. Laura le pediría que se reuniera con ella fuera de West Point, solo unos minutos, después del desayuno. Meredith sabe que es adoptada, pensó. Me habló sobre eso sin ningún tapujo. Ninguna chica de diecinueve años desaprovecharía la ocasión de conocer a su verdadera madre, de eso estaba seguro.
Entonces, cuando tuviera a Meredith, Laura llamaría a Jean.
Sam Deegan no era tonto. Era posible que en aquellos momentos estuviera indagando las muertes de las otras chicas de la mesa, investigando los accidentes que no habían sido tales. Hasta lo de Gloria no empecé a dejar mi firma, pensó el Búho, y lo irónico es que fue ella quien compró aquella baratija.
«Has llegado lejos en la vida. Y pensar que te llamábamos el Búho… —había dicho Gloria entre risas, algo borracha, totalmente insensible. Entonces le enseñó el búho de peltre, todavía envuelto en plástico—. Lo vi en uno de esos puestos de baratillo que hay en el paseo —le explicó—. Y cuando llamaste para decir que estabas en la ciudad volví y compré uno. Pensé que podíamos reírnos un rato».
El Búho tenía muchos motivos para estarle agradecido a Gloria. Después de matarla, compró una docena de búhos de peltre, de unos dos centímetros y medio de largo, a cinco dólares la unidad. Ahora le quedaban tres. Podía comprar más, desde luego, pero, cuando hubiera empleado los tres que le quedaban, tal vez ya no hiciera falta. Laura, Jean y Meredith. Un búho para cada una.
El Búho puso el despertador a las cinco de la madrugada y se fue a dormir.