La visita que Sam hizo a Dorothy Connors duró exactamente los quince minutos que le había prometido. Cuando vio lo enferma que estaba, se mostró muy amable, y enseguida comprendió que la preocupación que la mujer manifestaba era solamente por la reputación del marido. Saber eso le permitió poder ir directo al grano.
—Señora Connors, la doctora Sheridan habló con Peggy Kimball, que en otro tiempo trabajó para su marido. Para ayudar a la doctora Sheridan a encontrar a su hija, la señora Kimball le dijo que tal vez en alguna ocasión su marido se había saltado las normas que rigen los trámites de adopción. Si eso es lo que realmente le preocupa, puedo decirle que la doctora Sheridan ya ha localizado a su hija y que su adopción fue totalmente legal. De hecho, la doctora cenará mañana con los padres adoptivos, y pronto conocerá a su hija. Esa parte de la investigación ya ha terminado.
La expresión de alivio que vio en la cara de aquella mujer le confirmó que había logrado disipar sus temores.
—Mi marido era un hombre maravilloso —dijo ella—. Hubiera sido terrible si diez años después de su muerte la gente hubiera empezado a pensar que había hecho algo malo o ilegal.
Y lo hizo, pensó Sam, pero no estoy aquí por eso.
—Señora Connors, le prometo que nada de lo que me diga será utilizado de forma que pueda perjudicar la reputación de su marido. Por favor, contésteme esta pregunta: ¿tiene idea de cómo puede haber conseguido alguien el historial de Jean Sheridan que había en la consulta de su marido?
Cuando Dorothy Connors miró a Sam a los ojos, no quedaba el menor rastro de nerviosismo ni en su voz ni en su actitud.
—Tiene mi palabra de honor de que no conozco a esa persona, pero si la conociera se lo haría saber.
Habían estado sentados en la galería, que Sam supuso debía de ser donde la mujer pasaba la mayor parte del día. La señora Connors insistió en acompañarlo a la puerta pero, al abrirla, pareció vacilar.
—Mi marido llevó docenas de adopciones durante los cuarenta años que ejerció como médico —dijo—. Siempre hacía una fotografía del bebé después del parto. Anotaba la fecha detrás y, si la madre le había puesto un nombre antes de entregarlo, lo anotaba también. —Cerró la puerta—. Venga conmigo a la biblioteca —indicó. Sam la siguió por la sala de estar, y pasaron por una puerta vidriera que llevaba a una habitación llena de estanterías—. Los álbumes con las fotografías están ahí. Cuando la doctora Sheridan se fue, busqué la fotografía de su hija, Lily. Tenía miedo de que su adopción fuera de esas de las que no quedaba constancia. Pero, ahora que la doctora ha encontrado a su hija y va a conocerla, estoy segura de que le gustaría tener esta fotografía de Lily cuando tenía tres horas de vida.
Montones de álbumes de fotografías ocupaban una sección entera de las estanterías. Había etiquetas con fechas que se remontaban a cuarenta años atrás. El álbum que la señora Connors sacó tenía un punto de lectura. Lo abrió, sacó la fotografía de su cubierta de plástico y se la entregó a Sam.
—Por favor, dígale a la doctora Connors que me alegro por ella.
Cuando Sam subió al coche, se sacó cuidadosamente del bolsillo interior de la pechera la fotografía de un recién nacido de ojos grandes con largas pestañas y fino pelo enmarcando su cara. Qué preciosidad, pensó. Me imagino lo duro que debió de ser para Jean tener que separarse de ella. El Glen-Ridge no queda lejos. Si está allí, se la daré. Michaelson dijo que la telefonearía después de hablar conmigo, así que seguramente estará contenta porque va a conocer a los padres adoptivos.
Cuando la llamó desde el vestíbulo, Jean estaba en su habitación y accedió enseguida a bajar.
—Deme diez minutos —dijo—. Acabo de salir de la bañera. —A continuación—: No ha pasado nada malo, ¿verdad, Sam?
—Nada de nada, Jean. —Al menos de momento, pensó, aunque la sensación de inquietud no le abandonaba.
Sam esperaba que Jean estuviera radiante ante la perspectiva de conocer a Lily, pero enseguida vio que algo la preocupaba.
—¿Por qué no nos sentamos allí? —propuso señalando con la cabeza el extremo más apartado del vestíbulo, donde había un sofá y una silla sin ocupar.
Jean no tardó mucho en confesarle lo que le preocupaba.
—Sam, empiezo a pensar que es Mark quien envía esos faxes.
Sam notó el pesar que expresaban sus ojos.
—¿Por qué cree eso? —preguntó en voz baja.
—Porque se le ha escapado que sabe que fui paciente del doctor Connors. Yo nunca se lo he dicho. Y hay más. Ayer preguntó en recepción si yo había recibido un fax y, cuando le dijeron que no, pareció decepcionado. Fue el que se traspapeló con el correo de otro huésped. Mark me contó que trabajaba por las noches en la consulta del doctor Connors por la misma época que yo fui su paciente. Y también reconoció que me había visto en West Point con Reed. Hasta conocía su nombre.
—Jean, le prometo que tendremos vigilado a Mark Fleischman. Le seré sincero. No me hizo mucha gracia que le confiara tantas cosas. Espero que no le haya contado lo que Michaelson y usted han hablado esta mañana.
—No, no lo he hecho.
—No quiero asustarla, pero creo que debe tener mucho cuidado. Apuesto a que descubriremos que la persona que ha estado enviando esos faxes es de su promoción. Sea quien sea (Mark o alguno de los otros que asistieron a la reunión), ya no creo que tenga nada que ver con el dinero. Sospecho que estamos ante un psicópata con una personalidad potencialmente peligrosa. —La observó durante un largo momento—. Fleischman empezaba a gustarle, ¿verdad?
—Sí —admitió ella—. Por eso me resulta tan difícil aceptar que pueda ser totalmente distinto de lo que aparenta.
—Eso todavía no lo sabemos. Y ahora tengo una cosa que quizá la anime. —Se sacó la fotografía de Lily del bolsillo, y le explicó lo que era antes de entregársela. Entonces, con el rabillo del ojo, vio que Jack Emerson y Gordon Amory acababan de entrar en el hotel—. Quizá prefiera subir a su habitación para mirarla, Jean —añadió—. Amory y Emerson están ahí, y si la ven seguramente se acercarán.
Jean susurró:
—Gracias, Sam. —Y, dicho esto, cogió la fotografía y se fue a toda prisa hacia el ascensor.
Sam observó que Gordon Amory la había visto y trataba de alcanzarla. Corrió a interceptarlo.
—Señor Amory —le dijo—, ¿ha decidido cuánto tiempo se va a quedar?
—Me marcharé este fin de semana, como muy tarde. ¿Por qué lo pregunta?
—Porque, si no tenemos noticias de la señorita Wilcox en breve, la daremos por desaparecida y, en ese caso, tendremos que hablar con mayor detenimiento con las personas que estuvieron con ella antes de su desaparición.
Gordon Amory se encogió de hombros.
—Tendrá noticias —repuso con gesto desdeñoso—. Sin embargo, si desea ponerse en contacto conmigo, seguiré por la zona cuando me vaya del hotel. A través de Jack Emerson, en calidad de agente, vamos a hacer una oferta por unos terrenos donde quiero construir la central de mi empresa. Así que cuando deje el hotel me quedaré durante varias semanas en mi piso de Manhattan.
Jack Emerson había estado hablando con alguien cerca del mostrador de recepción. Ahora se incorporó a la conversación.
—¿Alguna noticia del mal bicho? —preguntó a Sam.
—¿El mal bicho? —Sam arqueó las cejas. Sabía perfectamente que Emerson se refería a Robby Brent, pero no pensaba darse por enterado.
—Nuestro cómico residente, Robby Brent. ¿Es que Robby no es lo bastante listo para saber que todos los invitados, desaparecidos o no, al cabo de tres días huelen, como el pescado? Quiero decir que… ya hemos tenido suficiente con el dichoso montaje publicitario.
Emerson se ha tomado un par de whiskies para comer, pensó Sam al observar su tez enrojecida.
Sin hacer caso de la alusión a Brent, dijo:
—Dado que vive en Cornwall, supongo que estará localizable si necesito hablar con usted de Laura Wilcox. Como acabo de explicarle al señor Amory, si no tenemos noticias suyas en breve, la declararemos desaparecida.
—No tan deprisa, señor Deegan —repuso Emerson—. En cuanto Gordie… quiero decir, Gordon y yo zanjemos este asunto pienso marcharme de aquí. Tengo una casita en Saint Bart que ya es hora de que visite. Organizar la reunión supuso mucho trabajo. Esta noche haremos algunas fotografías en la casa del director, Downes, tomaremos algo con él y luego la reunión se habrá acabado definitivamente. ¿A quién le importa si Laura Wilcox y Robby Brent aparecen o no? El comité para la construcción del nuevo edificio de la Academia Stonecroft no necesita esa clase de publicidad.
Gordon Amory le escuchaba con una sonrisa divertida en la cara.
—Señor Deegan, debo decir que Jack lo ha expresado maravillosamente. Quería alcanzar a Jean, pero ha subido en el ascensor y ya se ha ido. ¿Sabe usted qué planes tenía?
—No. Y ahora, si me disculpan, tengo que volver a mi oficina.
Nunca se me ocurriría decirle a ninguno de esos dos lo que Jean va a hacer. Espero que me haga caso y no confíe en ninguno de ellos.
Cuando estaba subiendo a su coche, sonó el móvil. Era Joy Lacko.
—Sam, he encontrado algo gordo —le dijo—. Antes de ponerme con las muertes por accidentes, tuve la intuición de investigar primero el caso de la suicida, Gloria Martin. En aquel entonces publicaron un extenso artículo en el diario de la localidad, Bethlehem.
Sam esperó.
—Gloria Martin se mató poniéndose una bolsa de plástico en la cabeza. Y ahora escuche: cuando la encontraron, tenía un pequeño búho de peltre en la mano.