La señorita Ferris estaba en el estudio cuando Jake volvió a la escuela.
—¿Cómo ha ido, Jake? —le preguntó, y lo observó mientras el chico cerraba la puerta con la pesada cámara a cuestas, luego se la quitaba del hombro y la dejaba sobre la mesa.
—Ha sido toda una aventura, Jill —reconoció él—. Perdón, señorita Ferris —rectificó enseguida—. Se me había ocurrido hacer un relato cronológico de la vida de Laura Wilcox. Hice una fotografía de la iglesia de Saint Thomas of Canterbury perfecta y, casualidades de la vida, fuera había un carrito de niño. Un carrito de los de verdad, no esas cosas tan modernas donde ponen ahora a los bebés. —Se quitó el abrigo y sacó la grabadora del bolsillo—. Hace un frío que pela —se lamentó—, pero al menos en la comisaría se estaba calentito.
—¿La comisaría? —preguntó Jill Ferris con cautela.
—Ajá. Pero deje que le explique los acontecimientos por orden. Después de la iglesia, hice algunas fotografías para que la gente que no vive aquí se haga una idea de lo que es esta comunidad. Sé que estoy escribiendo para la Gaceta, pero espero llamar la atención de alguna publicación importante con un público mayor.
—Entiendo. No quiero meterte prisa, Jake, pero es que estaba a punto de irme.
—Solo será un momento. Luego fotografié la segunda casa de Laura Wilcox, la McMansion. Impresiona bastante si te gustan las cosas muy ostentosas. Tiene un jardín enorme, y la gente que vive allí ahora ha puesto unas estatuas griegas muy grandes en el césped. En mi opinión quedan muy cursis, pero ayudará a los lectores a comprender que la infancia de Laura no fue de las de comidas sorpresa.
—¿Infancia de comidas sorpresa? —preguntó la mujer, desconcertada.
—Deje que le explique. Mi abuelo me habló de un cómico llamado Sam Levenson que decía que su familia era tan pobre que la madre compraba latas a un vendedor ambulante a dos centavos cada una. Y eran tan baratas porque las etiquetas se habían caído y no se sabía de qué eran. La mujer decía a sus hijos que iban a tener una comida sorpresa. Nunca sabían lo que iban a comer. Bueno, el caso es que las fotografías de la segunda casa de Laura muestran un ambiente de clase media, puede que incluso clase media alta. —La expresión de Jake se ensombreció.
»Después de tomar algunos planos generales de los edificios que rodeaban la antigua casa de Laura, conduje al otro lado del pueblo, a Mountain Road, donde Laura pasó los primeros dieciséis años de su vida. Es una calle muy agradable y, francamente, la casa es más de mi gusto que la de las estatuas griegas. El caso es que acababa de ponerme con las fotografías cuando un coche patrulla paró allí mismo y un oficial muy agresivo me preguntó qué creía que estaba haciendo. Yo le expliqué que estaba ejerciendo mi derecho como ciudadano particular a tomar fotografías en la calle, pero el hombre me invitó a subir a su coche y me llevó a la comisaría.
—¿Te arrestó? —exclamó Jill Ferris.
—No, señora. No exactamente. El comisario me interrogó y, dado que en mi opinión fui de gran ayuda al investigador Deegan al decirle que Laura Wilcox parecía muy nerviosa cuando llamó al hotel para que le guardaran la habitación, pensé que debía contarle que soy un colaborador especial del señor Deegan en la investigación sobre la desaparición de Laura.
Voy a echar de menos a este crío cuando se gradúe, pensó Jill Ferris. Decidió que no pasaría nada si llegaba unos minutos tarde a su cita con el dentista.
—¿Y el comisario te creyó?
—Llamó al señor Deegan, quien no solo no corroboró lo que yo había dicho sino que además le aconsejó que me metiera en un calabozo y perdiera la llave. —Jake miró fijamente a su profesora—. No tiene gracia, señorita Ferris. Me siento como si el señor Deegan hubiera roto un pacto. De todos modos, el comisario se mostró más considerado. Hasta me dijo que podía terminar mis fotografías mañana, porque no tuve tiempo de hacer prácticamente ninguna de la casa de Mountain Road. Me advirtió, eso sí, que no entrara en la propiedad de nadie. Voy a revelar ahora mismo el carrete que he hecho y, con su permiso, mañana volveré a llevarme la cámara y terminaré mi trabajo.
—Muy bien, Jake, pero recuerda que estas cámaras ya no se fabrican. Procura que no le pase nada o seré yo quien tenga problemas. Y ahora he de irme.
—La protegeré con mi vida —gritó Jake cuando la profesora ya salía. Lo digo en serio, pensó mientras rebobinaba el carrete y lo sacaba de la cámara. Aunque el comisario me advirtió que no debo entrar en ninguna propiedad, por el bien de mi historia, tendré que cometer un acto de desobediencia civil, se dijo. Tengo intención de tomar fotografías de la parte posterior de la primera casa de Laura Wilcox en Mountain Road. Está desocupada, así que nadie se dará cuenta.
Entró en el cuarto oscuro y se puso a revelar las fotografías, uno de sus trabajos favoritos. Le resultaba emocionante y creativo ver cómo la gente y los objetos emergían de los negativos. Una a una, sujetó las fotografías a una cuerda para que se secaran, luego cogió la lupa y las estudió detenidamente. Todas eran buenas —no le importaba reconocerlo—, pero la más interesante era la única que había podido hacer de la casa de Mountain Road antes de que apareciera el policía.
Hay algo en esa casa, pensó Jake. Dan ganas de meterse debajo de una manta y esconderse. ¿Qué es? Todo está impecable. Quizá sea eso. Está demasiado perfecta. Entonces la miró con mayor detenimiento. Son las persianas, observó con satisfacción. Las que hay en la habitación del extremo son distintas. En la fotografía se ven mucho más oscuras. No me di cuenta cuando la hice, porque el sol brillaba con intensidad. Lanzó un silbido. Un momento. Si no recuerdo mal, cuando busqué información sobre el asesinato de Karen Sommers en Internet leí que se había cometido en la habitación del extremo, en la parte derecha de la casa. Recuerdo una fotografía del escenario del crimen en la que esas ventanas aparecían rodeadas por un círculo.
¿Por qué no utilizar una fotografía de esas dos ventanas en mi artículo?, pensó. Puedo señalar que un aura fatal rodea la habitación donde asesinaron a una joven y donde Laura durmió durante dieciséis años. Dará un toque misterioso.
Para su disgusto, la ampliación de la fotografía reveló que la diferencia de color seguramente se debía a que habían cerrado unas persianas interiores, además de las que se veían desde la calle, que tenían una función más bien decorativa.
¿Debo sentirme decepcionado?, se preguntó Jake. Imaginemos que hay alguien dentro que no quiere que desde fuera se vea ninguna luz. Sería un lugar estupendo para esconderse. La casa ha sido reformada. En el porche hay algunas piezas de mobiliario, así que supongo que está amueblada. Nadie vive allí. Por cierto, ¿quién la ha comprado? ¿No sería un bombazo si Laura Wilcox hubiera comprado su antigua casa y ahora estuviera escondida allí con Robby Brent?
No es una idea tan disparatada, decidió. ¿Debía comentárselo al señor Deegan? Y un cuerno, pensó. Seguramente es una locura, pero si hay algo ahí, es mi historia. Deegan le dijo al comisario que me metiera en el calabozo. Por mí se puede ir al infierno. No pienso volver a ayudarle.