—Jean, tenía una buena razón para preguntar si habías recibido algún fax —dijo Mark con voz queda cuando se reunió con ella en la cafetería.
—Pues explícamela, por favor —repuso ella, también en voz baja.
El camarero la había sentado a la misma mesa donde habían estado el día anterior, pero ahora la sensación de cordialidad e intimidad creciente de entonces habían desaparecido. El rostro de Mark reflejaba preocupación, y Jean sabía que le estaba transmitiendo las dudas y la desconfianza que ella albergaba.
Lily —Meredith— está a salvo y pronto la conoceré, pensó. Eso era lo único que importaba, el alfa y la omega de todo. Pero habían sucedido tantas cosas: el cepillo, los faxes amenazadores, la rosa en la tumba de Reed… cada uno de aquellos incidentes la había llenado de preocupación.
Hubiera tenido que recibir el último fax ayer a primera hora de la tarde, recordó Jean mirando a Mark, que estaba sentado frente a ella. Tenía la impresión de que se estaban calibrando el uno al otro, viéndose bajo una luz completamente distinta. Creí que podía confiar en ti, Mark, pensó. Ayer te mostraste tan comprensivo y atento cuando te hablé de Lily… ¿Te estabas burlando de mí?
Al igual que ella, Mark llevaba puesto un chándal. Era de color verde oscuro y daba a sus ojos marrones un tono avellana. Su expresión era de preocupación.
—Jean, soy psiquiatra —dijo él—. Mi trabajo es tratar de entender lo que pasa por la mente de la gente. Dios sabe que ya has tenido bastantes quebraderos de cabeza para que ahora te preocupes también por mí. Sinceramente, esperaba que tendrías más noticias de la persona que envía esos faxes.
—¿Porqué?
—Porque eso indicaría que esa persona quiere seguir en contacto contigo. Ahora que has tenido noticias de Laura y sabes que no le hará daño a Lily estás más tranquila. Pero la cuestión es que se ha comunicado contigo. Eso es lo que quería saber cuando pregunté ayer. Sí, me sentí inquieto cuando la recepcionista dijo que no había llegado ningún fax. Inquieto por la seguridad de Lily.
Miró a Jean, y su expresión preocupada se transformó en asombro.
—Jean, ¿no habrás pensado que fui yo quien mandó esos faxes, que sabía que el fax que recibiste ayer tendría que haberte llegado antes? ¿De verdad has pensado eso?
El silencio de Jean fue respuesta suficiente.
¿Le creo?, se preguntó Jean. No lo sé.
El camarero estaba junto a la mesa.
—Solo café —dijo Jean.
—Creo recordar que dijiste por teléfono que no has comido nada en todo el día —observó Mark—. Cuando estudiábamos en Stonecroft te gustaba el queso gratinado con tomate. ¿Te sigue gustando?
Jean asintió.
—Dos sándwiches de queso gratinado con tomate. Y dos tazas de café —pidió Mark. Esperó a que el camarero se alejara para volver a hablar—. No me has contestado, Jeannie. No sé si eso significa que me crees, que no me crees o que no estás segura. Reconozco que me resulta un poco decepcionante, pero lo comprendo. Solo tienes que contestarme a una pregunta: ¿sigues sintiéndote satisfecha porque Laura ha mandado esos faxes y Lily está a salvo?
No pienso hablarle de la llamada de Craig Michaelson, se dijo Jean. No puedo permitirme confiar en nadie.
—Estoy contenta de que Lily esté a salvo —respondió con cautela.
Evidentemente, Mark se dio cuenta de que se mostraba evasiva.
—Pobre Jean —dijo—. No sabes en quién confiar, ¿verdad? Es lógico. Pero ¿qué vas a hacer ahora? ¿Esperar hasta que Laura aparezca?
—Al menos unos días —contestó Jean, con la intención de ser tan imprecisa como le fuera posible—. ¿Y tú?
—Me quedaré hasta el viernes por la mañana, luego debo volver. He de visitar a algunos pacientes. Por suerte, tengo algunos programas grabados, pero no puedo retrasar mucho más la preparación de otros nuevos. De todas formas, mi habitación ya está reservada el viernes para alguien que viene a la convención de las bombillas o de lo que sea.
—Se hará un homenaje a los cien mejores agentes comerciales —dijo Jean.
—Más homenajeados. Espero que los cien vuelvan sanos y salvos a sus casas. Supongo que has cedido a las súplicas del director del instituto y estarás en su casa para el cóctel y la sesión de fotografías.
—No sé nada de eso —repuso Jean.
—Seguramente te habrá dejado un mensaje. No creo que nos entretenga demasiado. Por lo que dijo, quería ofrecer una cena, pero Carter y Gordon ya habían quedado. En realidad, yo también. Mi padre quiere que volvamos a cenar juntos.
—Entonces deduzco que ha contestado a esa pregunta que querías hacerle —aventuro Jean.
—Sí, así es. Jeannie, ya conoces parte de la historia. Mereces conocer el resto. Mi hermano Dennis murió un mes después de graduarse en Stonecroft. Tenía que empezar a estudiar en Yale en otoño.
—Sé lo del accidente.
—Sabes algo del accidente —la corrigió él—. Yo acababa de terminar octavo en Saint Thomas y en septiembre iba a empezar en Stonecroft. Mis padres regalaron a Dennis un descapotable para su graduación. Seguramente no lo sabes, pero mi hermano destacaba en todo. Era el número uno de su clase, el capitán del equipo de béisbol, presidente del consejo escolar, guapo, divertido y una persona de verdad amable. Después de cuatro abortos, parece que mi madre consiguió tener un hijo perfecto.
—Y me imagino que para ti era demasiado difícil estar a su altura —observó Jean.
—Sé que eso es lo que cree la gente, pero en realidad Dennis era genial conmigo. Era mi hermano mayor, mi héroe.
A Jean le pareció que Mark hablaba más para sí mismo que para ella.
—Jugaba al tenis conmigo. Me enseñó a jugar al golf. Me llevaba de paseo en su descapotable y, como insistí tanto, al final me enseñó a conducir.
—Pero si no tendrías más de trece o catorce años.
—Tenía trece. Oh, nunca me dejó conducir por la calle, claro, y él siempre venía conmigo. Nuestra casa tenía unos terrenos bastante extensos. La tarde del accidente, yo le había estado dando la lata para que me llevara de paseo. Al final, hacia las cuatro, me arrojó las llaves y me dijo: «Vale, vale, sube al coche. Ahora vengo».
»Yo estaba sentado, esperándole, contando los minutos que faltaban para que viniera y yo pudiera convertirme en un as al volante del descapotable. Entonces aparecieron un par de amigos suyos y Dennis me dijo que iba a echar unas canastas con ellos. «Te prometo que como mucho en una hora estoy contigo», me dijo y cuando ya se iba me gritó: «Apaga el motor y no te olvides de poner el freno de mano».
»Yo estaba enfadado, decepcionado. Entré hecho una furia en la casa. Mi madre estaba en la cocina, y le dije que ojalá que el coche de Dennis resbalara por la pendiente y se estrellara contra la verja. Cuarenta minutos más tarde el coche resbaló por la pendiente. La canasta de baloncesto estaba al pie de la cuesta. Los otros chicos se apartaron. Dennis no.
—Mark, tú eres el psiquiatra. Tienes que saber que no fue culpa tuya.
El camarero les sirvió los sándwiches y el café. Mark dio un bocado a su sándwich y tomó un sorbo de café. Jean se dio cuenta de que estaba tratando de controlar sus emociones.
—Racionalmente, sí, lo sé, pero después de aquello la relación con mis padres no volvió a ser la misma. Dennis era la niña de los ojos de mi madre. Eso lo entiendo. Él lo tenía todo. Era un chico muy dotado. Oí a mi madre decir a mi padre que creía que yo no había puesto el freno de mano a propósito, no para hacerle daño, pero sí para hacerle pagar por haberme decepcionado.
—¿Y qué dijo tu padre?
—Lo importante es lo que no dijo. Yo esperaba que me defendiera, pero no lo hizo. Luego otro niño me contó que mi madre había dicho que, si Dios tenía que arrebatarle a uno de sus hijos, ¿por qué había tenido que ser Dennis?
—Lo había oído decir, sí —reconoció Jean.
—Tú creciste deseando escapar de tus padres, Jean; yo también. Siempre he sentido que tú y yo éramos almas gemelas. Los dos nos volcamos en los estudios y cerramos la boca. ¿Ves con frecuencia a tus padres?
—Mi padre vive en Hawai. Fui a verle el año pasado. Tiene una amiga que es bastante agradable, pero él va proclamando que con un matrimonio ya tuvo bastante. En Navidad pasé unos días con mi madre, y la verdad es que la vi muy bien. Ella y su marido me visitan de vez en cuando. Tengo que reconocer que, cuando los veo cogiditos de la mano y haciéndose carantoñas, me dan bascas al pensar en cómo se portó con mi padre. Creo que ya he superado el resentimiento que sentía hacia ellos, pero no les perdono que a los dieciocho años sintiera que no podía recurrir a ellos cuando necesitaba ayuda.
—Mi madre murió cuando yo estaba en la facultad de medicina —explicó Mark—. No me dijeron que había tenido un infarto y se estaba muriendo. Hubiera cogido el primer avión para correr a su lado y despedirme de ella. Pero no preguntó por mí. De hecho, no quería verme. Aquello fue el rechazo definitivo. No asistí al funeral. Después jamás volví a mi casa, y mi padre y yo no hemos sabido nada del otro durante catorce años. —Se encogió de hombros—. Quizá por eso decidí hacerme psiquiatra. Porque necesito curarme a mí mismo. Aún lo estoy intentando.
—¿Qué fue lo que le preguntaste a tu padre? Me has dicho que ha contestado a tu pregunta.
—Lo primero fue por qué no me avisó cuando mi madre se estaba muriendo.
Jean envolvió la taza con ambas manos, la levantó y dijo:
—¿Y qué te respondió?
—Me dijo que mi madre había empezado a tener alucinaciones. Poco antes de sufrir el infarto, un vidente le dijo que su hijo menor no había puesto el freno de mano deliberadamente porque estaba celoso de su hermano y quería hacerle daño. Mamá siempre había creído que yo quería destrozarle el coche a Dennis, pero lo que le dijo aquel hombre la hizo enloquecer. Es posible que hasta le provocara el infarto. ¿Quieres saber cuál es la otra pregunta que le hice a mi padre?
Jean asintió.
—Mi madre no toleraba que se bebiera alcohol en su casa, y a mi padre le gustaba tomar una copa a media tarde. Se iba al garaje, donde tenía escondidas algunas botellas en el estante, detrás de los botes de pintura, o hacía ver que estaba limpiando el interior del coche y se montaba su cóctel particular. A veces se sentaba en el coche de Dennis para echar un trago. Sé positivamente que dejé el freno de mano puesto. Y sé que Dennis no se acercó al coche para nada. Estaba jugando al baloncesto con sus amigos. Por supuesto, a mi madre ni se le hubiera pasado por la imaginación subir al descapotable. Así que le pregunté a mi padre si aquella tarde él había estado en el coche de mi hermano, tomándose su par de whiskies, y, de ser así, si no creía que tal vez había sido él quien bajó el freno accidentalmente.
—¿Qué dijo?
—Admitió que había estado en el coche y que se bajó solo unos momentos antes de que se deslizara por la pendiente. Nunca tuvo el valor de decírselo a mi madre, ni siquiera cuando aquel vidente le emponzoñó la mente.
—¿Por qué crees que lo ha reconocido ahora?
—La otra noche, estaba paseando por la ciudad, pensando en cómo la gente pasa la vida sin resolver sus conflictos. Mi agenda está llena de pacientes que viven ese tipo de situaciones. Cuando vi el coche de mi padre en la pendiente (la misma pendiente, por cierto), decidí entrar y resolver aquel problema, después de catorce años de silencio.
—Dices que le viste anoche y que volverás a verle esta noche. ¿Significa eso que ha habido una reconciliación?
—Mi padre pronto cumplirá ochenta años, Jean, y no está bien. Lleva veinticinco años viviendo una mentira. Casi me pareció patético verle hablar de lo mucho que deseaba reparar el daño que me hizo. No puede, desde luego, pero quizá hablar con él me ayudará a comprender todo esto y dejarlo atrás de una vez. Tiene razón cuando dice que si mi madre hubiera sabido que él estuvo bebiendo en el coche y provocó el accidente le hubiera echado en aquel mismo momento.
—Y, en vez de eso, en un plano emocional, ella se distanció de ti.
—Lo cual a su vez contribuyó a fomentar el sentimiento de ineptitud y fracaso que recuerdo que tenía en Stonecroft. Siempre intenté ser como Dennis, pero desde luego no era tan guapo como él. No era un buen atleta ni tenía madera de líder. Las únicas ocasiones en que experimenté el sentimiento de camaradería fue durante el último curso, porque algunos trabajábamos por la noche en el mismo sitio y al salir nos íbamos a comer una pizza. Quizá lo bueno de todo esto es que aprendí a compadecer a los chicos que lo tienen difícil y de adulto he tratado de hacerles la vida más fácil.
—Por lo que he oído, lo haces muy bien.
—Eso espero. Los productores quieren que traslademos el programa a Nueva York, y me han hecho una oferta para trabajar en un hospital de allí. Creo que estoy preparado para hacer un cambio.
—¿Un nuevo comienzo?
—Exacto… donde lo que no puede olvidarse o perdonarse al menos podrá quedar relegado al pasado. —Alzó su taza de café—. ¿Podemos brindar por eso, Jeannie?
—Por supuesto. —Por mucho que sufriera yo, tú lo tuviste mucho más difícil, Mark, pensó Jean. Mis padres estaban demasiado ocupados odiándose para darse cuenta de lo que me estaban haciendo, pero los tuyos dejaron que supieras que preferían a tu hermano, y luego tu padre dejó que tu madre creyera la única cosa que nunca podría perdonarte. ¡Cuánto debió de afectar eso a tu alma!
Sintió el impulso de tender la mano y colocarla encima de la de Mark, el mismo gesto que había tenido él cuando la consoló el día anterior, pero algo la hizo contenerse. Sencillamente, no podía confiar en él. De pronto se dio cuenta de que necesitaba volver sobre algo que Mark acababa de decir.
—Mark, ¿qué trabajo era ese que dices que hacíais algunos en el último curso?
—Formaba parte del equipo de limpieza de un edificio que años después se quemó. El padre de Jack Emerson nos consiguió el trabajo. Precisamente la otra noche bromeamos sobre el tema, pero me parece que tú no estabas. De los homenajeados, todos los chicos habíamos estado empujando una escoba o vaciando papeleras en aquel edificio.
—¿Todos? —Preguntó Jean—. ¿Carter, Gordon, Robby y tú?
—Exacto. Oh, y hay otro. Joel Nieman, alias Romeo. Todos trabajábamos con Jack. No lo olvides, nosotros no teníamos que entrenar para ningún partido ni viajar con ningún equipo. Éramos perfectos para el trabajo. —Hizo una pausa—. Un momento. Tú también debiste de conocer el edificio, Jean. Eras paciente del doctor Connors.
Jean se puso rígida.
—Yo nunca te lo he dicho.
—Seguro que sí. Si no, ¿cómo iba a saberlo?
Sí, ¿cómo?, pensó Jean echando su silla hacia atrás.
—Mark, tengo que hacer unas llamadas. ¿Te importa si no espero a que pidas la cuenta?