Cuando Sam salió de la oficina de Rich Stevens, fue a la cafetería del juzgado y pidió café y un sándwich de pan de centeno con jamón y queso emmental para llevar.
—Querrá decir «calzado» —repuso alegremente el chico del mostrador, que era nuevo. Al ver la expresión desconcertada de Sam, explicó—: Ya no se dice para «para llevar». Se dice «calzado».
Podía haber pasado el resto de mi vida sin saberlo, pensó Sam cuando volvió a su oficina y sacó el sándwich de la bolsa.
Colocó su comida sobre la mesa y encendió el ordenador. Una hora después, cuando ya había dado cuenta del sándwich y quedaba un último trago de café olvidado en el vaso, estaba organizando las informaciones que había recabado sobre Laura Wilcox.
Tengo que reconocer que se pueden encontrar muchas cosas en Internet, pensó, aunque también pierdes mucho tiempo quitando paja. La información que buscaba era precisamente la que no figuraba en la biografía oficial de Laura, aunque hasta el momento no había visto nada que pudiera servirle.
Dado que la lista de entradas sobre Laura Wilcox era deprimentemente larga, empezó a abrir aquellas que consideró que podían ser útiles. Su primer matrimonio, cuando tenía veinticuatro años, con Dominic Rubirosa, un cirujano plástico de Hollywood. «Laura es tan guapa que en nuestro hogar mi talento estará desaprovechado», eran las palabras que al parecer había dicho Rubirosa después de la ceremonia.
Sam hizo una mueca. Conmovedor, sobre todo si tenemos en cuenta que el matrimonio duró exactamente once meses. ¿Qué habrá sido de Rubirosa? Quizá todavía está en contacto con Laura. Decidió buscar información sobre él y encontró un artículo donde aparecía en una fotografía con su segunda mujer después de la boda. «Monica es tan bella que nunca necesitará de mis servicios como cirujano plástico» fueron las palabras que pronunció ese día.
—Una pequeña variación. Menudo gilipuertas —dijo Sam en voz alta, e hizo clic en «Volver» para regresar al artículo sobre la primera boda de Laura.
Había una fotografía de sus padres durante la ceremonia. William y Evelyn Wilcox, de Palm Beach. El lunes, al ver que Laura no regresaba, Eddie Zarro había dejado un mensaje en el contestador de la pareja para pedirles que se pusieran en contacto con Sam. Como no hubo respuesta, hicieron que un policía de Palm Beach fuera a la casa. Una vecina chismosa contó al agente que estaban en un crucero, aunque no estaba muy segura de por dónde. Y, de motu proprio, añadió que eran gente muy reservada, «unos viejos más bien excéntricos», y que tenía la impresión de que estaban enfadados por cierta información que había salido a la luz durante el segundo divorcio de Laura, que fue algo embrollado.
Las noticias también llegan a los cruceros, pensó Sam. Con toda la publicidad que se está dando a lo sucedido con su hija, lo normal hubiera sido que trataran de averiguar algo. Es raro que no hayamos sabido nada de ellos. Veré si la policía de Palm Beach puede investigar y averiguar en qué crucero están. Por supuesto, también es posible que Laura les avisara para que no se preocuparan.
Levantó la vista cuando Joy Lacko entró en el despacho.
—El jefe acaba de retirarme del caso de los asesinatos —dijo—. Quiere que le ayude. Me dijo que usted me pondría al corriente. —Por la expresión de su cara, se notaba que a Joy no le había gustado que la asignaran a otro caso.
Pero su disgusto se disipó cuando Sam le contó lo que había averiguado sobre Jean Sheridan y su hija Lily. El que el padre adoptivo de Lily fuera un general de tercer grado despertó su interés, así como el hecho de que parecía imposible que Laura Wilcox hubiera mandado el último fax a Jean Sheridan, aquel donde decía que ella estaba detrás de las amenazas.
—Y sigo sin creerme que sea casualidad que cinco mujeres que comían juntas en Stonecroft hayan muerto en el mismo orden en que estaban sentadas a la mesa —concluyó Sam—. Si no se trata de una de esas extraordinarias casualidades, eso significa que Laura Wilcox será la siguiente en morir.
—Me está diciendo que hay dos famosos desaparecidos, cosa que puede ser o no un montaje publicitario. Y hay una cadete de West Point, hija adoptiva de un general, amenazada, y cinco mujeres muertas en el orden en que se sentaban a la mesa del comedor del instituto. No me extraña que Rich piense que necesita ayuda —dijo Joy con tono pragmático.
—En efecto, necesito ayuda —admitió Sam—. Es imprescindible que encontremos a Laura Wilcox no solo porque, si se demuestra que esas cinco muertes fueron asesinatos, es evidente que corre un grave peligro, sino también porque es posible que supiera lo de Lily y se lo dijera a alguien.
—¿Qué hay de la familia de Laura? ¿O sus amigos íntimos? ¿Ha hablado ya con su agente? —Lacko tenía su cuaderno de notas en la mano. Esperaba las respuestas de Sam, bolígrafo en mano.
—Estás haciendo las preguntas correctas —dijo Sam—. El lunes me puse en contacto con su agencia. Por lo visto era Alison Kendall quien llevaba a Laura. Hace un mes que Alison murió, pero todavía no le han asignado a ningún agente.
—Es raro —observó Joy—. Lo normal sería que le asignaran un nuevo agente enseguida.
—Al parecer si no lo han hecho es porque Laura les debe dinero; le han estado dando anticipos. Alison quería ayudarla, pero el nuevo director ejecutivo no. Han prometido llamarnos si saben algo, pero no cuentes con ello. Tengo la sensación de que la agencia no tiene mucho interés por Laura.
—No ha tenido ningún papel importante desde Henderson County, y ya hace un par de años que la serie terminó. Con todas las veinteañeras despampanantes que salen, supongo que para Hollywood Laura es una vieja —comentó Joy secamente.
—Creo que tienes razón. También estamos tratando de localizar a sus padres para ver si les dijo algo. Ya he hablado con el tipo de California que investigó la muerte de Alison Kendall, y asegura que no hay indicios que apunten a un asesinato. Pero no me convence. Cuando le comenté a Rich Stevens lo de las chicas de la mesa del comedor, emitió una orden para revisar los archivos policiales de los casos. El más antiguo se remonta a hace veinte años, así que quizá nos ocupará el resto de la semana reunirlo todo. Luego los revisaremos con mucha atención a ver si encontramos algo.
Sam esperó mientras Joy tomaba algunas notas.
—Quiero entrar en la web de los diarios locales de los lugares donde se produjeron los tres supuestos accidentes y ver si en aquel entonces hubo alguna duda. El primero fue el del coche que se precipitó al Potomac; el segundo, la mujer que murió en un alud en Snowbird, y el tercero, la que se estrelló cuando pilotaba su avioneta. Alison fue la cuarta. También quiero ver lo que se escribió sobre el supuesto suicidio de la otra chica. —Se adelantó a la pregunta que Joy iba a hacerle—. Tengo sus nombres, las fechas y el lugar donde murieron anotados aquí. —Señaló una hoja mecanografiada que tenía sobre la mesa—. Puedes hacerte una copia. Luego quiero ver si en internet encuentro algo sobre Robby Brent que pueda ayudarnos. Te lo aviso, Joy, incluso trabajando los dos, tardaremos bastante en hacer todo esto. —Se puso en pie y se desperezó.
»Cuando terminemos, llamaré a la viuda de un tal doctor Connors y le haré una visita. Era el médico que dio en adopción a la hija de Jean Sheridan. Jean se entrevistó con la señora Connors el otro día y se quedó con la impresión de que la mujer se callaba algo, y eso la puso muy nerviosa. Quizá yo pueda sacárselo.
—Sam, se me da muy bien buscar información en internet y seguramente soy mucho más rápida que usted. Deje que me encargue yo de buscar y vaya usted a visitar a la mujer del doctor.
—Viuda del doctor —aclaró Sam, y se preguntó por qué había sentido el impulso de corregir a Joy. Quizá era porque había tenido a Kate en la cabeza todo el día. Yo no soy el marido de Kate, soy su viudo. Es tan distinto como la noche del día.
Si a Joy le molestó que la corrigiera, no se notó. Cogió la lista de la mesa.
—A ver que encuentro. Ya hablaremos después.
*****
Dorothy Connors había aceptado a disgusto entrevistarse con Jean y, cuando Sam la llamó, insistió tercamente en que no sabía nada que pudiera ayudarle. Sam comprendió que tenía que mostrarse duro con aquella mujer y, al final, le dijo:
—Señora Connors, yo decidiré si puede ayudarnos o no. Solo le pido que me dedique quince minutos.
A regañadientes, la mujer accedió a recibirlo a las tres de la tarde.
Sam se puso a ordenar su mesa y en ese momento sonó el teléfono. Era Tony Gómez, jefe de policía de Cornwall. Eran viejos amigos.
—Sam, ¿conoces a un crío llamado Jake Perkins? —le preguntó Tony.
¿Le conozco?, pensó Sam poniendo los ojos en blanco.
—Sí, le conozco. ¿Qué pasa?
—Ha estado fotografiando algunas casas de la localidad, y un par de personas se han quejado porque pensaban que lo hacía con vistas a un robo.
—Olvídalo —repuso Sam—. Es inofensivo. El chico se cree que es un periodista de investigación.
—Es más que eso, Sam. Dice que está trabajando sobre la desaparición de Laura Wilcox y que colabora contigo. ¿Puedes corroborar eso?
—¿Colaborar conmigo? ¡Por Dios! —Sam se echó a reír—. Mételo en el calabozo —propuso—. Y procura perder la llave. Ya hablaremos, Tony.