Mark Fleischman tardó más de lo que esperaba en hacer el trayecto entre Boston y Cornwall en coche. Había confiado en disponer de un par de horas para pasear por la ciudad antes de tener que enfrentarse a sus antiguos compañeros de clase. Le hubiera gustado poder analizar la diferencia entre la percepción que tenía de sí mismo cuando creció en aquel lugar y su realidad actual. ¿Estoy intentando exorcizar mis demonios?, se preguntó.
Mientras conducía con una lentitud enloquecedora por la congestionada autopista de Connecticut, no dejaba de pensar en las palabras que aquella mañana había oído decir al padre de uno de sus pacientes: «Doctor, usted sabe tan bien como yo que los niños son crueles. Eran crueles en mis tiempos, y eso no ha cambiado. Son como una manada de leones acechando a una presa herida. Y eso es justamente lo que están haciendo con mi hijo. Lo que hicieron conmigo cuando tenía su edad. ¿Y sabe una cosa? Soy un hombre con bastante éxito, pero si alguna vez voy a alguna reunión con mis antiguos compañeros de la escuela preparatoria, automáticamente dejo de ser el director ejecutivo de una empresa incluida en el Fortune 500 y vuelvo a sentirme como el crío torpe con el que todos se metían. Es una locura, ¿verdad?».
Cuando el coche volvió a aminorar la marcha hasta casi detenerse, Mark pensó que, en términos hospitalarios, la autopista de Connecticut parecía estar de forma permanente en cuidados intensivos. Siempre había algún importante proyecto de construcción en marcha en algún punto, esa clase de proyectos que obligan a reducir tres carriles a uno solo, con los consiguientes e inevitables atascos de tráfico.
De pronto se encontró comparando los problemas de la autopista con los problemas que veía en sus pacientes, como el chico cuyo padre había acudido a consultarle. El niño había intentado suicidarse el año anterior. Otro crío atormentado y rechazado como él hubiera conseguido una pistola y se hubiera puesto a disparar a sus compañeros de clase. La ira, el dolor y la humillación se condensaban y necesitaban encontrar una salida. Algunas personas trataban de destruirse a sí mismas cuando esto pasaba; otras trataban de destruir a sus torturadores.
Mark era un psiquiatra especializado en adolescentes y tenía un programa de televisión donde daba consejos y contestaba llamadas. Recientemente había sido adquirido por diferentes cadenas y había tenido muy buena acogida. «El doctor Mark Fleischman, alto, desgarbado, alegre, divertido y juicioso, nos ayuda, con un enfoque serio, a resolver los problemas de ese doloroso rito de tránsito llamado adolescencia», había escrito un crítico sobre el programa.
Quizá podré dejarlo todo atrás después de este fin de semana, pensó.
No había comido, así que cuando por fin llegó al hotel entró en el bar y pidió un sándwich y una cerveza rubia. Cuando vio que el local empezaba a llenarse de gente que estaba allí para la reunión, se apresuró a pedir la cuenta y se fue a su habitación, dejándose la mitad del sándwich sin comer.
Eran las cinco menos cuarto y las sombras empezaban a adensarse. Mark permaneció unos minutos de pie ante la ventana. La certeza de lo que debía hacer era una pesada carga. Pero después todo quedará atrás, pensó. Borrón y cuenta nueva. Entonces sí podré ser alegre y divertido… y puede que hasta juicioso.
Notó que los ojos se le llenaban de lágrimas y se volvió bruscamente de espaldas a la ventana.
*****
Gordon Amory bajaba en el ascensor con su identificación en el bolsillo. Se la pondría cuando llegara a la fiesta. De momento, le divertía que sus antiguos compañeros no lo reconocieran, poder mirar sus nombres y fotografías en las tarjetas cuando subían al ascensor en las diferentes plantas.
Jenny Adams fue la última en entrar. Había sido una niña muy gorda y, aunque había adelgazado un poco, seguía siendo una mujer recia. Había algo inconfundiblemente típico de barrio residencial de una población pequeña en el vestido barato de blonda que llevaba y en su bisutería. La acompañaba un hombre fornido, con unos brazos que forzaban de mala manera las costuras de la chaqueta, demasiado estrecha. Los dos sonrieron ampliamente y saludaron a todos los que había en el ascensor con un «Hola» general.
Gordon no contestó. La otra media docena de personas, todas con sus correspondientes tarjetas de identificación, contestaron en un coro de saludos. Trish Canon, que según recordaba Gordon estuvo en el equipo de atletismo y seguía estando más flaca que un palo, chilló:
—¡Jenny! ¡Estás estupenda!
—¡Trish Canon! —Jenny rodeó con los brazos a su antigua compañera—. Herb, Trish y yo siempre nos estábamos pasando notitas en la clase de matemáticas. Trish, este es mi marido, Herb.
—Mi marido, Barclay —dijo Trish—. Y…
El ascensor se detuvo en el entresuelo. Cuando salieron, Gordon sacó con desgana su tarjeta de identificación y se la puso. Mediante un costoso proceso de cirugía se había asegurado de no volver a parecerse al niño con cara de comadreja de la fotografía de sus años de instituto. Ahora tenía la nariz recta, y los ojos, que antes tenían unos párpados pesados, ahora se veían bien abiertos. El mentón parecía esculpido, y sus orejas estaban pegadas a la cabeza. Los implantes y el ingenio de uno de los mejores especialistas habían transformado su antaño escaso pelo marrón, fino y mate, en una espesa mata de cabello castaño. Gordon sabía que ahora era un hombre atractivo. La única manifestación externa que quedaba del niño torturado que fue era que, en momentos de gran tensión, no podía dejar de morderse las uñas.
El Gordie que todos conocían ya no existe, se dijo, y se dirigió hacia la suite Hudson Valley. Notó que alguien le tocaba el hombro y se dio la vuelta.
—Señor Amory.
Un chico pelirrojo con cara de crío estaba en pie a su lado, con un cuaderno.
—Soy Jake Perkins, reportero de la Gaceta de Stonecroft. Estoy entrevistando a los homenajeados. ¿Podría robarle unos minutos de su tiempo?
Gordon consiguió dedicarle una sonrisa cordial.
—Por supuesto.
—Si me lo permite, debo decir que ha cambiado usted mucho en los veinte años que han pasado desde que le hicieron la fotografía de su último curso.
—Sí, eso creo.
—Ya poseía usted la mayoría de las acciones de cuatro televisiones por cable. ¿Por qué quiso hacerse accionista de Maximum?
—Maximum tiene fama de promover la programación familiar. Pensé que nos ayudaría a llegar a un sector de la audiencia que todavía no tocábamos.
—Corre cierto rumor sobre una nueva serie. Se dice que su antigua compañera de clase. Laura Wilcox, es la protagonista. ¿Es cierto?
—Todavía no está decidido el reparto de la serie que dices.
—Su canal dedicado a los sucesos ha sido criticado por su excesiva violencia. ¿Está usted de acuerdo?
—No, no estoy de acuerdo. Lo que ofrecemos es la realidad, no las situaciones divertidas e inventadas que son el pan de cada día en las cadenas comerciales. Y ahora, si me disculpas…
—Una pregunta más, por favor. ¿Querría echar un vistazo a esta lista?
Con impaciencia, Gordon Amory cogió la hoja de papel.
—¿Reconoce los nombres?
—Parecen los nombres de algunas de mis antiguas compañeras de clase.
—Cinco mujeres que formaron parte de esta clase han muerto o desaparecido en los últimos veinte años.
—No lo sabía.
—Cuando inicié mi investigación —señaló Perkins—, me quedé muy sorprendido. Todo empezó con Catherine Kane, hace diecinueve años. Su coche se precipitó al río Potomac cuando cursaba primero en la Universidad de George Washington. Cindy Lang desapareció cuando estaba esquiando en Snowbird. Gloria Martin al parecer se suicidó. Debra Parker pilotaba su propio avión y hace seis años se estrelló y murió en el accidente. El mes pasado, Alison Kendall se ahogó en su piscina. ¿Diría usted que su clase tiene muy mala suerte y consideraría la posibilidad de hacer un programa sobre el tema en su cadena de televisión?
—Yo diría más bien que es una clase trágica, y no, no quiero hacer un programa sobre eso. Y ahora, si me disculpas…
—Por supuesto. Solo una pregunta más. ¿Qué significa para usted recibir una medalla de Stonecroft?
Gordon Amory sonrió. Significa que me puedo cagar en tus muertos; que, a pesar de lo desgraciado que me sentí aquí, me he convertido en alguien importante… esto es lo que pensó. Pero lo que dijo fue:
—Significa ver cumplido mi sueño de ser considerado una persona de éxito entre mis compañeros.