«¡Jean, ayúdame! ¡Por favor, Jean, ayúdame!». La voz suplicante de Laura, que había oído con tanta claridad en su coche el día anterior, cuando salió de la oficina de Craig Michaelson, resonaba en su cabeza una y otra vez, como un eco de las dudas que Alice había manifestado sobre la autenticidad del fax.
Después de despedirse de Alice, Jean estuvo sentada largo rato a su escritorio, oyendo la voz de Laura, tratando de decidir racionalmente si Sam y Alice tenían razón. Quizá había aceptado la autenticidad del fax tan precipitadamente porque necesitaba creer que Lily estaba a salvo.
Al cabo se puso en pie, entró en el baño y estuvo un rato bajo la ducha, dejando que el agua le cayera sobre el pelo y la cara. Se enjabonó el cabello y se masajeó la cabeza como si con la presión de los dedos pudiera deshacer el embrollo que tenía en la mente.
Necesito dar un paseo, pensó mientras se ponía el albornoz y encendía el secador. Será la única manera de despejarme. Al preparar la maleta para aquel fin de semana, en un impulso había metido su chándal rojo favorito. En aquel momento dio gracias por haberlo llevado, pero recordó que había sentido frío con la ventana abierta y tuvo la precaución de ponerse un jersey debajo.
Al ponerse el reloj se fijó en la hora: eran las diez y cuarto, y aún no había tomado ni un café. No me extraña que tenga la cabeza embotada, pensó con pesar. Compraré un termo de café para llevar y me lo tomaré mientras paseo. No tengo hambre, y me agobia estar entre estas cuatro paredes.
Cuando se subía la cremallera de la chaqueta, tuvo un pensamiento que la inquietó. Cada vez que salgo de esta habitación, me arriesgo a no estar si Laura llama. No puedo quedarme aquí encerrada día y noche. ¡Espera! Puedo dejar un mensaje en el contestador de la habitación.
Leyó las instrucciones del teléfono, descolgó el auricular y apretó el botón para grabar un mensaje. Esmerándose por hablar con claridad y en voz más bien alta, dijo:
—Soy Jean Sheridan. Si necesita hablar conmigo, por favor, llámeme al número 202 555 5314. Repito. 202 555 5314. —Vaciló, y luego añadió muy deprisa—: Laura, quiero ayudarte. ¡Por favor, llámame!
Colgó el auricular con una mano y se pasó la otra por los ojos. La euforia que había sentido al pensar que Lily estaba a salvo se había evaporado, pero una parte de ella se resistía a creer que el fax no era de Laura. La recepcionista que atendió la primera llamada dijo que parecía nerviosa, recordó Jean. Sam me dijo que Jake Perkins, que se las arregló para oír la conversación, estaba de acuerdo. La llamada de Robby Brent haciéndose pasar por Laura y diciendo que todo iba bien había sido otro de sus trucos. Seguramente convenció a Laura de que participara en su montaje y ahora ella tiene miedo de las consecuencias. Estoy convencida de que, si no fue ella personalmente quien me amenazó con hacer daño a Lily, al menos sabe quién lo hizo. Por eso tengo que convencerla de que quiero ayudarla.
Jean se levantó y echó mano de su bolso, pero decidió no llevarlo porque sería un engorro. Así que se guardó en el bolsillo un pañuelo, el móvil y la llave de la habitación. Luego, después de pensarlo, cogió también un billete de veinte dólares del monedero. Así, si me apetece, puedo parar en algún sitio y comprarme un cruasán.
Cuando ya se disponía a salir, se dio cuenta de que se dejaba algo. Por supuesto, las gafas de sol. Irritada por su incapacidad para concentrarse, se dirigió al tocador, sacó las gafas del bolso, volvió rápidamente a la puerta, la abrió y cerró de un portazo.
El ascensor estaba vacío… no como el fin de semana, pensó, que cada vez que entraba me topaba con alguien a quien no había visto en veinte años.
En el vestíbulo estaban colocando pancartas de bienvenida a los Cien Mejores Agentes Comerciales de Starbright Electrical Fixtures. De Stonecroft a Starbright, pensó Jean. ¿Cuántos homenajeados tendrán? ¿O será que homenajean a los cien?
La recepcionista de las gafas grandes y la voz queda estaba detrás del mostrador, leyendo un libro. Estoy segura de que fue ella quien contestó cuando llamó Laura, pensó Jean. Quiero hablar con ella. Se acercó al mostrador y miró la tarjeta de identificación que la mujer llevaba sujeta al uniforme. «Amy Sachs», leyó.
—Amy —dijo con una sonrisa amistosa—, soy una buena amiga de Laura Wilcox y, como todo el mundo, he estado muy preocupada por ella. Según tengo entendido, fueron usted y Jake Perkins quienes hablaron con ella el domingo por la noche.
—Jake cogió el auricular cuando me oyó decir el nombre de la señorita Wilcox. —El hecho de que estuviera a la defensiva hizo que su voz tuviera un volumen casi normal.
—Lo entiendo —dijo Jean para tranquilizarla—. Conozco a Jake y sé cómo es, y me alegro de que él oyera la voz de Laura. Es un chico inteligente y confío en sus impresiones. Sé que apenas conoce usted a la señorita Wilcox, pero ¿está completamente segura de que era ella quien hablaba?
—Oh, sí, doctora Sheridan —respondió Amy Sachs solemnemente—. Tenga en cuenta que conozco muy bien su voz porque veía Henderson County. Durante los tres años no me perdí ni un solo capítulo. Los martes por la noche, a las ocho, mi madre y yo estábamos siempre como un reloj delante del televisor. —Hizo una pausa y agregó—: A menos que estuviera trabajando, claro, aunque procuraba tener siempre libre los martes por la tarde. Pero a veces tenía que venir porque alguien se había puesto enfermo, y entonces mi madre me lo grababa.
—Bueno, entonces estoy segura de que conoce la voz de Laura. Amy, ¿podría explicarme cómo le pareció que sonaba la voz de Laura durante esa llamada?
—Doctora Sheridan, debo decir que sonaba rara. Diferente. Entre nosotras, lo primero que pensé fue que quizá estaba borracha, porque sé que tuvo problemas con la bebida hará un par de años. Lo leí en People. Pero ahora creo que Jake tenía razón. La señorita Wilcox no hablaba como si hubiera bebido demasiado; hablaba como si estuviera nerviosa, muy nerviosa. —Amy adoptó ahora su tono susurrante habitual—. El domingo por la noche, cuando llegué a casa, le dije a mi madre que me recordaba a mí cuando la profesora de dicción del instituto intentaba hacerme hablar más alto. Me daba tanto miedo que la voz empezaba a temblarme por el esfuerzo que tenía que hacer para no llorar. Es la mejor forma que se me ocurre de describirle cómo sonaba la voz de la señorita Wilcox.
—Entiendo. —«¡Jean, ayúdame! ¡Por favor, Jean, ayúdame!». Lo que yo pensaba, se dijo Jean. No se trata de ningún montaje publicitario.
La sonrisa triunfal de Amy por haber sabido describir la voz de Laura desapareció casi tan deprisa como había aparecido.
—Doctora Sheridan, quería disculparme por el fax que se traspapeló ayer entre la correspondencia del señor Cullen. Estamos muy orgullosos de la rapidez y eficiencia con que entregamos los faxes que llegan para nuestros clientes. En cuanto vea al doctor Fleischman querría aclarárselo también.
—¿Al doctor Fleischman? —Preguntó Jean con curiosidad—. ¿Y por qué tendría que explicárselo al doctor Fleischman?
—Bueno, sí. Ayer por la tarde, cuando volvió de dar un paseo, se pasó por recepción y llamó a la habitación de usted. Yo sabía que estaba en la cafetería, así que se lo dije. Entonces él me preguntó si había recibido usted algún fax y pareció extrañado cuando le dije que no. Se notaba que sabía que lo esperaba usted.
—Entiendo. Gracias, Amy. —Jean trató de no demostrar la sorpresa que le producía aquello. ¿Por qué habría hecho Mark una pregunta como esa? Olvidándose por completo del termo, cruzó el vestíbulo algo aturdida y salió.
Fuera hacía más frío de lo que esperaba, pero brillaba el sol y no soplaba una gota de viento, así que supuso que estaría bien. Se puso las gafas de sol y empezó a alejarse del hotel, sin una dirección concreta. De pronto su mente consideraba una posibilidad que no quería aceptar. ¿Era Mark la persona que le había estado enviando los faxes sobre Lily? ¿Le había enviado él el cepillo de Lily? Mark, que se había mostrado tan atento cuando ella le confió su problema, que puso su mano sobre la de ella y le hizo sentir que quería compartir su dolor.
Mark sabía que yo salía con Reed, pensó. Él mismo me dijo que nos vio cuando hacía ejercicio en West Point. ¿Averiguó de alguna forma lo de Lily? Y, a menos que sea él quien ha enviado los faxes, ¿por qué iba a preocuparse al ver que no había recibido ninguno? ¿Está él detrás de todo esto? ¿Le haría daño a mi hija?
No quiero creerlo, pensó, desolada ante la perspectiva. ¡No puede ser! Pero ¿por qué iba a preguntar a la recepcionista si yo había recibido un fax? ¿Por qué no me lo preguntó a mí?
Sin pensar en nada, Jean caminó por calles que conocía muy bien cuando era pequeña. Pasó ante el ayuntamiento de la localidad sin siquiera verlo, recorrió Angola Road hasta la salida de la autopista, volvió sobre sus pasos y, finalmente, una hora después, entró en una cafetería-delicatessen situada al pie de Mountain Road. Se sentó a la barra y pidió un café. Se sentía derrotada, consumida por la preocupación, y se dio cuenta de que ni el aire frío ni la caminata le habían ayudado a pensar con claridad. Estoy peor que al principio, se dijo. Ya no sé en quién confiar, no sé qué creer.
Según ponía en grandes letras rojas bordadas en su uniforme, el hombre flacucho y de pelo canoso que había detrás de la barra se llamaba Duke Mackenzie. Era evidente que tenía ganas de charla.
—¿Es usted nueva por aquí, señora? —le preguntó cuando le estaba sirviendo el café.
—No. Me crié aquí.
—¿No asistiría usted por casualidad a esa reunión de ex alumnos de Stonecroft?
Era imposible no contestar.
—Sí.
—¿Dónde vivía usted?
Jean señaló hacia el fondo del café.
—Aquí mismo, en Mountain Road.
—¿Bromea? En aquella época nosotros no estábamos. Antes esto era una tintorería.
—Sí, lo recuerdo. —El café estaba demasiado caliente, pero Jean empezó a beberlo.
—A mi mujer y a mí nos gustó el pueblo y compramos el local hará unos diez años. Tuvimos que reformarlo de arriba abajo. Sue y yo trabajamos mucho, pero nos gusta. Abrimos a las seis de la mañana y no cerramos hasta las nueve. Ahora Sue está en la cocina, preparando las ensaladas y ocupándose de la parrilla. Solo preparamos cosas rápidas, pero le sorprendería saber la de gente que pasa para tomarse un café o un sándwich.
Jean, que escuchaba solo a medias aquel torrente de palabras, asintió.
—Durante el fin de semana algunos de los ex alumnos de Stonecroft entraron para tomar algo mientras paseaban por el pueblo —continuó diciendo Duke—. No se podían creer que las casas hayan subido tanto de precio. ¿En qué número de Mountain Road dice usted que vivía?
De mala gana, Jean le dijo la dirección de la casa de su infancia. Luego, deseando irse cuanto antes, se bebió el resto del café de un trago, aunque le quemaba en la boca. Se puso en pie, dejó el billete de veinte sobre la barra y pidió que le cobrara.
—La segunda taza es gratis. —Era evidente que Duke no deseaba perder a su público.
—No, no hace falta. Tengo prisa.
Mientras Duke buscaba el cambio en la caja, el móvil de Jean sonó. Era Craig Michaelson.
—Me alegro de que haya dejado en el contestador un número donde localizarla, doctora Sheridan —dijo el hombre—. ¿Puede hablar?
—Sí. —Jean se apartó de la barra.
—Acabo de hablar con el padre adoptivo de su hija. Él y su esposa estarán por la zona mañana y les gustaría cenar con usted. Lily, como llama usted a su hija, sabe que es adoptada y siempre ha manifestado el deseo de conocer a su verdadera madre. Sus padres también lo desean. No voy a entrar en detalles, pero le diré una cosa: es prácticamente imposible que su hija haya conocido a Laura Wilcox, así que creo que tendrá que aceptar que ese fax es falso. Sin embargo, no debe preocuparse, en el lugar donde se encuentra estará segura.
Por un momento, Jean se sintió tan perpleja que no fue capaz de decir nada.
—¿Doctora Sheridan?
—Sí, señor Michaelson —susurró ella.
—¿Está libre mañana por la noche?
—Sí, desde luego.
—La recogeré a las siete en punto. He pensado que, si cenaban en mi casa, los tres dispondrían de mayor intimidad. Y de aquí a unos días, puede que este mismo fin de semana, conocerá a Meredith.
—¿Meredith? ¿Así se llama? ¿Es ese el nombre de mi hija? —Jean se dio cuenta de que su voz sonaba chillona, pero no podía controlarla. La voy a ver pronto, pensó. Podré mirarla a los ojos. Podré abrazarla. No le importó que las lágrimas empezaran a deslizarse por su rostro, ni que Duke no perdiera ripio.
—Sí. No quería decírselo ahora, pero no importa. —La voz de Craig Michaelson era afable—. Entiendo cómo se siente. La recogeré mañana en el hotel, a las siete.
—Mañana por la tarde a las siete —repitió Jean. Apagó el teléfono y por un momento se quedó muy quieta. Se secó las lágrimas con el dorso de la mano. Meredith, Meredith, Meredith, pensó.
—Parece que eran buenas noticias —dedujo Duke.
—Sí. Oh, Dios, sí. —Jean cogió su cambio, dejó un dólar sobre la barra y, medio en trance por la alegría, salió del café.
*****
Duke Mackenzie observó a Jean Sheridan salir de su local. Al entrar parecía muy apagada, pensó, pero, por la cara que se le ha puesto después de la llamada, cualquiera diría que le ha tocado la lotería. ¿Qué demonios querría decir cuando ha preguntado cuál era el nombre de su hija?
Por la ventana, vio que Jean empezaba a subir por Mountain Road. Si no se hubiera marchado tan deprisa, le habría preguntado por el tipo de las gafas oscuras y la gorra que había estado allí las dos últimas mañanas, justo cuando acababa de abrir, a las seis. Y las dos veces pidió lo mismo: zumo, un bollito con mantequilla y café para llevar. Luego volvía a su coche y subía por Mountain Road. La noche anterior había venido también, poco antes de que cerraran, y pidió un sándwich y café.
Es un tipo raro, pensó Duke mientras limpiaba la barra inmaculada. Le pregunté si estaba con el grupo de Stonecroft y me dio una respuesta muy rara: «Yo soy el grupo».
Duke puso la esponja bajo el chorro de agua caliente y la escurrió. Tal vez, si viene mañana, le diré a Sue que le sirva ella y yo esperaré en mi coche a que salga y lo seguiré, para ver a quién va a visitar en Mountain Road, pensó. Puede que sea Margaret Mills. Lleva un par de años divorciada y todo el mundo sabe que está buscando novio. No pasa nada porque lo compruebe.
Duke se sirvió una taza de café. Están sucediendo muchas cosas por aquí desde que llegaron esos ex alumnos para la reunión. Si el tipo raro viene esta noche a por un sándwich y café, le preguntaré por la mujer que acaba de irse. Después de todo, es del grupo de Stonecroft y es muy atractiva, así que al menos sabrá quién es. Es un disparate que hayan tenido que decirle el nombre de su hija. Quizá él sabe lo que le pasa.
Duke rió por lo bajo mientras tomaba otro sorbo de café. Sue siempre le decía que la curiosidad mató al gato. No soy curioso, pensó Duke. Solo me gusta saber qué pasa.