El miércoles por la mañana, Jake Perkins acudió a sus clases, excepto al seminario de escritura creativa, porque se consideraba más preparado que la persona que lo impartía. Justo antes de la pausa para la comida, en calidad de reportero de la Gaceta de Stonecroft, fue a la oficina del director, Downes, para la entrevista que tenían programada y en la que el director tenía que dar su opinión sobre el éxito de la reunión.
Sin embargo, era evidente que Alfred Downes no estaba de buen humor.
—Jake, sé que quedamos a esto hora, pero en realidad me va bastante mal.
—Lo entiendo, señor —repuso él para tranquilizarlo—. Imagino que habrá visto en las noticias que el fiscal del distrito tal vez presente cargos contra dos de nuestros homenajeados por ese montaje publicitario.
—Lo sé —dijo Downes con voz glacial.
Pero si Jake notó la frialdad de su tono, no lo demostró.
—¿Cree que toda esta publicidad negativa va a perjudicar a la Academia Stonecroft?
—Yo diría que es evidente, Jake —espetó el hombre—. Si piensas hacerme perder el tiempo con preguntas estúpidas, ya te puedes marchar.
—No es mi intención hacer preguntas estúpidas —se apresuró a aclarar Jake con tono de disculpa—. A donde yo quería llegar es al hecho de que, en la cena de gala, Robby Brent donó diez mil dólares a la escuela, A la vista de sus actos de los últimos días, ¿devolverá usted ese dinero?
Jake estaba seguro de que esa pregunta le dolería al director Downes. Sabía lo mucho que este deseaba que el anexo al edificio del instituto se construyera durante su mandato. Era de dominio público que, si bien la idea de la reunión y los homenajes había sido de Jack Emerson, Alfred Downes la había, aceptado encantado. Aquello significaba publicidad para la escuela, una oportunidad de presumir por los ex alumnos que habían triunfado —evidentemente, el mensaje era que habían aprendido todo lo que necesitaban saber en la buena y vieja Stonecroft— y una ocasión para conseguir donativos de ellos y el resto de ex alumnos.
En cambio ahora los medios hacían cábalas sobre la extraña coincidencia de que cinco mujeres que se sentaban a la misma mesa en el comedor hubieran muerto. Con esa publicidad Jake sabía que nadie querría mandar a sus hijos allí. El montaje publicitario de Laura Wilcox y Robby Brent era un nuevo golpe para el prestigio de la escuela. Con el rostro surcado por líneas de entusiasmo y su pelo pelirrojo más dé punta que nunca, Jake dijo:
—Doctor Downes, sabe que tengo que entregar mi artículo a la Gaceta. Solo necesito que haga un comentario sobre la reunión. Alfred Downes miró a su alumno casi con desprecio.
—Estoy preparando una declaración. Tendrás una copia mañana por la mañana.
—Oh, gracias señor. —Jake sintió cierta compasión por el hombre que tenía sentado frente a él. Está preocupado por su trabajo, pensó. El consejo de administración quizá le dé la patada. Saben que Jack Emerson preparó todo esto porque es el propietario de los terrenos que tendrían que comprar para construir el anexo, y que Downes ha estado de acuerdo—. Señor, estaba pensando…
—No pienses, Jake. Vete.
—Enseguida, señor, pero, por favor, escuche lo que voy a proponerle. Sé que la doctora Sheridan, el doctor Fleischman y Gordon Amory siguen en el Glen-Ridge, y que Carter Stewart se aloja en el Hudson Valley, al otro lado de Cornwall. Quizá si los invita a cenar y se hacen unas fotografías sería una forma de devolver a Stonecroft su buena imagen. Nadie puede cuestionar sus logros, y señalarlos sería una forma de contrarrestar los efectos negativos de la mala conducta de los otros dos homenajeados.
Alfred Downes se quedó mirando a Jake Perkins, pensando que, en sus treinta y cinco años en la enseñanza, nunca había conocido a un estudiante tan descarado y listo como aquel. Se recostó en la silla y esperó un largo minuto antes de contestar.
—¿Cuándo te gradúas, Jake?
—Tendré los créditos que necesito al final de este año, señor. Como ya sabe, cada semestre he hecho un montón de clases extras. Pero mis viejos no creen que esté preparado para ir a la universidad el año que viene, así que me conformaré con quedarme aquí y graduarme con mi curso.
Jake miró al señor Downes y vio que no compartía su felicidad.
—Tengo una idea para otro artículo que quizá le gustará —continuó—. He estado investigando a Laura Wilcox. Es decir, he revisado viejos números de la Gaceta y el Cornwall Times de la época en que estudiaba aquí y, como decían en el Times, siempre fue la niña mimada. Su familia tenía dinero, sus padres la criaron entre algodones. Quiero escribir un artículo mostrando que, a pesar de los privilegios de que disfrutó Laura Wilcox, ahora es ella quien pasa por un mal momento. —Jake intuía que Downes estaba a punto de interrumpirle, así que se dio prisa—. Creo que un artículo como ese serviría para dos cosas, señor. Demostrará a los alumnos de Stonecroft que tenerlo todo no garantiza el éxito, y que los otros homenajeados que tuvieron que luchar por lo que querían salieron mucho mejor parados. Lo que quiero decir es que en Stonecroft hay alumnos que estudian con una beca o que trabajan después de las clases para pagarse los estudios. El artículo los motivaría y quedaría muy bien. Los grandes medios de comunicación están buscando historias, y esta podría interesarles.
Con la vista clavada en una fotografía suya que había en la pared, detrás de Jake, Alfred Downes meditó sobre lo que el chico había dicho.
—Es posible —reconoció a regañadientes.
—Tomaré fotografías de las casas donde Laura vivió mientras estaba en Cornwall. La primera está desocupada, pero hace poco la reformaron y se ve muy bien. La casa a la que se mudaron después está en Concord Avenue, y es lo que podríamos llamar una casaza.
—¿Una casaza? —preguntó Downes, desconcertado.
—Ya sabe, cuando en una manzana hay una casa que se ve demasiado grande u ostentosa entre las demás. A veces las llaman McMansiones.
—Tampoco había oído nunca esa palabra —dijo Downes, más para sus adentros que para Jake.
Jake se puso en pie de un brinco.
—No importa, señor. Tengo que decirle que cuanto más lo pienso más me gusta la idea de hacer un artículo sobre Laura, con sus casas de trasfondo y fotografías de cuando vivía aquí, y otras de cuando se hizo famosa. Bueno, le dejo tranquilo, señor Downes. Pero permítame darle un consejo. Si decide hacer esa cena, le recomiendo que no invite a Emerson. Tengo la impresión de que ninguno de los homenajeados lo aguanta.