Tal como le había advertido Eddie Zarro, el fiscal del distrito Rich Stevens estaba furioso y preocupado.
—Ese par de actores de pacotilla se presentan aquí con sus montajes y nos hacen perder el tiempo mientras hay un psicópata suelto por el condado —ladró—. Pienso hacer una declaración ante la prensa para informar de que Robby Brent y Laura Wilcox tendrán que responder ante la justicia de la acusación de fraude. Laura Wilcox ha confesado que es ella quien ha estado mandando esas amenazas sobre la hija de la doctora Sheridan. Me da lo mismo si la doctora la quiere perdonar. Enviar cartas amenazadoras es un delito y Laura Wilcox tendrá que pagar por ello.
Asustado, Sam trató de aplacarlo.
—Un momento, Rich —dijo—. La prensa no sabe nada de la hija de la doctora Sheridan y las amenazas. No podemos hacerlo público.
—Lo sé muy bien, Sam —repuso Rich Stevens—. Solo vamos a aludir al montaje publicitario que Laura ha admitido en su último fax. —Entregó a Sam la carpeta que tenía encima de la mesa—. Fotografías del escenario del crimen —explicó—. Échales un vistazo. Joy fue la primera de los nuestros que llegó al lugar. Sé que los demás ya lo habéis oído pero, Joy, cuéntale a Sam lo que sabes de la víctima y lo que te dijo la vecina.
En el despacho del fiscal del distrito, aparte de Sam y Eddie Zarro, había otros cuatro agentes. Joy Lacko, la única mujer del grupo, llevaba menos de un año con ellos, pero Sam le tenía un gran respeto por su inteligencia y su capacidad de sacar información a testigos conmocionados por lo que habían presenciado.
—La víctima se llamaba Yvonne Tepper. Sesenta y tres años, divorciada, con dos hijos adultos, ambos casados y residentes en California. —Joy tenía su libreta de notas en la mano, pero no tenía necesidad de consultarla y miraba a Sam directamente—. Tenía una peluquería, era una mujer apreciada y aparentemente no tenía enemigos. Su ex marido se volvió a casar y vive en Illinois. —Hizo una pausa—. Sam, seguramente todo esto es irrelevante, si tenemos en cuenta el búho de peltre que hemos encontrado en el bolsillo de la víctima.
—Supongo que no tiene huellas —aventuró.
—No, pero sabemos que ha de ser el mismo tipo que mató a Helen Whelan el viernes.
—¿Con qué vecino hablaste?
—Con todos, pero la única que sabe algo es la que Tepper visitó anoche. Seguramente la atacaron cuando salió de su casa. Se llama Rita Hall. Tepper y ella eran buenas amigas. Tepper le había comprado unos cosméticos y anoche fue a llevárselos cuando volvió del trabajo, después de las diez, no recuerda la hora exacta. Estuvieron juntas un rato y vieron las noticias de las once. El marido de la señora Hall, Matthew, ya se había acostado. Por cierto, él fue la primera persona en acudir cuando Bessie Koch, que es la mujer que encontró el cadáver, se puso a tocar el claxon para pedir ayuda. Y fue lo bastante listo para evitar que los otros vecinos tocaran el cadáver y avisar a la policía.
—¿La víctima se fue de la casa de la señora Hall justo después de las noticias? —preguntó Sam.
—Sí. La señora Hall la acompañó a la puerta y salió al porche con ella. Quería contarle algo que había oído sobre un antiguo vecino. Dice que no debieron de estar más de un minuto y que la luz del porche estaba encendida, así que es posible que alguien las viera. Dice que reparó en un coche que aminoraba y se detenía junto a la acera, pero que no pensó nada. Por lo visto, los vecinos de la acera de enfrente tienen hijos adolescentes y siempre van y vienen.
—¿Recuerda algún detalle del coche la señora Hall?
—Solo que era un sedán de tamaño medio, azul oscuro o negro. La señora Hall volvió a entrar en la casa y cerró la puerta, y la señora Tepper bajó por el césped hasta la acera.
—Mi opinión es que unos minutos después ya estaba muerta —apuntó Rich Stevens—. El móvil no era el robo. Su bolso estaba en la acera. Llevaba doscientos pavos en el monedero y un anillo y pendientes de diamante. Lo único que quería ese tipo era matarla. La cogió, la arrastró hasta el césped de su casa, la estranguló, dejó el cuerpo detrás de un arbusto y se fue.
—Pero se quedó lo bastante para dejarle el búho en el bolsillo —comentó Sam.
Rich Stevens miró a Joy, luego a Sam.
—He estado pensando en si debemos contar el detalle del búho a la prensa. Quizá alguien conozca a un tipo obsesionado con los búhos o que los tenga como afición.
—Ya se puede imaginar la que montarían los periódicos si supieran que el asesino deja un búho en el bolsillo de sus víctimas —se apresuró a decir Sam—. Si ese loco mata para satisfacer su ego, que yo creo que sí, le estaremos dando lo que él quiere, por no hablar de la posibilidad de que salga algún imitador.
—De todos modos esa información no ayudaría a las mujeres a estar prevenidas —señaló Joy Lacko—. El asesino deja el búho después de matarlas, no antes.
Al final de la reunión, acordaron que lo mejor era advertir a las mujeres que no fueran solas por la calle después de anochecer y comentar que las pruebas apuntaban a que Helen Whelan e Yvonne Tepper habían sido asesinadas por la misma persona o personas.
Cuando ya se levantaban, Joy Lacko dijo con voz queda:
—Lo que me asusta es que en estos momentos hay una mujer inocente que ignora que, en los próximos días, si por casualidad está en el lugar equivocado en el momento equivocado cuando ese tipo pase, su vida se habrá acabado.
—No estoy dispuesto a admitir esa posibilidad todavía —dijo Rich Stevens.
Yo sí, pensó Sam, yo sí.