Sam Deegan estaba tan cansado que durmió como un bendito, aunque el instinto que le hacía ser un buen policía le decía que no era cierto que el último fax que Jean había recibido fuera de Laura.
El despertador sonó a las seis de la mañana. Se quedó unos momentos en la cama con los ojos cerrados. El fax fue el primer pensamiento consciente que le vino a la mente. Demasiado fácil, pensó. Lo explica todo. Ahora no es probable que encuentre un juez dispuesto a emitir una orden para abrir los archivos sobre Lily, decidió.
Quizá ese era el propósito del fax. Quizá la persona se había asustado, temía que la descubrieran si un juez autorizaba que se abriera el expediente de Lily y se le preguntaba a esta por el cepillo.
Esa posibilidad le preocupaba. Abrió los ojos, se sentó en la cama y apartó las mantas. Por otro lado, pensó haciendo de abogado del diablo, no tiene nada de extraño que Laura se enterara hace años de que Jean estaba embarazada. Durante la cena, Jean les había dicho a él y a Alice Sommers que, antes de desaparecer, Laura había mencionado a Reed Thornton. «No estoy segura de si utilizó su nombre o no —les había explicado—, pero me sorprendió que supiera que yo salía con un cadete».
No me fío de ese fax, y sigo pensando que es demasiada coincidencia que cinco mujeres hayan muerto en el mismo orden en que estaban sentadas a la mesa en la fotografía, pensó mientras caminaba pesadamente hasta la cocina, enchufaba la cafetera, iba al baño y abría el grifo de la ducha.
El café ya estaba listo cuando volvió a la cocina, vestido para su trabajo con chaqueta y pantalones. Sirvió zumo de naranja en un vaso y puso pan en la tostadora. Cuando Katie vivía, siempre comía avena para desayunar. Aunque había tratado de convencerse de que no era difícil —verter el tercio de una taza de copos de avena en un cuenco, añadir leche semidesnatada y poner el cuenco en el microondas dos minutos—, nunca le salía bien. Katie lo hacía mucho mejor. Al final, dejó de intentarlo.
Hacía casi tres años que Katie había perdido su larga batalla contra el cáncer. Afortunadamente, la vivienda no era tan grande como para que, ahora que los chicos eran mayores y se habían ido, sintiera la necesidad de venderla. No se puede tener una gran casa con un sueldo de policía, pensó Sam. Muchas mujeres se hubieran quejado por eso, pero Kate no. A ella le encantaba. Ella la convirtió en un hogar y, por muy mal día que hubiera tenido, él siempre se alegraba y daba gracias por poder volver a ella al final de la jornada.
Sigue siendo la misma casa, pensó Sam mientras salía a recoger el periódico a la puerta de la cocina y se sentaba a la mesa. Pero sin Kate es muy distinta. La noche anterior, mientras dormitaba en la casa de Alice, había tenido la misma sensación que antes tenía en su casa. Confortable. Acogedora. Los ruidos que hacía Alice mientras preparaba la cena. El delicioso olor del rosbif que le llegaba de la cocina.
De pronto recordó que, cuando se estaba durmiendo, algo le había llamado la atención. ¿Qué era? ¿Tenía algo que ver con los objetos que Alice tenía en la vitrina? La próxima vez que fuera a su casa, echaría un vistazo. Quizá eran las tazas de café que coleccionaba. A su madre también le encantaban. Aún conservaba algunas en el armario de la vajilla.
¿Qué?, ¿ponía mantequilla en el bollito o mejor se lo comía solo?, pensó.
Algo reacio, decidió no poner mantequilla. Seguro que anoche me excedí, recordó. El pudín de Yorkshire que Alice preparó estaba divino. A Jean le gustó tanto como a mí. Había estado a punto de venirse abajo por la tensión de temer por la vida de Lily. Me alegró ver que se relajaba. Antes era como si llevara todo el peso del mundo sobre la espalda.
Esperemos que lo del fax sea verdad y pronto sepamos de Laura.
El teléfono sonó en el momento en que estaba abriendo el periódico. Era Eddie Zarro.
—Sam, acabamos de hablar con el jefe de policía de Highland Falls. Han encontrado a una mujer estrangulada delante de su casa. El fiscal del distrito nos quiere a todos en su oficina enseguida.
Eddie se estaba callando alguna cosa.
—¿Qué más? —espetó Sam.
—La víctima tenía uno de esos pequeños búhos de peltre en el bolsillo. Sam, tenemos un loco suelto. Debo avisarte que esta mañana han dicho en la radio que la desaparición de Laura Wilcox es un montaje publicitario que ha ideado con el cómico Robby Brent. Rich Stevens no deja de lamentarse porque hemos estado perdiendo el tiempo con la tal Wilcox mientras un psicópata asesino anda suelto por el condado de Orange. Así que hazte un favor a ti mismo y no menciones su nombre.