La noche es mi momento, pensó el Búho mientras esperaba con impaciencia a que oscureciera. Había sido una locura arriesgarse a volver a la casa en pleno día… alguien podía haberle visto. Pero había tenido la perturbadora sensación de que Robby Brent no estaba muerto, de que, siendo actor, se había limitado a fingir que estaba inconsciente. Se lo imaginaba saliendo a rastras del coche y tratando de llegar a la calle… o incluso subiendo por las escaleras para buscar a Laura y llamar a la policía.
La imagen de Robby vivo, tratando de pedir ayuda, se hizo tan poderosa que el Búho no tuvo más remedio que volver para convencerse de que de verdad estaba muerto y seguía donde lo había dejado, en el maletero de su coche.
Había sido casi como la primera vez que le quitó la vida a alguien, aquella noche en la casa de Laura, pensó el Búho. Recordaba vagamente haber subido de puntillas por la escalera de atrás, de camino a la habitación donde pensaba que estaba Laura. Hacía veinte años.
La noche pasada, él sabía que Robby le seguía, así que no fue difícil engañarlo. Luego tuvo que meter la mano en el bolsillo de sus pantalones para cogerle las llaves del coche y poder entrarlo en el garaje. Dentro ya había otro, el primero que él alquiló, el de los neumáticos llenos de barro. Dejó el de Robby Brent al lado y luego arrastró hasta allí el cuerpo desde las escaleras, que era donde lo había matado.
De alguna manera se había delatado ante Robby Brent. De alguna manera Robby lo había descubierto. ¿Y los otros? ¿Se estaba cerrando un círculo y dentro de poco no podría escapar a la noche? No le gustaba la incertidumbre. Necesitaba sentirse seguro… la seguridad que solo sentía cuando llevaba a cabo ese acto que le permitía reafirmar su poder sobre la vida y la muerte.
A las once se dedicó a conducir lentamente por el condado de Orange. No demasiado cerca de Cornwall, pensó. Ni demasiado cerca de Washingtonville, donde encontraron el cuerpo de Helen Whelan. Highland Falls estaría bien. O quizá debiera buscar algún lugar en las proximidades del motel donde Jean Sheridan estuvo con el cadete.
Quizá estaba destinado a encontrar a su víctima en alguna de las calles secundarias que había cerca del motel.
A las once y media, cuando pasaba por una calle bordeada de árboles, vio a dos mujeres en un porche, bajo una lámpara. Mientras las observaba, una se volvió, entró en la casa y cerró la puerta. La otra bajó por las escaleras del porche. El Búho detuvo el coche junto al bordillo, apagó las luces y esperó a que cruzara el césped para llegar a la acera.
La mujer iba mirando al suelo, caminando con rapidez, y no lo oyó cuando él bajó del automóvil y se ocultó tras la sombra de un árbol. Cuando ella pasó de largo, él salió de su escondite. Sintió cómo el Búho salía de su jaula cuando le tapó la boca con la mano y le pasó la cuerda alrededor del cuello con rapidez.
—Lo siento por ti —le susurró—, pero eres la elegida.