La orden para comprobar los registros telefónicos y averiguar desde dónde había llamado Laura a Jean dio exactamente el mismo resultado que la emitida el día anterior. La segunda llamada se había efectuado desde el mismo tipo de móvil, los que se compran con un saldo de cien minutos sin necesidad de que se dé el nombre del comprador.
A las once y cuarto del martes por la mañana, Sam estaba en la oficina del fiscal del distrito poniéndolo al corriente.
—No es el mismo teléfono que Wilcox utilizó el domingo por la noche —informó a Rich Stevens—. Este lo compraron en el condado de Orange. Es la centralita 845. Eddie Zarro está comprobando las tiendas de la zona de Cornwall donde los venden. Evidentemente, lo han apagado, como el que Wilcox utilizó para llamar a la recepción del hotel el domingo por la noche.
El fiscal del distrito hacía girar un bolígrafo entre los dedos.
—Jean Sheridan no está completamente segura de que la persona con la que habló fuera Laura Wilcox.
—No, señor.
—Y la enfermera… (¿Cómo se llama? ¿Peggy Kimball?). Le dijo a Sheridan que es posible que el doctor Connors arreglara una adopción privada ilegal para su hija.
—Eso es lo que cree la señora Kimball.
—¿Has tenido noticias del párroco de Saint Thomas sobre los registros de los bautizos?
—Por el momento no ha habido suerte. Han localizado a bastantes de las personas que bautizaron una niña en aquel período, pero ni una sola que haya admitido que su hija era adoptada. El párroco, monseñor Dillon, es un hombre inteligente. Ha convocado a algunos de los feligreses que llevan tiempo en la junta parroquial y que estaban aquí hace veinte años. Conocían a familias con hijos adoptados, pero ninguna con una hija que ahora tenga diecinueve años y medio.
—¿Monseñor Dillon sigue trabajando en el asunto?
Sam se mesó el cabello y recordó una vez más que Katie le decía que eso debilitaba las raíces del pelo. Y supuso que si sus pensamientos pasaban de Kate a Alice Sommers sería por el cansancio. Solo hacía dos días que no la veía, pero era como si hubieran transcurrido dos semanas. Pero, claro, desde primera hora del domingo, cuando se denunció la desaparición de Helen Whelan, todo parecía haberse acelerado.
—¿Sigue monseñor Dillon comprobando los registros, Sam? —volvió a preguntar Rich Stevens.
—Perdone, Rich. Estaba distraído. La respuesta es sí, y ha llamado a algunas de las parroquias vecinas para pedirles que investiguen con discreción en su zona. Si creen que tienen algo, monseñor Dillon nos lo hará saber, y podremos pedir una orden para revisar esos registros.
—¿Jean Sheridan piensa seguir la pista de Craig Michaelson, el abogado que gestionó el papeleo de algunas de las adopciones del doctor Connors?
—Ha quedado con él a las dos.
—¿Qué piensas hacer ahora, Sam?
El sonido del móvil de Sam los interrumpió. Lo sacó del bolsillo, comprobó el número y de pronto el cansancio desapareció de su cara.
—Es Eddie Zarro —dijo al tiempo que apretaba el botón de aceptar la llamada—. ¿Qué hay, Eddie? —preguntó.
El fiscal del distrito lo observaba, y vio que se quedaba boquiabierto.
—¿Bromeas? Dios, soy un idiota. ¿Por qué no se me había ocurrido? ¿Qué se propone esa rata? De acuerdo. Me reuniré contigo en el Glen-Ridge. Esperemos que no haya decidido marcharse.
Sam cerró el teléfono y miró a su jefe.
—Un móvil con cien minutos de saldo se vendió anoche en Main Street, en Cornwall, unos minutos después de las siete. El dependiente recordaba perfectamente al hombre que lo compró porque lo había visto por televisión. Era Robby Brent.
—¿El cómico? ¿Crees que él y Laura están juntos?
—No, señor, no lo creo. El dependiente dice que, después de salir de la tienda, Brent se quedó en la acera e hizo una llamada. Según él, era exactamente a la misma hora en que Jean Sheridan recibió la supuesta llamada de Laura Wilcox.
—¿Quieres decir que…?
Sam le interrumpió.
—Según algunos, Robby Brent es un cómico, pero en lo que todo el mundo está de acuerdo es en que es un imitador de primera. Sospecho que él hizo esa llamada imitando la voz de Laura. Me voy al Glen-Ridge. Pienso encontrar a ese imbécil para que me explique qué pretendía.
—Sí, ve —dijo Rich Stevens—. Será mejor que tenga una buena explicación, porque si no le vamos a acusar de entorpecer una investigación policial.