Peggy Kimball era una mujer robusta de unos sesenta años que transmitía una sensación de calidez e inteligencia. Tenía el cabello entrecano y ondulado, la tez tersa, salvo por las leves arrugas alrededor de la boca y los ojos. Desde el primer momento, Jean tuvo la impresión de que era una mujer inteligente y de que no debía de ser fácil engañarla.
Las dos prescindieron de la carta y pidieron café.
—Mi hija vino a recoger a sus hijos hace una hora —explicó Peggy—. He tomado cereales y cacao con ellos a las siete, ¿o eran las seis y media? —Sonrió—. Ayer por la noche debió usted de pensar que estaba en medio de una guerra.
—Doy clases a alumnos de primero en la universidad —dijo Jean—. A veces parecen niños pequeños, y desde luego pueden ser mucho más ruidosos.
El camarero les sirvió el café. Peggy Kimball miró a Jean fijamente, ahora muy seria.
—La recuerdo, Jean —dijo—. El doctor Connors gestionó muchas adopciones con chicas que estaban en su misma situación. Pero me dio usted mucha pena porque fue una de las pocas que venían a la consulta solas. La mayoría venían acompañadas de algún pariente o algún adulto preocupado, o incluso con el padre de la criatura, que siempre era otro adolescente asustado.
—Sea como sea —repuso Jean—, estamos aquí porque soy una adulta preocupada por una chica de diecinueve años que es mi hija y que podría necesitar ayuda.
Sam Deegan se había llevado los faxes originales, pero Jean había hecho fotocopias, así como del informe de ADN que certificaba que las hebras de pelo del cepillo pertenecían a Lily. Las sacó del bolso y se las mostró a Kimball.
—Peggy, imagine que fuera su hija. ¿No estaría preocupada? ¿No interpretaría todo esto como una amenaza? —Miró a la mujer a los ojos.
—Sí, desde luego.
—Peggy, ¿sabe quién adoptó a Lily?
—No, no lo sé.
—Tuvo que haber un abogado que se ocupara del papeleo. ¿Sabe con qué abogado o bufete trabajaba el doctor Connors?
Peggy Kimball vaciló, luego dijo lentamente:
—Dudo que hubiera ningún abogado que trabajara en su caso, Jean.
Hay algo que le da miedo decirme, pensó Jean.
—Peggy, el doctor Connors se desplazó a Chicago unos días antes de que yo saliera de cuentas, provocó el parto y se llevó a Lily unas horas después de nacer. ¿Sabe si registró el nacimiento aquí o en Chicago?
Kimball miró con gesto reflexivo su taza, luego volvió a mirar a Jean.
—No recuerdo cómo actuó concretamente en su caso, Jean, pero sé que a veces el doctor registraba el nacimiento directamente a nombre de los padres adoptivos, como si la mujer fuera la madre biológica.
—Pero eso es ilegal —observó Jean—. No tenía derecho a hacerlo.
—Lo sé, pero el doctor tenía un amigo que sabía que era adoptado y se pasó toda su vida de adulto tratando de encontrar a su familia. Se convirtió en una obsesión. Aunque sus padres adoptivos lo querían muchísimo y lo trataban igual que a sus hijos biológicos, el doctor decía que era una pena que le hubieran dicho que era adoptado.
—Lo que me está diciendo es que quizá no haya una partida original de nacimiento y que no hubo ningún abogado. ¡Y que seguramente Lily cree que sus padres adoptivos son sus verdaderos padres!
—Es posible, sobre todo si tenemos en cuenta que el doctor viajó a Chicago para asistirla en el parto. Durante los años que ejerció, mandó a varias chicas a esa clínica de Chicago, y normalmente eso significaba que no se inscribía al niño con el nombre de la verdadera madre. Jean, hay otra cosa que debe tener en cuenta. El nacimiento de Lily no tuvo por qué registrarse necesariamente, ni aquí ni en Chicago. En Connecticut o New Jersey, por ejemplo, hubiera podido pasar como un parto natural, en casa. Y al doctor Connors se le conocía bien en la zona porque gestionaba adopciones privadas. —Estiró el brazo y aferró impulsivamente la mano de Jean—. Jean, en aquel entonces hablaba usted conmigo. Recuerdo que me dijo que quería que su hija fuera amada, que fuera feliz, y que tuviera unos padres que se quisieran y que la quisieran a ella con locura. Estoy segura de que le dijo eso mismo al doctor Connors. Quizá al evitarle a Lily la angustia de querer encontrar a su verdadera madre el doctor creyó que estaba haciendo lo que usted quería.
Jean se sentía como si le hubieran cerrado unas enormes puertas metálicas en la cara.
—Solo que ahora soy yo quien necesita encontrarla a ella —dijo lentamente. Las palabras se le atascaban en la garganta—. Tengo que encontrarla. Peggy, me ha parecido entender que el doctor Connors no llevaba todas las adopciones de esa forma.
—No, no lo hacía.
—Entonces, en algunos casos sí recurría a un abogado.
—Sí. Era Craig Michaelson. Sigue ejerciendo, pero se trasladó a Highland Falls hace años. Supongo que sabe dónde está.
Highland Falls era la localidad más cercana a West Point.
—Sí, lo conozco.
Peggy dio un último sorbo a su café.
—Tengo que irme. Debo estar en el hospital dentro de media hora —dijo—. Me gustaría haberle sido de más ayuda, Jean.
—Quizá aún pueda ayudarme —repuso Jean—. La cuestión es que alguien descubrió lo de Lily, y es posible que fuera en aquella época, cuando yo estaba embarazada. ¿Hay alguna otra persona que trabajase en la consulta del doctor Connors y que pudiera tener acceso a los historiales médicos?
—No. El doctor Connors los guardaba bajo llave.
El camarero dejó la cuenta sobre la mesa. Jean la firmó y las dos mujeres salieron al vestíbulo. Jack Emerson estaba sentado en una butaca cerca del mostrador de recepción, con un periódico. Saludó a Jean con un gesto cuando la vio junto a la entrada, despidiendo a Peggy, y la detuvo cuando pasó junto a él de camino al ascensor.
—Jean, ¿alguna noticia de Laura?
—No. —Sintió curiosidad por saber qué hacía Jack Emerson en el hotel. Seguro que después del desagradable encontronazo con Robby Brent de la noche anterior no le apetecía toparse con él. Cuando le habló, Jean pensó si no le habría leído el pensamiento.
—Quería disculparme por las palabras que tuvimos Robby Brent y yo anoche —le dijo—. Espero que comprendas que lo que Brent insinuó es una barbaridad. Yo no le pedí esa fotografía a Laura. Le escribí para pedirle que fuera una de las homenajeadas en la reunión y ella me mandó la fotografía con la nota donde aceptaba. Seguramente envía miles de fotografías como esa y en todas pone lo de los besos y los abrazos.
¿La estaba estudiando Jack Emerson para ver si se tragaba esa explicación de la presencia de la fotografía en su casa? No podía estar segura.
—Seguramente tienes razón —repuso Jean quitándole importancia—. Bueno, si me perdonas, tengo prisa. —Y entonces se detuvo, porque la curiosidad la venció—. Parece como si esperaras a alguien.
—Gordie, perdón, Gordon me ha pedido que le lleve a ver unos terrenos. No le gustó nada de lo que le enseñaron ayer los peces gordos del club de campo. Tengo en exclusiva un par de sitios que serían perfectos para la sede de una empresa.
—Buena suerte. Oh, el ascensor. Adiós, Jack.
Jean fue rápidamente hacia el ascensor y esperó a que bajara la gente que iba dentro. Gordon Amory fue el último en salir.
—¿Has sabido algo más de Laura? —preguntó precipitadamente.
—No.
—Bien. Tenme informado.
Jean entró en el ascensor y apretó el botón de su planta. Craig Michaelson, pensó. Lo llamaré en cuanto llegue a mi habitación.
*****
Fuera del hotel, Peggy Kimball subió a su coche y se puso el cinturón. Con expresión concentrada, trató de situar la cara del hombre que había saludado a Jean Sheridan en el vestíbulo. Claro, pensó. Jack Emerson, el agente inmobiliario que compró la finca cuando el edificio se quemó hace diez años.
Metió la llave en el contacto y la giró. Jack Emerson, pensó con desprecio. Cuando sucedió, se insinuó que él podía haber tenido algo que ver. No solo quería la finca, sino que además se descubrió que conocía el edificio como la palma de su mano. Cuando estudiaba en el instituto, ganaba para sus gastos trabajando allí un par de noches por semana con los de la limpieza. ¿Trabajaba en el edificio cuando Jean visitó al doctor Connors?, se preguntó Peggy. Siempre citábamos a las jovencitas como ella por la tarde, para que no coincidieran con las otras pacientes. Quizá Emerson la vio alguna vez y solo tuvo que atar cabos.
Dio marcha atrás para salir de su plaza. Jean quería saber quién trabajaba en la consulta. Quizá debía mencionarle a Emerson, aunque estaba totalmente segura de que ni él ni nadie pudo tener acceso a los archivos.