A media tarde del lunes, Sam Deegan fue a hablar con Joel Nieman en su oficina de Rye, Nueva York.
Después de hacerle esperar en recepción durante casi media hora, Nieman lo invitó a pasar a su suite privada, una habitación muy elegante. Todo en sus gestos indicaba una irritación mal disimulada por la interrupción.
No tiene pinta de Romeo, pensó Sam al observar su rostro regordete y su pelo teñido de color cobrizo.
Nieman desmintió alegremente que hubiera podido quedar con Laura durante la reunión.
—He oído en la radio esa tontería sobre el asesino de la mesa del comedor —explicó sin que nadie le preguntara al respecto—. Imagino que fue ese reportero de la escuela el que lo ha empezado todo, Perkins. Tendrían que ponerle una red en la cabeza y llevárselo de allí hasta que madure un poco. Escuche, yo iba a clase con esas chicas. Las conocía a todas. La idea de que sus muertes estén relacionadas es absurda. Catherine Kane, por ejemplo. Su coche patinó y cayó al Potomac cuando estudiábamos primero en la universidad. Cath siempre fue una loca del volante. Compruebe el número de multas que le pusieron en Cornwall durante el último curso y lo entenderá.
—Podría ser —dijo Sam—, pero ¿no le parece que es muchísima casualidad que hayan muerto no dos, sino cinco del mismo grupo?
—Pues sí, es un poco raro que cinco chicas que se sentaban a la misma mesa hayan muerto, pero si quiere le presento al tipo que nos suministra los ordenadores. Su madre y su abuela murieron de un ataque al corazón el mismo día, con treinta años de diferencia. El día después de Navidad. Quizá se dieron cuenta de lo mucho que se habían gastado en regalos y no lo pudieron soportar. Podría ser, ¿no cree?
Sam miró a Joel Nieman con un profundo desagrado, pero también con la sensación de que, bajo aquella manifestación de desdén, había una profunda inquietud.
—Tengo entendido que su esposa dejó la reunión el sábado por la mañana para salir en un viaje de negocios.
—Exacto.
—¿Estuvo usted solo en su casa el sábado por la noche después de la cena de ex alumnos, señor Nieman?
—Pues resulta que sí. Esas ceremonias interminables me producen mucho sueño.
No es de la clase de hombre que vuelve solo a su casa cuando su mujer no está, pensó Sam. Dio un palo a ciegas.
—Señor Nieman, le vieron salir del aparcamiento con una mujer en el coche.
Joel Nieman arqueó las cejas.
—Bueno, puede que me fuera con una mujer, pero tenía bastante menos de cuarenta años. Señor Deegan, si me investiga porque Laura se largó con un hombre y no ha aparecido, le aconsejo que llame a mi abogado. Y ahora, sí me disculpa, tengo que hacer algunas llamadas.
Sam se levantó y se dirigió hacia la puerta, sin prisa. Al pasar ante la librería, se detuvo a mirar el estante central.
—Tiene usted una bonita colección de obras de Shakespeare, señor Nieman.
—Siempre me ha gustado el Bardo.
—Tengo entendido que hizo usted de Romeo en la obra de último curso en Stonecroft.
—Sí, así es.
Sam midió las palabras.
—¿No fue Alison Kendall muy crítica con su actuación?
—Dijo que olvidaba el diálogo. Y no es verdad. Solo tuve un momento de miedo escénico, nada más.
—Unos días después de la representación, Alison tuvo un accidente en la escuela, ¿no es así?
—Sí, lo recuerdo. La puerta de la taquilla le cayó encima. Nos interrogaron a todos los chicos. Yo siempre pensé que tendrían que haber hablado con las chicas. Había muchas que no la soportaban. Mire, con esto no va a conseguir nada. Como le he dicho, me juego lo que quiera a que las muertes de las otras chicas de la mesa del comedor fueron accidentes. No siguen ningún patrón concreto. Por otro lado, Alison siempre fue una mala persona. Pisaba a la gente. Y, por lo que he leído de ella, parece que no cambió. Entiendo perfectamente que alguien decidiera que ya había nadado bastante el día que se ahogó.
Caminó hasta la puerta y la abrió con toda la intención.
—Apremiar al huésped que parte —añadió—. Eso también es de Shakespeare.
Sam esperaba ser lo bastante profesional para que no se le notara en la cara lo que pensaba de Nieman y de su desdeñoso comentario sobre la muerte de Alison Kendall.
—También hay un proverbio danés que dice que el pescado y los invitados huelen mal a los tres días —comentó. Sobre todo los invitados muertos, pensó.
—Sí, es muy conocido porque lo citó Benjamín Franklin —apuntó Joel Nieman enseguida.
—¿Conoce los versos de Shakespeare sobre los lirios muertos? —Preguntó Sam—. Están en la misma línea.
La risa de Nieman fue como un ladrido, desagradable y triste.
—Más que las malas hierbas hiede el lirio podrido. Es un verso de un soneto. Desde luego que lo conozco. De hecho, pienso mucho en ello. Mi suegra se llama Lily.
*****
Sam condujo de Rye al hotel Glen-Ridge más deprisa de lo que debía, y dejó que el indicador de velocidad subiera. Había pedido a los homenajeados y a Jack Emerson que se reunieran con él para cenar a las siete y media. Hasta entonces, su instinto le había dicho que uno de aquellos cinco hombres —Carter Stewart, Robby Brent, Mark Fleischman, Gordon Amory o Emerson— tenía la clave de la desaparición de Laura. Sin embargo, después de entrevistarse con Joel Nieman, no estaba tan seguro.
En efecto, Nieman había reconocido que no había vuelto a casa solo la noche de la cena. En Stonecroft él había sido el principal sospechoso del incidente con la taquilla. Casi había acabado en la cárcel por atacar a un hombre en una pelea en un bar. Y no hacía ningún esfuerzo por disimular su satisfacción por la muerte de Alison.
Como mínimo, no estaría de más que estudiara a Joel Nieman más de cerca, pensó.
Eran exactamente las siete y media cuando Sam entró en el Glen-Ridge. Cuando se dirigía hacia el salón privado, pasó ante el omnipresente Jake Perkins, que estaba despatarrado en una silla del vestíbulo. El muchacho se levantó de un brinco.
—¿Alguna novedad, señor? —preguntó con tono jovial.
Si la hubiera, tú serías el último en saberlo, pensó Sam, pero trató de evitar que la irritación se le notara en la voz.
—Todavía nada, Jake. ¿Por qué no te vas a casa?
—Me iré enseguida. Oh, ahí viene la doctora Sheridan. Me gustaría hablar con ella.
En ese momento Jean salía del ascensor. Incluso a esa distancia, Sam se dio cuenta de que había algo en ella que indicaba una profunda inquietud. La precipitación con que cruzó el vestíbulo en dirección al salón privado. Ese aire de apremio hizo que Sam apretara también el paso para alcanzarla.
Se encontraron en la puerta del salón. Jean empezó a hablar.
—Sam, he tenido noticias de… —Al reparar en la presencia de Jake Perkins se interrumpió.
Perkins la había oído.
—¿De quién ha tenido noticias, doctora Sheridan? ¿De Laura Wilcox?
—Vete —dijo Sam con firmeza. Cogió a Jean del brazo, la hizo pasar al salón privado y cerró la puerta.
Carter Stewart, Gordon Amory, Mark Fleischman, Jack Emerson y Robby Brent ya estaban allí. Se había improvisado un pequeño bar, y todos estaban en pie con un vaso en la mano. Al oír la puerta se volvieron para saludar a los recién llegados, pero en cuanto vieron la expresión de Jean los saludos quedaron olvidados.
—Acabo de hablar con Laura —explicó ella—. Acabo de hablar con Laura.
En el curso de la cena, el alivio que habían sentido en un primer momento fue dejando paso a la incertidumbre.
—Me sorprendió oír su voz —dijo Jean—, pero colgó antes de que tuviera tiempo de preguntar nada.
—¿Parecía nerviosa o preocupada? —inquirió Jack Emerson.
—No. Si acaso animada. Pero no me dio la oportunidad de preguntar nada.
—¿Estás segura de que era Laura? —Gordon Amory planteó la pregunta que Sam sabía que todos tenían en la cabeza.
—Creo que era ella —contestó Jean muy despacio—. Pero si me pidieras que lo jurara, no podría. Parecía ella, pero… —Vaciló—. En Virginia tengo unos amigos, una pareja, y cuando hablo con ellos por teléfono no consigo reconocerlos. Llevan casados cincuenta años y tienen exactamente el mismo timbre de voz. Yo digo: «Hola, Jane», y David se ríe y me dice: «Prueba otra vez». Después de los primeros momentos, enseguida veo que son diferentes. Con la llamada de Laura me ha pasado algo parecido. La voz era la misma, pero puede que no del todo. No hemos hablado lo suficiente para que sepa si es ella o no.
—La cuestión es que si la llamada era de Laura y sabe que se la da por desaparecida, ¿por qué no ha sido más concreta? —Preguntó Gordon Amory—. No me extrañaría que ese Perkins esté tratando de mantener la historia utilizando una doble. Laura salió en aquella serie durante un par de años. Quizá Perkins conoce a alguna estudiante de teatro que la puede imitar.
—¿Usted qué opina, Sam? —preguntó Mark Fleischman.
—Si quiere la respuesta de un policía, le diré que tanto si ha sido Laura Wilcox quien la ha hecho como si no, la llamada no me convence.
Fleischman estuvo de acuerdo.
—Es exactamente lo mismo que pienso yo.
Carter Stewart estaba cortando su filete con gesto decidido.
—Hay otro factor que deberíamos tener en cuenta. Laura es una actriz que va de capa caída. Y da la casualidad de que sé que está a punto de perder su casa. —Miró alrededor y observó con aire de suficiencia la expresión de sorpresa de los demás—. Mi agente me ha llamado. Había un jugoso comentario sobre el particular en la sección de negocios del L.A. Times de hoy. El fisco va a embargar su casa por impago de impuestos. —Hizo una pausa para llevarse el tenedor a la boca, luego prosiguió—: Lo que significa que seguramente está desesperada. La publicidad es fundamental para una actriz. Buena publicidad o mala publicidad, eso da igual. Lo que sea por mantener tu nombre en las portadas. Quizá esta sea su forma de conseguirlo. Misteriosa desaparición. Misteriosa llamada. Sinceramente, creo que perdemos el tiempo al preocuparnos tanto por ella.
—En ningún momento se me ha pasado por la imaginación que puedas estar preocupado por ella. Carter —comentó Robby Brent—. Creo que, aparte de Jean, la única persona que seguramente está preocupada por Laura es nuestro presidente, Jack Emerson. ¿Me equivoco, Jack?
—¿Eso qué significa? —se preguntó Sam en voz alta.
Robby sonrió inocentemente.
—Jack y yo quedamos esta mañana para ver algunas propiedades en las que podría invertir, o en las que hubiera considerado la posibilidad de invertir de no ser porque están tan sobrevaloradas. Jack estaba al teléfono cuando llegué a su casa, y mientras esperaba a que terminara de hablar con unos cuantos memos, estuve mirando la colección de fotografías que tiene. Había una nota muy sentimental en una fotografía de Laura, fechada exactamente hace dos semanas. «Amor, besos y abrazos a mi compañero favorito de clase». Lo que me lleva a preguntarme: ¿cuántos besos y abrazos te dio durante la semana, Jack? ¿Está todavía en ello?
Por un momento, Jean pensó que Jack iba a agredir físicamente a Robby Brent. El primero se incorporó de un salto, golpeó con las manos la mesa y se quedó mirando a Robby. Luego, con un visible esfuerzo por controlarse, apretó los dientes y volvió a sentarse muy despacio.
—Hay una dama presente —masculló—. Si no, utilizaría el único lenguaje que entiendes, rata miserable. Puede que te ganes bien la vida ridiculizando a gente que ha logrado hacer algo en su vida pero, por lo que a mí se refiere, sigues siendo el mismo imbécil que no era capaz ni de encontrar el camino a los lavabos en Stonecroft.
Horrorizada ante este intercambio de hostilidades, Jean recorrió la habitación con la mirada para asegurarse de que no había ningún camarero que hubiera podido oír el exabrupto de Jack Emerson. Cuando posó la vista en la puerta, advirtió que estaba entreabierta. Y supo con toda seguridad quién estaría al otro lado, sin perder ripio de la conversación.
Ella y Sam Deegan se miraron. Sam se puso en pie.
—Si me disculpan, creo que me saltaré el café —dijo—. Tengo que rastrear una llamada.