—¿Puedo hacer algo más por usted, doctora Sheridan? —preguntó el botones.
Jean negó con la cabeza.
—¿Se encuentra bien? Está muy pálida.
—Estoy bien. Gracias.
—Bueno, si necesita cualquier cosa, solo tiene que decirlo.
Por fin la puerta se cerró, y Jean se sentó, abatida, en el borde de la cama. Había guardado el fax en el bolsillo lateral de su bolso. Ahora lo sacó y releyó aquellas crípticas frases: «Jean, supongo que a estas alturas ya habrás comprobado que es verdad que conozco a Lily. Este es mi dilema. ¿La beso o la mato? Solo era una broma. Estaremos en contacto».
Veinte años atrás, Jean confió que estaba embarazada a un médico de Cornwall, el doctor Connors. De mala gana, el hombre reconoció que hubiera sido un error contárselo a sus padres.
—Pienso dar el niño en adopción digan lo que digan. Tengo dieciocho años, y es mi vida. Pero si se lo digo se preocuparán y se enfadarán y me harán la vida mucho más difícil de lo que es ahora —dijo llorando.
El doctor Connors le habló de una pareja que no podía tener hijos y que quería adoptar.
—Si estás segura de que no quieres el bebé, te garantizo que ellos le darán un hogar maravilloso y le querrán.
El hombre lo arregló todo para que Jean fuera a trabajar a una clínica de Chicago hasta que diera a luz. Luego él se desplazó personalmente a Chicago, la ayudó en el parto y se llevó a la criatura. Aquel septiembre, Jean entró en la universidad y, diez años después, se enteró de que el doctor Connors había muerto de un infarto después de que un incendio destruyera su consulta. Según oyó, todos los historiales clínicos que tenía se habían perdido.
Pero era posible que no se hubieran perdido. De ser así, ¿quién los encontró y por qué se ha puesto en contacto conmigo después de tantos años?, pensaba Jean angustiada.
Lily… ese era el nombre que había dado a la niña que llevó en su vientre durante nueve meses y que tuvo a su lado durante solo cuatro horas. Tres semanas antes de que Reed se graduara en West Point y ella en Stonecroft, se dio cuenta de que estaba embarazada. Los dos estaban asustados, pero estuvieron de acuerdo en que lo mejor era casarse en cuanto se graduaran.
«Mis padres estarán encantados contigo, Jeannie», había insistido Reed. Sin embargo, ella sabía que le preocupaba la reacción que pudieran tener. Reed le confesó que su padre no quería que se comprometiera en serio con nadie al menos hasta los veinticinco. Nunca llegó a hablarles de ella. Una semana antes de la graduación, murió en el campus de West Point, atropellado por un tipo que iba a toda velocidad por la estrecha calle por donde él caminaba y que se dio a la fuga. En lugar de ver a Reed graduarse el quinto de su promoción, el general, ahora retirado, y la señora de Carroll Reed Thornton recogieron el diploma y la espada de su difunto hijo en una presentación especial durante la ceremonia de graduación.
Nunca supieron que tenían una nieta.
Si alguien había robado el expediente de adopción de Lily, ¿cómo había podido acercarse lo bastante a ella para coger su cepillo, con sus largas hebras de cabellos dorados?
La primera y terrible nota llegó acompañada del cepillo, y decía:
«Comprueba el ADN… es de tu hija». Perpleja, Jean hizo analizar unas hebras del pelo que había conservado de su hija, junto con una muestra suya de ADN y los cabellos del cepillo en un laboratorio privado. El informe confirmó de forma inequívoca sus peores temores… los cabellos del cepillo pertenecían a su hija, que ahora tenía diecinueve años y medio.
¿Era posible que las personas que la adoptaron supieran quién era Jean y hubieran montado todo aquello para sacarle dinero?
Hubo mucha publicidad cuando su libro sobre Abigail Adams se convirtió en un best seller y se rodó la película.
Ojalá se trate solo de dinero, pensó Jean mientras se levantaba y echaba mano de la maleta; tenía que empezar a sacar sus cosas.