A las seis y media Jean estaba en su habitación del hotel, cuando por fin recibió la llamada que esperaba. De Peggy Kimball, la enfermera que trabajaba en la consulta del doctor Connors cuando ella fue su paciente.
—Parecía un mensaje urgente, señora Sheridan —dijo Kimball muy enérgica—. ¿Qué sucede?
—Peggy, nos conocimos hace veinte años. Fui paciente del doctor Connors; él tramitó la adopción particular de mi bebé. Necesito que hablemos sobre el tema.
Durante varios minutos, Peggy Kimball no dijo nada. Jean oía voces de niños de fondo.
—Lo siento, señora Sheridan —dijo Kimball con tono terminante—. No puedo hablar sobre las adopciones que gestionó el doctor Connors. Si desea volver a encontrar a su hija, hay procedimientos legales para eso.
Jean intuyó que la mujer estaba a punto de cortar la conexión.
—Me he puesto en contacto con Sam Deegan, investigador de la oficina del fiscal del distrito —se apresuró a explicar—. He recibido tres mensajes que solo pueden interpretarse como amenazas a mi hija. Debo avisar a sus padres adoptivos para que tengan cuidado. Por favor, Peggy. Siempre fue usted muy amable conmigo. Ayúdeme, se lo suplico.
Un grito de Peggy la interrumpió:
—Tommy, te lo advierto. ¡No tires ese plato!
Jean oyó sonido de cristales rotos.
—Oh, señor —dijo Peggy Kimball con un suspiro—. Mire, señora Sheridan, en estos momentos estoy con mis nietos y no puedo hablar.
—Peggy, ¿podríamos vernos mañana? Le enseñaré los faxes que he recibido amenazando a mi hija. Puede pedir referencias mías si quiere. Soy decana y profesora de historia en Georgetown. Le daré el número del rector. Y el número de Sam Deegan.
—¡Tommy, Betsy, no os acerquéis a esos cristales! Espere un momento… por casualidad no será usted la Jean Sheridan que ha escrito el libro sobre Abigail Adams, ¿verdad?
—Sí.
—¡Oh, señor! Me ha encantado. Lo sé todo de usted. La vi en el programa Today, con Katie Couric. Ustedes dos casi parecen hermanas. ¿Por la mañana estará aún en el Glen-Ridge?
—Sí.
—Trabajo en la unidad neonatal del hospital. El Glen-Ridge me coge de camino. No creo que pueda serle de ayuda, pero podemos tomar un café. ¿Hacia las diez le va bien?
—Me encantaría —dijo Jean—. Gracias, Peggy, muchas gracias.
—La llamaré cuando esté en el vestíbulo —indicó la mujer apresuradamente, y su voz se volvió apremiante—. Betsy, te lo advierto. ¡No le tires del pelo a Tommy! ¡Oh, Dios! Lo siento, Jean, esto se está convirtiendo en un campo de batalla. Hasta mañana.
Jean colgó el auricular lentamente. Menudo alboroto, pensó, pero en cierto modo la envidio. Envidio los problemas normales de la gente normal. Gente que cuida de sus nietos y tiene que recoger lo que destrozan, la comida que tiran, los platos rotos. Gente que puede ver y tocar a sus hijas y decirles que conduzcan con cuidado, que tienen que estar en casa a las doce.
Cuando Kimball llamó, estaba sentada a la mesa de escritorio de su habitación, donde tenía esparcidas las listas que había tratado de hacer con los nombres de personas relacionadas con la clínica con las que había trabado amistad y de los profesores de la universidad de Chicago, donde pasaba casi todo su tiempo libre haciendo cursos extraacadémicos.
Se masajeó las sienes, con la esperanza de ahuyentar un incipiente dolor de cabeza. Dentro de una hora, a las siete y media, a petición de Sam, cenarían juntos en una sala privada del entresuelo del hotel. Los invitados seremos Gordon, Carter, Robby, Mark y yo, pensó Jean, y por supuesto Jack, el anfitrión de aquella reunión dejada de la mano de Dios. ¿Qué espera conseguir Sam reuniéndonos a todos otra vez?
Se dio cuenta de que desahogarse contándoselo todo a Mark había sido una bendición.
—¿Me estás diciendo que el día de la graduación, cuando tenías dieciocho años y subiste al podio para recoger la medalla en historia y tu beca a Bryn Mawr, sabías que estabas embarazada y que la persona a la que querías estaba en un ataúd? —le había preguntado él con mirada de asombro.
—No espero ni que me elogies ni que me critiques —le dijo ella.
—Por Dios, Jean. Ni te critico ni te elogio, pero qué mal trago… Yo solía ir a hacer ejercicio a West Point y te vi un par de veces con Reed Thornton, pero no sabía que fuerais tan en serio. ¿Qué hiciste después de la ceremonia de graduación?
—Comí con mis padres. Fue una comida alegre. Ya habían cumplido con su deber como cristianos para conmigo y podían separarse con la conciencia tranquila. Cuando salimos del restaurante, cogí el coche y fui hasta West Point. La misa por Reed había sido aquella mañana. Puse las flores que mis padres me dieron en la ceremonia de graduación en la tumba de Reed.
—¿Y poco después visitaste al doctor Connors por primera vez?
—La semana siguiente.
—Jeannie —le había dicho Mark—, siempre he intuido que, al igual que yo, eres una superviviente, pero no me puedo ni imaginar lo que debiste de sentir estando tan sola en un momento así.
—No estaba sola. Deduzco que alguien lo sabía o lo averiguó.
Él asintió y dijo:
—Estoy más o menos al tanto de tu vida profesional, pero ¿qué hay de tu vida privada? ¿Hay alguien especial, alguna persona a quien le hayas confiado tu secreto?
Jean pensó en lo que le había contestado.
—Mark, ¿recuerdas los versos del poema de Robert Frost? «Tengo promesas que cumplir y millas que andar antes de poder dormir». En cierto modo es así como me siento. Hasta ahora, si alguna vez he necesitado hablar de ella, nunca he encontrado a nadie a quien quisiera contárselo. Tengo una vida plena. Me encanta mi trabajo y me gusta escribir. Tengo muchos amigos, hombres y mujeres. Pero te seré sincera. Siempre he tenido la sensación de que en mi vida hay algo pendiente que tengo que resolver, que mi vida está en suspenso. Hay algo que tengo que terminar antes de poder dejar todo esto atrás. Y creo que empiezo a entenderlo. Aún sigo preguntándome si no hubiera debido quedarme con mi hija, y ahora que sé que me necesita me siento tan impotente que me gustaría poder volver atrás y conservarla a mi lado.
Y entonces había visto la expresión de los ojos de Mark, que parecían decir: «¿No será que te estás inventando esta situación porque necesitas encontrarla?». Se veía tan claramente como si lo hubiera dicho a gritos. Pero lo que dijo fue:
—Jean, por supuesto que debes insistir, y me alegro de que Sam Deegan te ayude, porque es evidente que te enfrentas a un desequilibrado. Sin embargo, como psiquiatra, te advierto que vayas con cuidado. Si a causa de esas amenazas implícitas tienes acceso a archivos confidenciales, es posible que te inmiscuyas en la vida de una joven que no está preparada o que no quiere conocerte.
—Crees que soy yo quien envía esos faxes, ¿verdad?
Jean pestañeó al recordar cuánto la había indignado pensar que algunas personas podían llegar a esa conclusión.
—Por supuesto que no —se había apresurado a aclarar él—. Pero dime una cosa: si recibieras una llamada diciendo que fueras ahora mismo a conocer a Lily, ¿irías?
—Sí.
—Jean, escúchame. Alguien que de alguna forma descubrió lo de Lily podría estar tratando de ponerte nerviosa para que te precipites en tu afán por llegar a ella. Debes tener cuidado. Laura ha desaparecido. Las otras chicas de la mesa del comedor están muertas.
Y no dijo más.
Ahora, en su habitación. Jean se puso en pie. Tenía que bajar para la cena al cabo de cuarenta minutos. Quizá una aspirina le ayudaría a evitar ese dolor de cabeza que empezaba a insinuarse, y un baño caliente la reanimaría.
A las siete y diez, cuando estaba saliendo de la bañera, el teléfono sonó. Por un momento pensó si dejar que sonara, pero enseguida cogió una toalla y corrió a la habitación.
—¿Diga?
—Hola, Jeannie —dijo una voz risueña.
—¡Laura! ¿Dónde estás?
—Bueno, me lo estoy pasando muy bien. Jeannie, diles a esos policías que recojan sus trastos y se vayan a casa. Me lo estoy pasando mejor que nunca. Te llamaré pronto. Adiós.