Dorothy Connors era una frágil septuagenaria que, nada más verla, Jean supo que padecía de artritis reumatoide. Se movía muy despacio y tenía las articulaciones de los dedos hinchadas. Su rostro tenía arrugas de dolor, y llevaba el pelo cano muy corto, seguramente, pensó Jean, porque para ella levantar los brazos para peinarse suponía un terrible esfuerzo.
Su casa era una de las codiciadas propiedades que daban al Hudson. Invitó a Jean a acompañarla a la galería que había junto a la sala de estar, donde, según le explicó, pasaba la mayor parte del día.
Sus vivaces ojos marrones se iluminaron cuando habló de su marido.
—Edward era el hombre, esposo y médico más maravilloso que ha habido nunca sobre la capa de la tierra —dijo—. Fue ese terrible incendio lo que lo mató, perder su consulta y sus archivos. Le provocó un infarto.
—Señora Connors, por teléfono ya le he explicado que he recibido amenazas contra mi hija. Ahora tendrá diecinueve años y medio. Necesito desesperadamente encontrar a sus padres adoptivos y advertirles del peligro que corre. Yo vivía aquí. Por favor, ayúdeme. ¿Le habló el doctor Connors de mí? Hubiera sido comprensible. Mis padres eran el hazmerreír del pueblo, siempre peleándose en público, y solo permanecieron juntos el tiempo necesario para mandarme a la universidad. Por eso su marido entendió enseguida que no podía acudir a ellos en busca de ayuda. Él lo arregló todo y me buscó una excusa para que fuera a Chicago. Hasta fue allí y me asistió durante el parto en la sala de urgencias de la clínica.
—Sí, hizo eso por varias chicas. Quería ayudarlas a preservar su intimidad. Jean, hace cincuenta años no era fácil para una chica tener un hijo fuera del matrimonio. ¿Sabía que a Ingrid Bergman la denunciaron ante el Congreso porque dio a luz a una hija ilegítima? Las normas de comportamiento cambian, para bien o para mal, eso depende de cómo se mire. Hoy en día a nadie le extraña que una mujer tenga y eduque a un hijo sin estar casada, pero mi marido era un poco anticuado. Hace veinte años le preocupaba muchísimo proteger la intimidad de las jóvenes embarazadas, incluso de mí. Hasta que me lo ha dicho, no sabía que fue usted paciente suya.
—Pero usted conocía a mis padres.
Dorothy Connors se quedó mirando a Jean un buen rato.
—Sabía que tenían problemas. Los veía en la iglesia y hablaba con ellos algunas veces. En mi opinión, querida mía, usted solo recuerda los malos momentos. También eran personas atractivas e inteligentes que, por desgracia, no estaban hechas para estar juntas.
Jean se sintió como si la estuvieran reprendiendo y notó que se ponía a la defensiva.
—Eso se lo puedo asegurar —dijo, con la esperanza de que la ira que sentía no se le notara en la voz—. Señora Connors, aprecio que me haya permitido visitarla tan precipitadamente, pero voy a ir al grano. Mi hija podría correr un grave peligro. Sé que guarda usted la memoria de su marido con gran celo, pero si sabe algo sobre el destino de mi hija creo que, por el bien de las dos, debería ser sincera.
—Le juro ante Dios que Edward jamás habló conmigo de las pacientes que estaban en su situación, y jamás le oí mencionar su nombre.
—¿No tenía ninguna clase de registros en casa? ¿Todos sus registros de la consulta han desaparecido?
—Sí, han desaparecido. El edificio entero quedó destruido, y por eso se sospecha que el incendio fue provocado, aunque nunca se pudo demostrar. Desde luego, no se salvó ningún documento.
Era evidente que Dorothy Connors no podía ayudarla. Jean se puso en pie para irse.
—Recuerdo que Peggy Kimball era la enfermera de la consulta de su marido cuando fui a visitarlo. Le he dejado un mensaje y espero que me llame. Quizá ella sepa algo. Gracias, señora Connors. Por favor, no se levante. Encontraré la puerta.
Tendió la mano a Dorothy Connors y le asombró ver que la expresión de su rostro solo podía describirse como de extrema alarma.