—Monseñor, no se imagina lo importante que es lo que le pido —decía Sam Deegan a monseñor Robert Dillon, el párroco de la iglesia de Saint Thomas of Canterbury. Estaban en su despacho, en la rectoría. El cura, un hombre delgado con el pelo prematuramente cano y unas gafas sin montura que iluminaban sus ojos grises e inteligentes, estaba detrás de su escritorio. Los faxes que Jean había recibido estaban desplegados ante él. Sam, sentado frente al cura, estaba devolviendo el cepillo de Lily a la bolsa de plástico—. Como puede ver, la última comunicación nos hace pensar que la hija de la doctora Sheridan corre un grave peligro. Nuestra intención es localizar la partida de nacimiento, pero ni siquiera sabemos si la inscribieron aquí o en Chicago, que es donde nació —prosiguió Sam.
Incluso mientras lo decía, Sam intuyó que sería imposible descubrir nada de inmediato. Monseñor Dillon debía de tener poco más de cuarenta años. Evidentemente no estaba allí hacía veinte, cuando bautizaron a Lily, y seguro que los padres adoptivos la inscribieron con su apellido y otro nombre.
—Lo entiendo perfectamente, y estoy seguro de que usted entiende mi posición. Debo actuar con cautela —dijo el cura lentamente—. Mire, Sam, el problema es que la gente ya no siempre bautiza a los niños a las pocas semanas de nacer, ni siquiera unos meses después. Antaño se les bautizaba antes de las seis semanas. Ahora nos los traen incluso que ya gatean. No vemos esta tendencia con buenos ojos, pero está ahí, y estaba ahí hace veinte años. Esta es una parroquia bastante extensa y concurrida, y no solo se bautizan aquí nuestros feligreses, nos traen hasta a los nietos.
—Lo comprendo, pero quizá si se concentra en los tres meses siguientes al nacimiento de la niña, al menos podríamos seguir algunas pistas. La mayoría de la gente no esconde el hecho de haber adoptado, ¿no?
—No, lo normal es que se sientan orgullosos.
—Entonces, a menos que sean los propios padres adoptivos los que estén detrás de esos faxes, creo que querrían saberlo si su hija corre algún peligro.
—Sí, querrían saberlo. Haré que mi secretaria prepare esa lista. Pero comprenderá que, antes de dársela, tengo que ponerme personalmente en contacto con todas las personas que aparezcan y explicarles que una niña adoptada en aquella época podría estar en peligro.
—Monseñor, eso requiere tiempo, que es algo que no tenemos —protestó Sam.
—El padre Arella me ayudará. Mi secretaria hará las llamadas y, mientras yo hablo con una familia, ella alertará a la siguiente para que esperen mi llamada. No tardaré tanto.
—¿Y qué hay de las que no pueda localizar? Monseñor, esa joven puede correr un grave peligro.
Monseñor Dillon cogió un fax, y mientras lo estudiaba su semblante se llenó de preocupación.
—Sam, como dice, este último fax asusta un poco, pero debe entender que debemos ser cautos. Para protegernos de posibles problemas legales, consiga una orden. Así podremos entregarle los nombres inmediatamente. Pero le pido que me deje hablar con todas las personas que pueda de la lista.
—Gracias, señor. De momento no le robaré más tiempo.
Los dos se pusieron en pie.
—Se me acaba de ocurrir que su corresponsal debe de ser un buen conocedor de la obra de Shakespeare —comentó monseñor Dillon—. No hay muchas personas que hubieran sabido utilizar adecuadamente una cita tan oscura como la de los lirios.
—Yo también lo había pensado, monseñor —Sam hizo una pausa—. Por cierto, hay una pregunta que debería haberle hecho nada más llegar: ¿Sigue en la diócesis alguno de los párrocos que había aquí cuando nació la niña?
—El padre Doyle era el ayudante del párroco, y murió hace años. Monseñor Sullivan era el párroco. Se fue a vivir a Florida con su hermana y su cuñado. Puedo darle la última dirección que tenemos de él.
—Si no le importa.
—La tengo aquí mismo, en el cajón de archivos. Puedo dársela ahora. —El hombre abrió el cajón, sacó una carpeta, miró en el interior y anotó un nombre, dirección y teléfono en un papel. Se lo entregó a Sam diciendo—: La viuda del doctor Connors pertenece a esta parroquia. Si lo desea, puedo llamarla y pedirle que le reciba. Quizá ella recuerde algo de esa adopción.
—Gracias, pero no será necesario. He hablado con Jean Sheridan antes de venir hacia aquí. Ha localizado a la señora Connors en la guía de teléfonos y seguramente ahora va camino de su casa.
Cuando se dirigían hacia la puerta, monseñor Dillon dijo:
—Sam, acabo de recordar una cosa. Alice Sommers también es una de nuestras parroquianas. ¿Es usted el investigador que ha continuado trabajando en el caso de su hija?
—Sí, soy yo.
—Me ha hablado de usted. Espero que sepa el consuelo que ha supuesto para ella saber que no ha dejado de buscar al asesino de Karen.
—Me alegra haberle sido de ayuda. Alice Sommers es una mujer valiente.
Ya habían llegado a la puerta.
—Esta mañana me he quedado horrorizado. He oído por la radio que habían encontrado el cadáver de una mujer que había salido a pasear a su perro —comentó monseñor Dillon—. ¿Está investigando su oficina ese caso?
—Sí.
—Sé que, al igual que en el caso de Karen Sommers, parece que el asesino eligió a su víctima al azar, y que también la apuñalaron. Le va a parecer una tontería, pero ¿cree que hay alguna posibilidad de que los dos casos estén relacionados?
—Monseñor, Karen Sommers murió hace veinte años —dijo Sam con tiento. No quería reconocer que él también había considerado aquella posibilidad, sobre todo porque las puñaladas se habían dado en la misma zona del pecho.
El párroco meneó la cabeza.
—Supongo que es mejor que le deje a usted las investigaciones. Era una idea, nada más, y como usted estaba con el caso de Karen Sommers, he pensado que debía decírselo. —Abrió la puerta y estrechó la mano de Sam—. Que Dios le bendiga, Sam. Rezaré por Lily y le entregaré esa lista lo antes posible.
—Gracias, señor. Rece por Lily y, ya que está, tenga también presente a Laura Wilcox.
—¿La actriz?
—Sí, sospechamos que también está en peligro. Nadie la ha visto desde el sábado por la noche.
Monseñor Dillon se quedó mirando la espalda de Sam cuando se alejaba. Laura Wilcox estuvo en la reunión de Stonecroft, pensó con incredulidad. ¿También le ha pasado algo a ella? Dios, ¿qué está ocurriendo?
Con una ferviente y silenciosa oración por la seguridad de Lily y Laura, monseñor Dillon volvió a su despacho y marcó el número de su secretaria.
—Janet, por favor, deje todo lo que esté haciendo y saque los registros de los bautizos de hace diecinueve años, de marzo hasta junio. En cuanto vuelva el padre Arella, dígale que tengo un trabajo para él, que cancele todos los compromisos que tenga para hoy.
—Por supuesto, monseñor. —Janet colgó el auricular y miró con deseo el sándwich de queso gratinado y beicon y el termo de café que acababan de dejarle en su despacho. Apartó su silla de la mesa y se puso en pie de mala gana, musitando—: Señor, por la voz que tenía cualquiera diría que es un asunto de vida o muerte.